Выбрать главу

Usé una mano para apartar mi pelo de en medio, y así poder mirar hacia abajo por mi cuerpo y mirarlo. Mistral hizo un movimiento rápido con su lengua entre mis piernas. Aquel pequeño roce apresuró mi pulso y abrió mi boca en una “O” silenciosa.

– Sabes lo que quiero hacer -dijo. Habló con sus manos alrededor de mis muslos, sus dedos enterrándose sólo un poco, su rostro justo encima de mi ingle, tan cerca que su aliento me rozaba allí.

Asentí con la cabeza, porque no confiaba en mi voz. Por una parte, no quería que él me hiciera daño; por otra, realmente quería que él llegara a ese punto de realmente hacerme daño. Me gustaba ese borde. Me gustaba mucho.

Finalmente encontré mi voz, y casi no parecía la mía, tan entrecortada, tan impaciente.

– Ve despacio, y cuando diga suficiente, te paras.

Él me sonrió otra vez, con esa sonrisa que llenó sus nublados ojos de una luz feroz, y comprendí que no eran imaginaciones mías. El relámpago jugaba con las nubes grises de sus ojos. Se había ido, pero ahora estaba de vuelta, y los llenaba de una centelleante y blanca, muy blanca luz, de modo que sus ojos parecieron ciegos durante un segundo. El viento aminoró, y el aire se sintió pesado, espeso, y noté un toque de electricidad en el aire.

Él me estiró abriéndome, usando sus dedos, tan fuertes, tan gruesos. Me lamió a lo largo, de acá para allá hasta que me retorcí bajo su boca y sus manos. Sólo entonces presionó su boca sobre mí. Sólo entonces me dejó sentir el borde de sus dientes alrededor de la más íntima de las partes de mi cuerpo.

Me mordió despacio, tan despacio, con tanto cuidado.

Exhalé…

– Más fuerte.

Él obedeció.

Tomó tanto de mi carne allí como su boca podía contener, y me mordió. Me mordió con tanta fuerza que me hizo casi separar mi cuerpo completamente del suelo, y grité para él. Pero no grité para, o suficiente. Sólo grité, con toda la garganta, mi columna arqueada, mirándolo con los ojos bien abiertos y la boca igual. Me corrí para él, sólo con sentir sus dientes en mi carne más íntima. Me corrí para él, aunque ese placer hizo que cambiara mi grito a…

– Para, para, oh, Dios, ¡para! -Incluso sumergida en el más abrumador de los placeres yo podía sentir sus dientes a punto de llegar demasiado lejos. Cuando algo duele en medio del orgasmo es necesario parar. Ya que de otro modo suele doler cuando la sensación de bienestar comienza a desvanecerse.

Otra vez grité…

– Para -y él se detuvo.

Caí sobre el suelo, incapaz de enfocar la mirada, luchando por respirar, incapaz de moverme. Pero incluso mientras mi cuerpo estaba indefenso bajo la sensación de bienestar, comencé a sentir dolor. Dolía donde sus dientes me habían mordido, y yo sabía que luego me iba a doler más. Había dejado que mi deseo, y el de Mistral, nos llevara demasiado lejos sobre ese fino borde.

Su voz se oyó…

– No te hice sangrar, y no te mordí con tanta fuerza como lo hice en tu pecho.

Asentí con la cabeza, porque no podía hablar aún. El aire era tan denso debido a la tormenta próxima que hacía más difícil respirar, casi de la misma forma en que la reina podía hacer el aire demasiado espeso para respirarlo.

– ¿Estás herida? -preguntó.

Encontré mi voz.

– Un poco -el dolor se hacía más agudo. Sólo tenía un tiempo limitado antes de que realmente me empezara a doler. Quería que él terminara antes de que el placer realmente se convirtiera en dolor.

Mistral avanzó lentamente a gatas sobre mi cuerpo, de modo que realmente no me tocaba, pero podía ver mi cara.

– ¿Estás bien, Princesa?

Asentí con la cabeza.

– Ayúdame a girarme.

– ¿Por qué?

– Porque si terminamos esto contigo encima, va a doler demasiado.

– Fui demasiado rudo -dijo, y pareció muy triste. El relámpago apareció primero en un ojo luego en el otro, como si viajara de un lado de su cerebro al otro. La luz azul de un relámpago se reflejó bruscamente sobre su mejilla haciendo palidecer el resplandor en sus ojos.

Comenzó a separarse lentamente de mí como si fuera a detenerse. Le agarré del brazo.

