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Willie Sneddon me soltó el importe entero de mi tarifa. Había ido a verle con Singer y le habíamos contado toda la historia. Mejor dicho, yo le conté toda la historia y Singer me respaldó con gestos de asentimiento cada vez que Sneddon lo miraba para buscar su confirmación. Sneddon se tomó con filosofía sus pérdidas, pero manifestó su desagrado cuando le conté lo que habíamos hecho con Kirkcaldy en lugar de entregárselo a él. Aunque seguramente le salió a cuenta quedarse al margen. Unos días más tarde todos los periódicos hablaban de la aparición del cadáver de Bobby Kirkcaldy, que, según decían, había sido sometido a un maltrato brutal y prolongado. Me preparé para recibir la visita de Jock Ferguson o, peor aún, del comisario Willie McNab.

Entonces se desató una repentina epidemia de amnesia en Glasgow: todos los testigos que habían visto a Tommy Pistola Furie cerca de la casa de Calderilla MacFarlane la noche del crimen se retractaron. La acusación contra Furie fue retirada. Me sorprendí preguntándome cuántos testigos habrían recibido algún paquete en la puerta de su casa.

Pese a lo que ella me había pedido, hacia el final de aquella semana me pasé por el piso de May Donaldson. Esperé fuera hasta que regresó del trabajo y tuve bien claro que estaba sola. Su rostro se ensombreció al verme en la puerta.

– Lennox. Te dije…

– No te preocupes, May -la tranquilicé-. No vengo a quedarme. Solo he venido a darte esto.

Le tendí un sobre blanco de papel vitela. Un sobre bonito. Con clase. Ella puso unos ojos como platos al abrirlo.

– ¿Qué es esto?

– Quinientas libras. Considéralo un regalo de boda; otro regalo de boda. Te mereces un buen comienzo.

– No puedo aceptarlo, Lennox. Sabes que no puedo.

Intentó devolverme el sobre, pero yo lo rechacé.

– Sí, sí puedes. Es un dinero que me he ganado, aunque yo no esté contento de lo que he hecho para ganármelo. Pero no temas… -añadí, descifrando su mirada-. No es dinero sucio. De hecho, procede de las arcas de las fuerzas del orden.

– Aun así, no puedo quedármelo -protestó, pero esta vez con menos entusiasmo-. ¿Cómo iba a explicárselo a George?

– Dile que lo has heredado de un pariente que ni siquiera conocías. Te enviaré una carta con mi membrete, si quieres.

Ella miró el sobre abultado y repleto de billetes. Parecía una planta germinada, una cosecha de dinero en metálico.

– Lennox…

– Bueno -le dije-. Hay una cosa que me gustaría que hicieras por mí. Quizá debería pasar y explicártelo…

Estaba aguardando fuera cuando Davey Wallace salió del hospital. La hinchazón había remitido, pero su rostro todavía era una oscura panoplia de cardenales. Caminaba despacio y con cautela, como pisando carbones encendidos. Me imaginé que cualquier movimiento brusco debía de repercutirle en las costillas fracturadas. Se las arregló a pesar de todo para sonreírme de oreja a oreja como siempre, lo cual me dolía más que si me hubiese dado un puñetazo.

Le sostuve la puerta del coche. Subió y nos pusimos en marcha. Davey me dijo que no debía preocuparme por él, que estaría listo para trabajar para mí en un par de semanas. Y que tendría tiempo de sobras: lo habían despedido de los astilleros.

No dije nada. Bajé al río y aparqué en un trecho bombardeado en su día y ya despejado de escombros. Ayudé a Davey a caminar hasta la orilla y nos sentamos en un pretil bajo los ramales negros y erizados de las grúas. Una locomotora pasó estornudando y echando humo.

Pasamos allí más de una hora y yo no paré de hablar. Le hablé de mi hogar en Canadá. De la guerra. De cuando tenía su edad. De todo lo que creía que había de depararme la vida. Le hablé de cosas que nunca había contado a nadie, y se lo dije. Le hablé de Sicilia y Aachen, de los amigos que había visto morir y de los enemigos a los que había matado. De las cosas terribles que había hecho, porque en una guerra tenías que hacer cosas terribles, y de las que había hecho incluso cuando no tenía por qué. Desplegué mi vida ante él. Y ante mí.

