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Me elevé y empujé mi cuerpo hacia él, pero él me detuvo con sus manos en mis caderas.

– No -dijo-, no, yo diré cuándo.

Volví a apretar la parte superior de mi cuerpo contra el seco suelo.

– Mistral, por favor, ¿no lo sientes? ¿No lo sientes? -le dije.

– La tormenta -contestó, y su voz parecía más baja que antes, casi un gruñido, como si su voz contuviera un eco de truenos.

Me elevé, pero no para tratar de controlarlo. Quería verlo. Quería ver si había otros cambios además del gruñido de truenos de su voz. Él todavía brillaba con el poder, pero era como si las oscuras nubes grises se hubieran movido sobre ese brillo, de modo que yo sólo pudiera ver el brillo de su poder a través del velo de nubes.

Él me miró, y sus ojos destellaron brillantes, tan brillantes que durante un momento su rostro se vio oscurecido por aquella luz blanca, tan blanca. El brillo se apagó, dejando sombras de imágenes en mi visión. Pero sin el relámpago, sus ojos no eran del gris de las nubes de lluvia; eran negros. Esa oscuridad que atraviesa el cielo a mediodía, y nos envía a todos corriendo a cubrirnos, porque sólo mirando el cielo, se sabe que algo peligroso está a punto de llegar. Algo que te ahogará, quemará, conmoverá con el poder que está a punto de caer del cielo.

Temblé, mirando fijamente abajo por mi cuerpo hacia él, me estremecí, preguntándome… ¿Era yo demasiado mortal para sobrevivir a esto? ¿Podía su poder quemar mi carne o dañarme de alguna forma que yo no quisiera?

Era como si Abeloec oyera mi pensamiento. Habló, con una voz tan baja y suave que me hizo mirarlo. Todavía estaba arrodillado delante de nosotros, pero era como si su piel pálida desapareciera en la creciente oscuridad, como si él se desvaneciera del círculo de poder. Su pelo estaba veteado con líneas azules, rojas, y verdes, y esas líneas traspasaron el círculo que nos contenía, yendo hacia la oscuridad y los hombres más allá del círculo. Sus ojos contenían chispas de todos esos colores, y daba la sensación de que su poder crecía. Él comenzó a ser ése poder, y no ya Abeloec. Casi podría decir que si no era cuidadoso podría llegar a convertirse en esas líneas de poder que se proyectaban fuera del círculo hacia la oscuridad.

– La tierra y el cielo llevan a cabo una danza muy antigua, Meredith -dijo-. No le tengas miedo al poder. Te ha esperado demasiado tiempo como para permitir que ahora resultes herida.

Encontré mi voz en un susurro ronco.

– Míralo.

– Sí -dijo Abeloec-, él es la tormenta vuelta a la vida.

– Yo soy mortal.

Me pareció que él sonreía, pero no podía estar segura. No podía ver su rostro claramente, aunque sabía que estaba a sólo unos metros delante de mí.

– En este tiempo y lugar, tú eres la Diosa, la tierra que sale a encontrar la caricia del cielo. ¿Suena eso a alguien que es simplemente mortal?

Mistral decidió ese momento recordarme que estaba allí. Se inclinó sobre mi cuerpo, y me mordió la espalda, mientras su cuerpo empujaba dentro de mí. La combinación de los dos movimientos me hizo empujar más fuerte contra él. Me mordió más fuerte, y me retorcí contra él, atrapada entre su cuerpo y su boca.

Su boca se apartó, y me rodeó con sus brazos. Su peso yacía a mi espalda como una cálida y sólida envoltura. Estaba soportando la mayor parte de su peso porque sus manos jugaban ligeramente con mis pechos y estómago. Estaba dentro de mí, pero tal como hizo la primera vez, una vez dentro, había dejado de moverse.

– Ha pasado demasiado tiempo. No duraré si te mueves así -dijo, con su rostro al lado del mío.

Giré la cabeza, y él estaba tan cerca que la luz que destellaba en sus ojos me cegó durante un segundo. Cerré los ojos y vi explosiones blancas y negras estallando tras mis párpados.

