– No es tan listo como se cree, Lennox -dijo Jack Collins, desdeñoso. Estaba pálido y demudado. Todo su aplomo se había desvanecido. Tenía miedo. O bien por lo que yo había dicho o porque sabía que estaba a punto de presenciar algo desagradable. Me esforcé en creer que era por mi oratoria.
– Cierra el pico, Collins -dijo Kirkcaldy-. Contra la pared, Lennox. Y mantenga las manos donde yo las pueda ver.
– ¿Así que ya está? -dije. Advertí que no se me había alterado la respiración y que tampoco tenía el corazón acelerado. Eso te pasaba, supuse, cuando ya habías creído muchas otras veces que ibas a morir. Cuando habías visto caer a muchos otros ante tus propios ojos-. ¿O sea que va a matarme por una maldición gitana y un combate chapuceramente amañado? No… no tiene sentido. Me estoy perdiendo algo. ¿Quién estaba en el coche con Collins frente a su casa? ¿Y por qué lo persiguen de verdad los gitanos?
Ahora ya tenía la espalda pegada a la pared, pero había ido retrocediendo oblicuamente, de modo que había acabado muy cerca de la hoz. Un herrumbroso utensilio de jardinería contra una pistola y dos boxeadores con experiencia. «Lo tienen crudo», me dije.
– Enséñaselo -le ordenó Kirkcaldy a Collins, señalando con la cabeza su propio coche. Collins se acercó al vehículo, abrió el maletero y alzó un bulto envuelto en una manta. Lo cargó en brazos como si fuera un bebé, lo depositó en el suelo y apartó la manta para que lo viera. Era la estatuilla del demonio kyLan. Estaba partida en dos. La capa de jade de imitación tenía menos de dos centímetros de grosor. El contenido se derramó fuera: unos bloques envueltos firmemente en papel encerado.
Di un suspiro mientras notaba que se me encogían las entrañas. Sabía muy bien lo que significaba que la estatuilla estuviera en manos de Kirkcaldy.
– ¿Y Sammy Pollock?
Kirkcaldy sonrió. Curiosamente, me recordó el modo que tenía Sneddon de sonreír.
– Como todas las demás cosas en Glasgow, Lennox, el Clyde es imprevisible. Tiras dos cadáveres al mismo tiempo y en el mismo sitio, y resulta que uno aparece en la orilla y el otro se hunde sin dejar rastro.
– No se lo merecía. No era más que un chico.
Pensé en cómo se lo tomaría Sheila Gainsborough. No me había ganado mi tarifa en aquel caso, eso seguro. Claro que no sería yo quien le diera la noticia. Solté una risa amarga.
– ¿Dónde está la puñetera gracia? -dijo Kirkcaldy.
– He estado trabajando en los dos casos y no he conseguido relacionarlos. No soy tan listo como creía.
– Sí que es listo, Lennox. Demasiado listo. Pero a estas alturas ya debería saber que en esta ciudad no sucede nada que no esté conectado con todo lo demás. Y antes de que se ponga demasiado dramático sobre el joven Pollock, recuerde que él se lo buscó. Pretendió jugar con los mayores, y acabó perdiendo pie y hundiéndose hasta el fondo.
– No creo que usted sea muy distinto. Tener en su poder este material significa que no solo le persigue una pandilla de gitanos furiosos. ¿Ha oído hablar de John Largo?
– Sí. Y sé que esto es suyo. Pero él aún está buscando a Pollock y Costello. Nosotros nos tropezamos con esto por casualidad. Estamos libres de sospechas.
– No tanto. Yo los he encontrado.
– No, qué va. Todo lo que le ha dicho a Collins era una cortina de humo. Estaba disparando a voleo para que saltara la perdiz. Solo que ahora es la perdiz la que le apunta con una pistola. Y usted no va a contarle nada a nadie.
«Se acabó lo que se daba», pensé. Si de algo no se podía tachar a Kirkcaldy era de ambiguo.
– ¿Cómo se hicieron Costello y Pollock con el demonio de jade? Ellos no podían saber lo que contenía.