Cuando terminé, le entregué un sobre; el mismo tipo de sobre elegante de papel vitela que le había dado a May. Le hablé a Davey de Saskatchewan, de praderas interminables, de veranos cálidos e inviernos con dos metros de nieve. Le dije que dejase las películas de gánsteres y mirase más películas del Oeste.

– Dos amigos míos van a trasladarse allí, May y George. Tienen una granja enorme y necesitarán a alguien que les ayude. Aquí hay un billete para que viajes con ellos y quinientas libras. Lo cual es una buena suma en dólares canadienses, Davey.

– ¿Por qué hace esto, señor Lennox?

– Porque eres un buen chico, Davey, y porque yo fui un buen chico en su día. O me gusta fingir ante mí mismo que lo fui. Tú te mereces algo mejor que esto -dije, abarcando con un gesto las aguas aceitosas del Clyde, las grúas que nos rodeaban y toda la ciudad oscura que quedaba a nuestra espalda-. He metido también una carta. Ahí está la dirección de mis padres en New Brunswick. Le he puesto un telegrama a mi padre. Él te avalará si es necesario ante el departamento de inmigración. -Le puse una mano en el hombro-. Pero no te hará falta. Canadá necesita buenos chicos como tú.

– No sé qué decir, señor Lennox. Si hay algo que pueda hacer alguna vez…

– Lo que yo quiero es que tengas una buena vida. Cásate con una de esas fuertes y guapas canadienses-ucranianas, de ojos azules, mejillas rosadas y pelo color mantequilla que hay allí, en Saskatchewan, y ten una docena de niños rubios.

A la vuelta, Davey permaneció en silencio en el coche, con el sobre en el regazo. No dijo una palabra hasta que me detuve frente a su casa.

– Nunca olvidaré esto, señor Lennox. Nunca.

Tenía una expresión firme. Casi severa.

– Muy bien. -Sonreí-. No esperaba que lo hicieras. Quizá vaya un día a visitarte.

Después de dejar a Davey volví a Great Western Road. Algo se removía en mi estómago, y sabía muy bien que era porque allá abajo, en el río, había afrontado cosas junto a Davey que no había mirado de frente desde la guerra, lo cual me había liberado y me había abrumado al mismo tiempo. Pero al menos, por una vez, sabía cuál iba a ser mi próximo paso.

Aparqué el Atlantic delante de casa. Caminé hasta la puerta, abrí y entré en el vestíbulo. Pero no subí a mi apartamento.

Sin dudarlo, llamé con firmeza a la puerta de Fiona White.

* * *

Agradecimientos

Me gustaría dar las gracias de corazón a las siguientes personas por su ayuda y apoyo: a Wendy, Jonathan y Sophie; a mi agente, Carole Blake; a mi editora, Jane Wood, así como a Jenny Ellis y todo el equipo de Quercus; a mi corrector, Robyn Karney; a Louise Thurtell de Allen and Unwin; a Marco Schneiders y Helmut Pesch de Lübbe Verlag, y a mis demás editores en todo el mundo; también a Colin Black y Chris Martin.

* * *

Craig Russell

Craig Russell nació en 1956 en el condado de Fife, Escocia. Es un novelista y escritor de relatos cortos. Craig sirvió en el cuerpo de policía y trabajó en sector de la publicidad como asistente y como director creativo hasta que se dedicó completamente a la literatura en 1990. Craig Russell habla perfectamente alemán y tiene un interés especial en la historia alemana de postguerra. Sus libros incluyen numerosas referencias sobre temas históricos y mitológicos. Sus novelas de crímenes ambientadas en Hamburgo y protagonizadas por el comisario Jan Fabel han sido traducidas a 20 idiomas.

En febrero de 2007, Russell fue condecorado con la Polizeistern (Estrella de la Policía) por la policía de Hamburgo, se trata del único no alemán que ha sido distinguido con ésta condecoración. En junio de 2007, Russell fue preseleccionado para el premio CWA Duncan Lawrie Golden Dagger dotado con 20.000 libras esterlinas, éste premio es el mejor dotado dentro del género de literatura de crimen de ficción.