– Y casualmente muere durante la pelea.
– Sí… qué curioso. -Kirkcaldy sonrió fríamente-. Toda una coincidencia. Sobre todo porque Tío Bert le dio una medicina especial antes del combate. Le dijo que le ayudaría a pelear mejor y a no sentir los golpes de su adversario. Esto último era cierto. El estúpido pikey se lo tomó sin rechistar, de modo que el otro pudo arrearle una paliza del carajo y él se puso a sangrar como un cerdo. Por la paliza o por la droga, no sé.
– Y problema resuelto.
Procuraba parecer relajado y natural, aunque estaba todo el rato midiendo mentalmente la distancia que me separaba de la hoz herrumbrosa y esperando que la figura oculta detrás de los coches hiciera algún movimiento.
– No. Ahí fue cuando empezaron nuestros problemas. Resultó que el pikey era hijo de Sean Furie… el hermano del acusado de asesinar a Calderilla.
– Así que ese era el glaba que habían de pagar -dije-. El hijo de un baro no debe de salir barato.
– Hace falta algo más que una pandilla de gitanos irlandeses para asustarme. Pero no dejaba de ser un problema. Aún no podía vender la heroína y necesitaba sacar dinero de algún lado para comprar a esos vagabundos de mierda. -Señaló la estatuilla rota con un gesto-. Este material es la mayor oportunidad que se me ha presentado. Llegará a ser muy importante aquí… ¿Usted ha visto Glasgow un sábado por la noche? La mitad de la ciudad agarra una curda de cojones; miles de hombres desquiciados y fuera de sí. Nadie bebe porque le guste el sabor de la priva, y Dios sabe que tampoco es para relacionarse socialmente, qué coño. ¿Sabe lo que buscan? Unas vacaciones. Beben porque durante unas horas pueden salir de sus vidas. Y si el whisky barato y el vino de cuarta son para ellos como un día en Largs, este material es una semana en Montecarlo. Esto… -dijo, sopesando un paquete, como si calculara su valor-. Esto es el futuro, Lennox, el futuro de Glasgow. No daremos abasto para cubrir la puta demanda, se lo aseguro. Esta mercancía está hecha para Glasgow, porque hace que Glasgow desaparezca del mapa. Y hablando de hacer desaparecer… Basta ya de charla.
Kirkcaldy volvió a armar la Browning. Los tres me miraban fijamente, Collins más pálido que antes. Desde que había salido de su oficina para llevarme hasta aquí sabía que este iba a ser el resultado. Bert Soutar, todavía con la nariz ensangrentada, retorció los labios de placer. Él sí que iba disfrutar el momento.
Por algún motivo insondable me vino a la cabeza el rostro de Fiona White. Quizá solo porque ahora estaba a punto de quedarse con un apartamento libre.
Todo se desarrolló con una especie de terrible elegancia. Yo ya había adivinado que era Singer el que estaba oculto detrás de los coches. Al fin y al cabo, había sido yo quien había propuesto que lo pusieran tras los pasos de Kirkcaldy. Ahora salió de su escondrijo sin un ruido. Collins gritó sobresaltado y Kirkcaldy y Soutar se giraron. Vi cómo la mano de Singer se alzaba y describía un breve arco en el aire. Collins emitió un gorgoteo y la sangre empezó a manar a borbotones de su cuello, allí donde la navaja de Singer se lo había rebanado.
Me abalancé a por la hoz y la arranqué de la pared. Kirkcaldy oyó el chirrido y se volvió blandiendo la pistola, pero yo le di un tajo en la muñeca con el filo oxidado. El arma rodó por el suelo. Me apresuré a lanzarle otro golpe y esta vez la punta metálica se hundió en su espalda. Kirkcaldy soltó un alarido que no parecía humano. Vi que Singer y Soutar forcejeaban a la desesperada. Este le aferraba la muñeca con todas sus fuerzas para impedir que Singer alcanzase su garganta con la navaja. Arrojé la hoz y recogí la automática que Kirkcaldy había soltado. No me lo pensé siquiera. Le metí a Soutar dos balas en un lado de la cabeza y el viejo se desmoronó sin vida. La tenaza de su mano arrastró a Singer, que terminó cayendo sobre él.
