Laurell K. Hamilton
El beso de mistral
Meredith Gentry 05
CAPÍTULO 1
SOÑÉ CON CARNE ARDIENTE Y GALLETAS. ENTENDÍ LO DEL SEXO, pero las galletas… ¿Por qué galletas? ¿Por qué no pasteles, o carne? Pero eso es lo que mi subconsciente escogió soñar. Estábamos comiendo en la diminuta cocina de mi apartamento de Los Ángeles -un apartamento en el que ya no vivía, aparte de en sueños, claro-. Allí estábamos yo, la princesa Meredith -el único miembro de la familia real del Mundo de las Hadas que había nacido en suelo americano- y mis guardias reales, más de una docena de ellos.
Se movían a mi alrededor con sus pieles del color de la noche más oscura, del color de la nieve más blanca, del color de los pálidos brotes recién nacidos y del color de las marrones hojas otoñales caídas en el suelo del bosque, un arco iris de hombres moviéndose desnudos por la cocina.
En la cocina real del apartamento apenas habríamos cabido tres de nosotros, pero en el sueño todo el mundo andaba por el estrecho espacio que había entre el fregadero, la cocina y los armarios como si tuviéramos todo el sitio del mundo.
Estábamos tomando galletas porque acabábamos de tener sexo y parecía que con todo ese esfuerzo nos había dado hambre. Los hombres andaban a mi alrededor con gracia y completamente desnudos. A varios de ellos nunca los había visto desnudos. Se movían con la piel del mismo color que el brillo del sol en verano, el blanco translúcido de los cristales, colores para los que no tenía nombre porque esos colores no existían fuera del mundo de las hadas. Debería de haber sido un buen sueño, pero no lo era. Sabía que algo no estaba bien, tenía ese sentimiento de ansiedad en el que uno se adentra cuando percibe que las visiones de felicidad son sólo simplemente un disfraz, una ilusión para encubrir la fealdad que está por venir.
Y el plato de galletas estaba ahí tan inocente, tan normal, pero aún así me molestaba. Intenté llamar la atención de los hombres, tocándolos, sujetándolos, pero cada uno de ellos sucesivamente cogía una galleta y le pegaba un mordisco como si yo no estuviese allí.
Galen con su pálida piel de un verde claro y ojos mucho más verdes mordió una galleta y un chorro de algo salió disparado de su interior. Algo espeso y oscuro. Un poco de ese líquido oscuro se escurrió por la comisura de su besable boca cayendo sobre la encimera blanca. Esa única gota salpicada se esparció, y era roja, muy roja y fresca. Las galletas estaban sangrando.
De un manotazo arranqué la galleta de la mano de Galen. Recogí la bandeja para evitar que los hombres siguieran comiendo. Estaba llena de sangre. Goteaba y rebosaba por los bordes, vertiéndose en mis manos. La dejé caer rompiéndose en pedazos, y los hombres se agacharon como si fuera lo más normal del mundo comer en el suelo y entre cristales rotos. Les empujé hacia atrás, gritando…
– ¡No!
Doyle alzó la vista mirándome con sus negros ojos y dijo:
– Pero si es lo único que hemos tenido para comer desde hace mucho tiempo.
El sueño cambió, como lo hacen los sueños. Yo estaba de pie en un campo abierto rodeado por un círculo de árboles distantes. Más allá de los árboles, las colinas se alzaban contra la palidez de una noche de invierno iluminada por la luna. La nieve se extendía como una manta lisa sobre la tierra. Yo estaba de pie, hundida en la nieve hasta los tobillos. Llevaba puesto un holgado vestido largo tan blanco como la nieve. Mis brazos estaban expuestos a la fría noche. Debería de estar congelándome, pero no era así. Era un sueño, simplemente un sueño.
Luego, noté algo en el centro del claro. Era un animal, un pequeño animal blanco, y pensé… Es por eso que no lo he visto, pues era blanco, más blanco que la nieve. Más blanco que mi vestido, que mi piel, tan blanco que parecía resplandecer.
El animal estiró el cuello, oliendo el aire. Era un cerdito, pero con un hocico más bien largo, y con las patas también más largas, no se parecía a ninguno de los cerdos que yo había visto antes. Aunque estaba en el centro del campo nevado, no había ninguna huella de pezuñas en la nieve intacta, ningún camino por el que el cerdito pudiera haber llegado hasta el centro del campo. Era como si el animal simplemente hubiera aparecido allí.
