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– ¿Están ahí Skelly y Young? -pregunté.

– Sí. ¿qué pasa, joder?

– ¿Están ahí mismo ahora?

– Sí. -Su impaciencia iba en aumento-. Los estoy mirando.

– Entonces estás mirando a los tipos que mataron a Paul. O que al menos se lo sirvieron a otro en bandeja para que lo matara. Y descuida, todas las demás cuentas están saldadas.

– Si es una puta mentira…

– En absoluto. Skelly y Young vendieron a Paul y Sammy Pollock por dinero. Tal como te lo digo. Lo que tú hagas al respecto es cosa tuya.

Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Sonaba de fondo un grupo musical y el runrún de la gente charlando y bebiendo.

– Yo me ocuparé de ello -dijo Costello. No me cabía la menor duda de que lo haría-. ¿Lennox?

– ¿Sí?

– Gracias.

Cumplí mi palabra con Largo y permanecí media hora delante del hotel Alpha antes de entrar y preguntar por Dex Devereaux. El portero nocturno se resistió bastante a dejarme entrar y más aún a molestar al señor Devereaux.

– Es muy importante -le dije, metiéndole un par de billetes de una libra en el bolsillo del chaleco-. Dígale que tengo la dirección que ha estado buscando. La dirección del señor Largo.

Me senté y aguardé. Pasaron menos de diez minutos antes de que Dex Devereaux apareciera en el vestíbulo, todo desaliñado (dejando aparte su corte de pelo, tan perfectamente nivelado como siempre). Le di el papel con la dirección.

– ¿Estás seguro? -dijo, mirando la nota.

– Es él. Y ésta es la dirección.

Dejé a Devereaux y me crucé con Jock Ferguson, que entró, hecho un manojo de nervios, justo cuando el portero me abría.

– Dex te explicará -le dije vagamente. La vaguedad era mi estado mental en ese momento. Tenía que hacer aún otra llamada. La que más temía. Subí al Atlantic y me dirigí al West End, al apartamento de Sheila Gainsborough.

Fue dos semanas más tarde cuando me encontré con John Largo. Dex Devereaux había cumplido lo prometido y me había pagado mil dólares por la información, pero cuando había llegado a casa de Largo, este ya había levantado el vuelo. Debían de haberle avisado, me había dicho Jock Ferguson sin sospechar lo más mínimo.

Largo me esperaba oculto entre las sombras cuando yo salía del Horsehead. Tenía la mano metida en el bolsillo de la chaqueta y supuse que llevaba allí algo más que calderilla. No tenía importancia. Entendía su cautela.

– Quería darle las gracias -dijo.

– ¿Por qué? ¿Por delatarle?

– Por darme una oportunidad. ¿Cómo me encontró?

Saqué mi pitillera y le ofrecí un cigarrillo. Lo tomó con la mano izquierda, sin sacar la derecha del bolsillo.

– Es usted demasiado sentimental -le dije-. Lo seguí hasta el monumento de Lyle Hill. Supuse que habría una relación con el Maillé-Brezé, así que investigué un poco.

Como le había explicado a Devereaux en el vestíbulo de su hotel, el Maillé-Brezé era un destructor de la Marina francesa. Había estado anclado en el amarradero del Tail of the Bank, en la boca del estuario del Clyde, justo bajo el lugar donde se alzaba ahora el monumento a las fuerzas de la Francia Libre. El Tail of the Bank era el punto de reunión de los barcos que navegaban por el Atlántico: una bulliciosa encrucijada de navíos mercantes y de los barcos de guerra fuertemente armados que les servían de escolta. Desde allí había zarpado el Maillé-Brézé en abril de 1940. Acababa de hacerse a la mar cuando dos torpedos se dispararon accidentalmente en su propia cubierta. La explosión que se produjo en mitad del navío fue de tal magnitud que muchos cristales de Port Glasgow se hicieron añicos. El barco destrozado se vio envuelto en llamas y una gran nube de humo y buena parte de su tripulación quedó atrapada en el comedor de proa. Pese a los esfuerzos de los bomberos de Port Glasgow, cuando el Maillé-Brezé se fue por fin al fondo del estuario, se llevó consigo a sesenta y ocho de los doscientos tripulantes. Yo nunca había conocido a nadie relacionado con el desastre. Hasta ahora.