La secuencia entera debió de durar cuatro o cinco segundos, pero ahora Soutar yacía muerto, Collins estaba tendido boca arriba, tiritando y retorciéndose en sus últimos estertores, y Kirkcaldy permanecía de rodillas, sujetándose la muñeca desgarrada.
– Gracias, Singer -dije-. De no ser por ti, ya estaría muerto.
Singer se incorporó y asintió. Estaba sin aliento todavía, pero me pareció detectar un principio de sonrisa en la comisura de sus labios.
Dejamos los cuerpos en el garaje. Le vendé a Kirkcaldy la muñeca con un pañuelo y lo metimos en el asiento del copiloto de su Sunbeam-Talbot deportivo. Guardándome la Browning en la pretina de los pantalones, recogí el demonio de jade, volví a envolverlo en la manta y lo metí en el maletero de mi coche. Sabía que Kirkcaldy no me causaría más problemas, así que le dije a Singer que nos siguiera en mi Atlantic. Paramos en una cabina telefónica junto a la carretera y Singer vigiló a Kirkcaldy mientras yo hablaba con Willie Sneddon. Le hice un rápido resumen de lo sucedido, le comuniqué que había un par de remesas de carne para la picadora de Martillo Murphy y le di las indicaciones para encontrar el sitio.
Volvimos a Glasgow. Kirkcaldy intentó durante todo el trayecto llegar a un acuerdo conmigo. Me ofreció riquezas inagotables si lo ayudaba a salir del embrollo. Mientras bordeábamos el Clyde y entrábamos en Gallowgate, se lo prometí: le dije que conocía a una gente que le solucionaría todos sus problemas.
Singer estacionó y me esperó fuera. Yo entré en el recinto de Vinegarhill. El viejo al que había visto la otra vez corrió a la caravana de Sean Furie y aporreó la puerta. Furie salió, me hizo un gesto con la cabeza y yo se lo devolví. Ninguno de los dos hicimos caso de las súplicas de Kirkcaldy. Tiré al suelo las llaves de su coche y él se bajó precipitadamente y empezó a rebuscar en el polvo. Pero habían caído demasiado lejos y el cerco de gitanos ya se cerraba alrededor.
Cuando dejé a Singer en casa de Sneddon volví a darle las gracias. Él me hizo un gesto nuevamente y se apeó.
Estaba cansado y dolorido, pero tenía que hacer tres llamadas. Empezaba a hacerse oscuro, más oscuro que ningún otro día en las últimas semanas, y había algo en el aire del atardecer que anunciaba la llegada de una estación más fría. Aparqué junto al Clyde. Saqué el demonio de jade roto del maletero y me acerqué a la orilla. Cogí un par de paquetes envueltos en papel encerado y los sostuve un momento, uno en cada mano. Yo siempre andaba mirando cómo ganarme unos pavos: ahora tenía en mis manos un fondo suficiente para retirarme. Supuse que incluso me llevaría una buena recompensa si le devolvía los narcóticos a Largo. También sabía que era solo cuestión de tiempo, que las predicciones de Kirkcaldy se hicieran realidad y las calles de Glasgow se inundaran de aquel material. Pero había un tipo de dinero que era demasiado sucio incluso para mí. Me saqué del bolsillo la navaja plegable y, uno a uno, rasgué los paquetes y esparcí su contenido, levantando grandes nubes de polvo blanco. Miré cómo las dispersaba el viento del atardecer, y cómo se deslizaban los envoltorios por las aguas oscuras del río.
Hice las llamadas desde una cabina de Buchanan Street. La primera, a alguien que todo el mundo creía un fantasma: le dije a John Largo que tenía una hora antes de que le contara a Dex Devereaux dónde podía encontrarlo. Sin entrar en detalles, le expliqué que todas las cuentas estaban saldadas y que no le quedaba nada que hacer en Glasgow. Le recomendé un cambio de aires inmediato. Preferiblemente a un sitio más soleado.
La segunda llamada fue para Jock Ferguson. Lo llamé a casa y le dije que se reuniera en media hora con Dex Devereaux, en su hotel, y que así le echaría el guante a John Largo.
La tercera llamada fue breve y directa. Primero traté de localizar a Jimmy Costello en el Empire. No estaba, pero lo encontré en el Riviera. Me preguntó con impaciencia qué quería. Entendía su impaciencia: me había pedido que encontrase a su hijo y el chico había aparecido muerto. Aquello se estaba convirtiendo en una costumbre en mi caso.