– No puedo dejar de moverme -dije, con los ojos aún cerrados.

Mistral suspiró, y más que continuar empujándose más hondo en mi interior, se retorció dentro de mí, lo que provocó que yo a mi vez me arqueara, dejando él escapar un sonido que era a la vez mitad placer, mitad protesta.

Los truenos resonaron a través de la caverna, haciendo eco contra las paredes de roca desnudas, como un gigantesco redoble de tambor que pareció vibrar a través de mi piel.

– Calla, Meredith, tranquila. Si te mueves, no duraré.

– ¿Cómo puedo dejar de moverme contigo dentro de mí?

Él me abrazó entonces, diciendo…

– Hace tanto tiempo que alguien reaccionó a mi cuerpo -Se separó de mi espalda, de modo que quedó otra vez arrodillado, todavía con su cuerpo envainado dentro del mío. Empujó sus caderas contra mi cuerpo y me di cuenta de que cuando estuvo inclinado sobre mi cuerpo no había estado completamente hundido en mi interior, porque ahora la punta de su pene topó con mi matriz, y advertí que él podría ser demasiado grande para esta posición. Y entrando desde atrás, si el hombre era demasiado grande, podría llegar a hacer daño. No me dolía aún, pero intuía la certeza de ello, cuando él empujó suavemente contra lo más profundo de mi cuerpo. Pensar en lo que podía hacerme era excitante, y a la vez un poco aterrador. Yo quería sentirlo golpeando en mi interior y al mismo tiempo no. El pensamiento era emocionante, pero era uno de esos intentos que funcionan mejor en la fantasía que en la vida real.

Él empujó su verga dentro de mí, suavemente al principio, luego con más fuerza, como si tratase de encontrar un camino más profundo. Empujó lento y firme, y fuerte, hasta que yo dejé escapar un sonido de protesta.

Los truenos retumbaron otra vez, y el viento se convirtió en un vendaval. Podía oler la lluvia y el ozono, como si el relámpago hubiese golpeado en algún sitio cerca, aunque el único relámpago había estado en los ojos de Mistral.

– ¿Cuánto te gusta el dolor? -preguntó él, y en su voz se oían los truenos, del mismo modo que en la de Doyle podías escuchar el gruñido de un perro.

Creí que sabía lo que estaba preguntándome y vacilé. ¿Cuánto me gustaba el dolor? Decidí que ser honesta era lo más seguro. Miré hacia atrás por encima de mi espalda hasta que pude mirarlo, y fueran cuáles fueran las palabras que estuve a punto de pronunciar, murieron en mi garganta. Él era algo elemental. Su cuerpo todavía mantenía un contorno, una solidez, pero dentro de esa línea sólida de piel se veían nubes grises, blancas y negras, echando chispas y retorciéndose. El relámpago destellaba en sus ojos otra vez, y esta vez se proyectaba hacia abajo por su cuerpo, una línea dentada de resplandor que llenaba el mundo con el olor metálico del ozono. Pero no afectaba a mi cuerpo como lo habría hecho un verdadero relámpago. En vez de eso, sólo era un brillante baile de luz.

Sus ojos brillaban en su cara, iluminada por fogonazo tras fogonazo de una brillante luz blanca. Hacia el tercer destello, el relámpago golpeó su cuerpo y decoró su piel. Su pelo se había liberado de la cola de caballo, y sus mechones grises bailaban al son de su poder, como una suave manta gris colgada en una cuerda de tender mientras la tormenta tronaba cada vez más cerca.

Aunque yo había hecho el amor muchas veces con guerreros sidhe, y criaturas del mundo de las hadas, la visión de él detrás de mí todavía me quitaba el aliento. Yo había visto muchas maravillas, pero nada como Mistral.

– ¿Cuánto te gusta el dolor? -volvió a preguntar él. Pero mientras hablaba, el relámpago destelló y el resplandor llenó su boca y salió con sus palabras.