– Encontré su nombre sin problemas -dije-. Es decir, encontré el nombre de Alain Barnier. Pero en la lista de desaparecidos. No pude revisar ninguna lista de supervivientes.

– Alain era un amigo mío. -Largo sonrió. Su rostro tenía un aspecto totalmente distinto sin la perilla. Y ahora llevaba un pelo tan oscuro como el mío-. En cierto modo, mantener vivo su nombre fue mi manera de rendirle homenaje. Pero ¿cómo rastreó mi auténtico nombre?

– ¿Recuerda la pelea en Port Glasgow? Un par de noches después de que la flota francesa fuera hundida en Mers-el-Kébir.

– Ah… claro -asintió.

– La primera vez que fui a su oficina, la señorita Minto me corrigió cuando pronuncié «Clement» a la inglesa. Hay muchos nombres que se deletrean igual en francés pero se pronuncian de otra manera.

– Y claro está -concluyó mi pensamiento-, hay muchos nombres que se deletrean de otra forma pero suenan igual.

– Dex Devereaux tenía un soplón que oyó mencionar su nombre y lo repitió tal como lo había oído: John Largo. Pero cuando estuve repasando los archivos judiciales, encontré la declaración del capitán Jean Largeau, de los Fusiliers Marins. Supuse que su carrera se volvió después tan movida que decidió adoptar el nombre de Alain Barnier.

– Fue una medida prudente en ese momento. Ahora ya tengo otro nombre. Y otro puerto. Usted ha logrado que Glasgow se vuelva… -Buscó la palabra exacta-. Impracticable para mí.

– No puedo decir que lo sienta. No me gusta nada su negocio, Jean.

Largeau se encogió de hombros con el mismo estilo francés de Alain Barnier.

– América está corrompida, amigo mío. Yo no he creado la corrupción, me limito a sacarle provecho. Y no obligo a esos negros a utilizar mi mercancía. Cubro una necesidad.

– Van a colgar al chico gitano, ¿sabe? -dije, cambiando de tema-. Ese boxeador, Tommy Pistola Furie.

Largeau puso cara de no comprender.

– Por el asesinato de Calderilla MacFarlane. Se declaró culpable siguiendo el consejo de su abogado, pero van a colgarlo igualmente. Lo cual es una vergüenza, porque yo no creo que matase a Calderilla -le expliqué.

– Ah… -Largeau meneó la cabeza lentamente-. Me temo que no conozco bien el caso. Pero esos vagabundos siempre suelen ser culpables… de algo.

Hablamos unos minutos más. Dos hombres charlando junto a un bar de Glasgow. Nos deseamos buena suerte mutuamente y él sacó la mano del bolsillo para estrechar la mía. Lo dejé allí y me subí al Atlantic. Cuando miré por el retrovisor ya había desaparecido.

No sé por qué no entregué a Largeau a la policía, o al menos por qué le di la oportunidad de largarse antes de avisar a la policía. Creo que fue unos de esos momentos de piedad e identificación ante el condenado. La guerra nos había maltratado a los dos. Y yo a punto había estado de acabar como él.

Pero me había librado.

Epílogo

Maggie MacFarlane, la Viuda Alegre de Pollokshields, se tomó la desaparición de Jack con el mismo estoicismo que había demostrado ante la pérdida de su marido. Supuse que nunca llegaría a averiguar hasta qué punto estaba implicada en los manejos de Jack Collins, o si los conocía. De hecho, Collins ni siquiera salió en la conversación cuando me pasé a ver a Lorna una tarde. Me pareció que reinaba cierta paz entre las dos mujeres MacFarlane, aunque deduje que tenía las mismas posibilidades de durar que el nuevo armisticio en Indochina.

Le dije a Lorna que si necesitaba algo contara conmigo. Era una despedida y ambos lo sabíamos. Ella ya era adulta y sabía cuidar de sí misma (una de las cosas que nos había unido era que los dos estábamos hechos de la misma pasta). Pero yo empezaba a cuestionarme mi modo de actuar con las mujeres.