El joven Bobby Kirkcaldy había usado los puños para abrirse camino y salir del suburbio de Motherwell que había constituido su hogar adoptivo. Digamos para situar su éxito en la adecuada perspectiva que Motherwell era esa clase de lugar del que cualquiera se habría partido la cara por salir. En mis pesquisas había rastreado un par de negocios en los que Kirkcaldy había invertido, y estaba claro que el tipo había recibido buenos consejos para sacarle partido a su éxito cuando colgara definitivamente los guantes. O eso, o era tan diestro en los negocios como en el ring. De hecho, para alguien que se acercaba al apogeo de su carrera pugilística, daba la impresión de tener puesta la mente -y el dinero- en otra parte.
Mi oficina estaba en un tercer piso de la calle Gordon, justo al lado de la Estación Central. Al llegar el jueves, ya había hecho casi todo lo que podía hacer por teléfono y tenía pensado salir por la tarde a visitar al joven Kirkcaldy. Pero antes decidí tomarme un café y leer el periódico, me gusta mantenerme al día. Y nunca se sabía cuando iban a pedirme consejo Rab Butler o Tony Eden para arreglar el país.
Todas las noticias eran lúgubres. Gran Bretaña no era la única nación que se debatía en el proceso de perder un imperio. El Viet Minh estaba sacando a los franceses a patadas de Indochina. En Gorbals, al sur de Glasgow, se había producido una reyerta entre bandas rivales de navajeros. Un hombre había sido arrollado por un tren en las afueras; la policía no había facilitado su nombre. Lo único que me animó un poco fue un anuncio que aseguraba que tomando una tableta de Amplex Clorofil cada día se obtenía un frescor inigualable en el aliento y en todo el cuerpo. Obviamente, un intento de introducirse en un mercado poco explotado.
Estaba leyendo la tira de Rip Kirby cuando me llevé una agradable sorpresa. Muy agradable: rubia y de metro sesenta. La reconocí en cuanto entró en la oficina a pesar de que nunca nos habíamos visto. Vestía con una elegancia que no estaba al alcance de Glasgow: blusa de seda de color crema, falda tubo azul pálido bien ceñida a su figura y unas medias de pura seda enfundando su largas piernas. Lucía en el cuello un collar de perlas -tan gruesas que el buzo probablemente había tenido que subirlas a la superficie de una en una- y unos pendientes a juego. Llevaba un sombrerito blanco tipo casquete y guantes del mismo color. La chaqueta, en cambio, a juego con la falda, la sujetaba en el mismo brazo que el bolso (un bolso que había nadado, en una vida anterior, en las aguas del Nilo o en los Everglades de Florida).
Me puse de pie y procuré que mi sonrisa no pareciese lasciva. Seguramente solo resultaba boba. Pero Sheila Gainsborough debía estar acostumbrada a las sonrisas embobadas de los hombres.
– Hola, señorita Gainsborough -dije-. Tome asiento, por favor. ¿En qué puedo ayudarla?
– ¿Me conoce?
Me dedicó una sonrisa típica de persona famosa: esa manera educada y mecánica de enseñar los dientes que no significa absolutamente nada.
– Todo el mundo la conoce, señorita Gainsborough. Desde luego todo el mundo en Glasgow. Debo confesar que no suelo recibir a muchas celebridades en mi oficina.
– ¿Ah, no? -Frunció el ceño y el arco impecable de sus cejas descendió un poco mientras se dibujaba un pliegue en la piel, por lo demás impecable, de su frente. Todo impecablemente-. Me habría imaginado… -Desechando la idea y desarrugando el ceño, tomó asiento y yo la imité-. Nunca había pisado la oficina de un detective privado. Ni tampoco había visto a ninguno, vamos, dejando aparte a Humphrey Bogart en las películas.
– Ganamos mucho en persona. -Sonreí ante mi propia agudeza. Bobamente-. Y yo prefiero llamarme «investigador». Así pues, dígame, ¿por qué necesita un investigador ahora?