– Ahí se equivoca. El señorito Pollock era un joven de gustos cosmopolitas. Bohemios, si quiere decirlo así. Fumaba hachís y había experimentado con el opio. Nadie en toda esta ciudad habría podido deducir el valor de la heroína pura, pero Pollock lo conocía muy bien. Pero todo su talento se agotaba ahí. Él no era ningún cerebro criminal y creyó que estaba tratando con Al Capone cuando empezó a andar con Paul Costello. Pero este era un simple gilipollas y aquello le venía tan grande como a Pollock.
– ¿Y cómo consiguieron la estatuilla? -pregunté.
Ahora los tres -Soutar, Collins y Kirkcaldy- se habían vuelto hacia mí dando la espalda a las puertas. Kirkcaldy había dejado una entornada y yo habría jurado que la había visto moverse. Quizá la sombra de la ventana no era otro cómplice. Puse todas mis esperanzas en un ángel de la guarda.
– Paul Costello siempre estaba tratando de marcarse un tanto -continuó Kirkcaldy. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no mirar de reojo las puertas a su espalda-. Supongo que pretendía demostrar que podía jugar en serio, como su padre. Y una mierda; no tenía materia gris ni para volarse la tapa de los sesos. Se suponía que el cerebro era Sammy Pollock, para que luego digan del ciego que guiaba a otro ciego. El caso es que hicieron un par de trabajitos nocturnos. El primero fue una remesa de cigarrillos de un almacén, una mierda francesa. No tenían ni puta idea de cómo mover el material; lo distribuían ellos mismos por los pubs y los clubes. Unos aficionados. No haces un trabajo así sin cerrar antes un trato con un profesional que se encargue de mover la mercancía. Pero los muy gilipollas no solo no cerraron ningún trato: ni siquiera conocían a ningún profesional.
– Así que recurrieron a Calderilla. -Ahora sí encajaba todo.
– Sí… Se quedó todo el alijo por una miseria. Calderilla no era traficante de objetos robados, pero de vez en cuando se ocupaba de algún material sucio, sobre todo si había una buena tajada que sacar. Aunque solo en casos especiales, ya digo, y cuando su margen era muy alto.
– Eso no explica cómo se le ocurrió a Sammy Pollock la idea de robar el dragón de jade.
– Pollock y Costello tenían para ayudarles en sus faenas a dos tipos que trabajaban para papá Costello y a un pikey de refuerzo -dijo Kirkcaldy. Ahora encajaba una cosa más-. Los cinco juntos dieron el golpe de los cigarrillos. La mercancía provenía del almacén de ese franchute, Barnier. Antes de encontrar lo que buscaban y cantar el premio gordo, tuvieron que abrir varias cajas. Así que el listo del pikey va y rompe una estatuilla sin querer y descubre que está llena de paquetes. Avisa a Pollock. Y este supone sin más que es hachís, de modo que se llevan también la estatuilla y salen de allí sin ningún contratiempo. Pero cuando Pollock llega a casa y abre uno de los paquetes, descubre que están de mierda hasta las orejas. Comprende que no es hachís, sino heroína, y de un grado de pureza muy elevado. Saca una muestra de uno de los paquetes, lo vuelve a meter dentro y pega la estatuilla. Luego le lleva la muestra a Calderilla, que como no sabe absolutamente nada de narcóticos, recurre directamente a un servidor.
– Entonces -observé- esos dos tipos que ha dicho que trabajaban para Costello hicieron, deduzco, un trato con usted y Calderilla para entregarles en bandeja a Sammy Pollock y Paul Costello… ¿Qué fue lo que falló?
Seguí con los ojos fijos en Kirkcaldy, sin hacer caso de la figura que asomaba en los márgenes de mi campo visual, deslizándose por la puerta entornada y colándose, agazapada, detrás de los coches.
– El pikey descubre que hay algo más en juego y empieza a pedir más dinero, amenazando con hablar. Solo que no sabe que ahora yo también estoy en el ajo. Resulta que él es además uno de los púgiles que Tío Bert ha reclutado para participar en varias peleas a puño limpio en el local de Sneddon.