– No te detengas, por la Diosa, no te detengas. Sólo ayúdame a dar la vuelta. Si me tomas desde atrás, no rozarás la parte de mí que magullaste.

– Si te he hecho daño, debemos detenernos.

Mis dedos se hundieron en su brazo.

– Si yo quisiera detenerme, te lo diría. Todos los demás han tenido también miedo de lastimarme, y aunque llegaras a ir demasiado lejos, realmente me gusta así. Mistral, me gusta mucho.

Él me dirigió una sonrisa casi tímida.

– Lo noté.

Le sonreí a mi vez.

– Entonces déjanos terminar lo que empezamos.

– Si estás segura -En el momento que lo dijo, y tal cómo lo dijo, supe que estaría segura a solas con él. Si él tenía voluntad para renunciar a las primeras relaciones sexuales que le habían ofrecido en siglos por miedo a lastimarme, entonces también tenía la disciplina necesaria para controlarse en privado. El Consorte nos proteja, pero tenía más disciplina de la que yo habría tenido. ¿Cuántos hombres habrían rechazado llegar al final, después de un principio así? No muchos, no muchos en absoluto.

– Estoy segura -le dije.

Él sonrió otra vez, y algo se movió encima de nosotros. Algo gris se movía cerca del alto techo abovedado. Nubes. Había un diminuto cúmulo de nubes cerca del techo. Examiné la cara de Mistral y le dije…

– Fóllame, Mistral.

– ¿Es una orden, mi princesa? -Él sonrió cuando lo dijo, pero había un rastro de algo que no era felicidad en su voz.

– Sólo si quieres que lo sea.

Él me miró, y luego dijo…

– Preferiría ser yo quién da las órdenes.

– Entonces hazlo -le contesté.

– Date la vuelta -dijo. Su voz no tenía la tranquila firmeza que había tenido antes, como si no estuviera seguro de que yo le obedeciera.

Yo me había recuperado bastante como para girarme, aunque fuera lenta. Él se movió hacia atrás hasta que quedó arrodillado a mis pies.

– Te quiero sobre tus manos y rodillas.

Hice lo que él pidió, u ordenó. Me hizo quedar mirando a Abeloec, que todavía se arrodillaba, inmóvil, a la cabecera de nuestra manta. Esperaba ver lujuria en su expresión, o algo que me dijera que disfrutaba del espectáculo, pero no era eso lo que había en su rostro. Su sonrisa era suave, pacífica. No cuadraba con lo que hacíamos, al menos no para mí.

Las manos de Mistral acariciaron mi trasero, y lo sentí rozar contra mi sexo. Por delante estaba dolorida, pero el resto de mí estaba impaciente.

– Estás húmeda -dijo Mistral.

– Lo sé -dije.

– Realmente disfrutaste de ello.

– Sí.

– Realmente te gusta que sea rudo.

– A veces -le dije. La punta de su pene se frotó sobre mi sexo, muy cerca, pero sin penetrarme.

– ¿Ahora? -preguntó él.

Bajé el torso, de modo que mi trasero se levantara hacia él, empujando contra la sensación. Sólo su leve movimiento hacia atrás me impidió tomarlo en mi cuerpo. Hice un pequeño sonido de protesta. El viento contenía olor a lluvia, la acumulación de truenos silenciosos. La tormenta venía, y lo quería dentro de mí cuando llegara.

Él se rió, ese maravilloso sonido masculino.

– ¿Tomo eso como un sí?

– Sí -dije. Presioné mi mejilla contra las frágiles hojas, mi rostro y mis manos tocando la tierra seca. Tuve que cerrar los ojos contra la presión de las hojas muertas y plantas. Levanté mi trasero hacia él, y pedí, sin palabras, que me tomara. No me di cuenta de que lo decía en voz alta, pero debí hacerlo. Porque entonces oí mi propia voz canturreando…

– Por favor, por favor, por favor -repetidas veces en un suave aliento, mis labios más cerca de la tierra muerta que del hombre al que se lo pedía.

Él empujó sólo la punta de su sexo dentro de mí, y el viento cambió instantáneamente. Se sentía casi caliente. Todavía podía oler la lluvia, pero había también un olor metálico. El olor del ozono, del relámpago. El aire estaba caliente y espeso, y supe en ese momento que no se trababa de que quisiera a Mistral dentro de mí cuando la tormenta se desatara, sino que la tormenta no llegaría hasta que él estuviera dentro de mí. Él era la tormenta, tal como Abeloec había sido la copa. Mistral era la pesada presión del aire, y la agitada promesa de relámpago.