Eché un vistazo al círculo de árboles sólo durante un momento, y cuando miré de nuevo al cerdito, éste había crecido. Por lo menos había aumentado algo más de cuarenta kilos y me llegaba a la altura de las rodillas. No volví a apartar la mirada, pero el cerdo volvió a crecer. No podía ver cómo ocurría, era como intentar ver florecer una flor y no conseguirlo, pero aún así la flor crecía. Ahora ya me llegaba a la altura de mi cintura viéndose grande y robusto, y peludo. Nunca había visto a un cerdo con una piel tan peluda antes, como si llevara un grueso abrigo de invierno. Esa piel parecía realmente acariciable. Levantó esa cabeza extrañamente hocicuda hacia mí, y pude ver colmillos curvados en su boca, unos pequeños colmillos. Y en el momento en que los vi, resplandeciendo como el marfil bajo la luz de la luna, una punzada de ansiedad me atravesó.
Debería dejar este lugar, pensé. Me di la vuelta para marcharme a través del círculo de árboles. Un círculo de árboles que ahora me parecía demasiado uniforme, demasiado deliberado, para ser accidental.
Una mujer estaba de pie detrás de mí, tan cerca que cuando el viento sopló a través de los yermos árboles su capa se rozó con el dobladillo de mi vestido. Moví los labios para decir… ¿Quién? Pero nunca acabé la palabra. Ella alargó una mano arrugada y manchada por la edad, pero era una mano pequeña, esbelta, todavía encantadora, y todavía colmada de una fortaleza serena. No tenía la fuerza de una joven, pero sí mucha de esa fortaleza que sólo llega con la edad. Una fuerza nacida del conocimiento acumulado, de la sabiduría largamente meditada en las largas noches de invierno. Aquí había alguien que acumulaba el conocimiento de toda una vida, no… de muchas vidas.
La vieja bruja había sido denigrada como fea y débil. Pero esa apariencia de anciana no era el verdadero aspecto de la Diosa, y no fue lo que yo vi. Ella me sonrió, y esa sonrisa contenía toda la calidez que uno pudiera necesitar. Era una sonrisa que hablaba de mil charlas mantenidas frente al hogar, de cien docenas de preguntas hechas y respondidas. De vidas interminables repletas de sabiduría acumulada. No había nada que ella no supiera, si sólo yo pudiera pensar en las preguntas que deseaba hacerle.
Tomé su mano, y su piel era suave, suave como si fuera la de un bebé. Estaba arrugada, pero no siempre lo terso e inmaculado es lo mejor y existe una belleza en la edad, que la juventud no sabe reconocer.
Sujeté la mano de la anciana y me sentí segura, completa y plenamente segura, como si nada pudiera perturbar este sentimiento de paz silenciosa. Ella me sonrió, el resto de su rostro oculto tras la sombra de su capucha. Luego retiró su mano de la mía, y yo intenté sujetarla, pero ella negó con la cabeza y dijo, aunque sus labios no se movieron…
– Tienes trabajo que hacer.
– No lo entiendo -dije, y mi aliento humeó en la fría noche, aunque el de ella no lo hacía.
– Dales otro alimento para que puedan comer.
Fruncí el ceño.
– No lo entiendo.
– Date la vuelta -me dijo, y esta vez sus labios se movieron, pero aún así su aliento no alteró la noche. Era como si ella hablara pero no respirara, o como si su aliento estuviera tan frío como esta noche invernal. Trate de recordar si su mano había estado tibia o fría, pero no podía recordarlo. Todo lo que pude recordar fue la sensación de paz y ecuanimidad. -Date la vuelta -me dijo otra vez, y esta vez lo hice.
Un toro blanco estaba en el centro del claro -bueno, al menos eso es lo que me pareció a primera vista-. Su cruz estaba a la altura de mi cabeza. Debía de tener por lo menos dos metros y medio de largo. Sus hombros se extendían como una inmensa masa de músculos por detrás de su cabeza inclinada. Al levantar la cabeza, reveló un hocico enmarcado con largos y afilados colmillos. No era un toro, sino un enorme jabalí -ése que había comenzado siendo un lechoncito. Sus colmillos como cuchillas de marfil brillaron cuando me miró.