Ella abrió su bolso de cocodrilo de sesenta guineas y me entregó una fotografía. Era una toma profesional, propia del mundo del espectáculo, en color. No reconocí al joven que aparecía en la foto, pero decidí al instante que no me gustaba: su sonrisa era postiza y demasiado aplomada. Iba con una camisa de aspecto caro, con el último botón desabrochado y las solapas desplegadas sobre el cuello de un traje gris claro de aspecto todavía más caro. Llevaba el pelo castaño bien cortado y ligeramente aceitoso. Era apuesto, pero de un modo demasiado pulido y remilgado. A pesar de su pelo oscuro, tenía los ojos del mismo azul deslumbrante que Sheila Gainsborough.
– Es mi hermano. Sammy. Mi hermano menor.
– ¿Él también está en la industria del espectáculo, señorita Gainsborough?
– No. Bueno, no exactamente. Canta de vez en cuando, pero ha probado todo tipo de cosas. Algunas, me temo, no son del todo… honorables. -Suspiró y se echó hacia delante, apoyando los antebrazos en el borde de mi escritorio. Tenía la piel bronceada; no oscura: solo una pátina dorada. Volvía a fruncir el ceño de aquel modo encantador-. Quizá la culpa sea mía. Lo he malcriado dándole más dinero del que puede manejar.
Advertí que tenía un acento algo americanizado. Yo hablaba como ella, pero en mi caso se explicaba porque me había criado en Canadá. Sheila Gainsborough, en cambio, que yo supiera, no había pasado de la costa de Dunoon en dirección oeste. Deduje que habría recibido lecciones de voz para hundir su acento de Glasgow en mitad del Atlántico.
– ¿Tiene Sammy algún problema?
También yo me incliné sobre el escritorio y fruncí el ceño, aprovechando la oportunidad para recorrer de un vistazo la superficie de su blusa.
– Ha desaparecido -dijo.
– ¿Cuánto tiempo hace?
– Una semana, quizá diez días. Teníamos una cita en el banco porque había dejado en descubierto la cuenta que le abrí, pero no se presentó. Eso fue el jueves pasado. Fui a su apartamento, pero no estaba. Detrás de la puerta encontré el correo de dos días.
Saqué una libreta del cajón e hice algunas anotaciones solo para guardar las apariencias. La gente se siente reconfortada si tomas notas; es como si te lo estuvieras tomando un poco más en serio. También ayuda asentir con aire enterado.
– ¿Había hecho lo mismo otras veces? ¿Desaparecer sin avisarla?
– No. Así no, al menos. No durante una semana. De vez en cuando se iba de juerga, uno o dos días, nada más. Y siempre que estoy aquí, ya me entiende, cuando no ando de gira o en Londres, nos vemos los sábados y vamos a almorzar a Cranston’s Tea Rooms, en Sauchiehall Street. Él nunca se lo pierde.
Anoté. Asentí. Con cara de enterado.
– Dice que tenía un descubierto en la cuenta. ¿Se han retirado más fondos desde que él se ausentó?
– No sé… -De pronto pareció perpleja, como si le hubiera fallado a Sammy, o me hubiera fallado a mí, por no comprobarlo-. ¿Puede averiguarlo usted?
– Me temo que no. ¿Ha dicho que iba a asistir a la reunión del banco con él?
– La cuenta está a nombre de los dos -contestó.
Seguía frunciendo su frente por lo demás impecable. «Con motivo», pensé. Su hermano parecía un derrochador, un calavera de tomo y lomo. Si no había tratado de sacar dinero de aquella cuenta ya en números rojos significaría que no estaba derrochando o dándose la gran vida, o simplemente que estaba sin vida.
– Entonces puede comprobarlo usted misma -le dije-. El banco le facilitará esa información a usted, no a mí. Incluso la policía necesitaría una orden judicial. ¿Ha ido a ver a la policía, señorita Gainsborough?
– Estaba esperando. Pensaba que Sammy aparecería. Y luego, como no ha aparecido, he pensado que sería mejor recurrir a un detective privado… Quiero decir, a un investigador.
– ¿Por qué a mí? -pregunté-. Es decir, ¿quién la ha puesto en contacto conmigo?
– Tengo un mánager, Jack Beckett. Dice que lo conoce.
Fruncí el ceño.
– No sabría…
– Al menos de oídas. Me dijo… -titubeó, como dudando si poner en palabras el resto de su pensamiento-. Me dijo que era usted de fiar y que tenía contactos con… Bueno, que conocía a gente como la que Sammy ha venido frecuentando.