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Miré hacia atrás, pero sabía que la anciana se había ido. Estaba sola bajo la noche invernal. Bien, no tan sola como hubiera querido estar. Volví la mirada hacia atrás y me encontré al monstruoso jabalí todavía ahí de pie, todavía clavando los ojos en mí. Ahora la nieve estaba fría bajo mis pies desnudos. Se me pusieron los brazos de piel de gallina, y la verdad no estaba segura de si temblaba de frío, o de miedo.

Ahora reconocí el espeso pelo blanco del jabalí. Todavía parecía suave. Pero su cola estaba completamente pegada a su cuerpo y su largo hocico se levantaba hacia el cielo. Su aliento llenó de vaho el aire mientras respiraba por la nariz. Mala cosa. Quería decir que era real, o al menos lo suficientemente real como para poder hacerme daño de todas formas.

Me quedé de pie todo lo quieta que podía estar. No creo que me moviera en absoluto, pero de repente cargó contra mí. La nieve salía despedida bajo sus pezuñas mientras venía a por mí.

Era como ver una gran locomotora descarrilando a toda velocidad. Demasiado grande para ser verdadero, y también demasiado enorme para ser posible. Yo no llevaba ningún arma. Así que me di la vuelta y corrí.

Oía al jabalí detrás de mí. Sus pezuñas cortaban el suelo congelado. Dejó escapar un sonido que más bien fue casi un grito. Miré hacia atrás. Nada me podía ayudar. El vestido largo se me enredó en los pies, y caí. Rodé por la nieve, luchando por ponerme de pie, pero el vestido se enredó aún más alrededor de mis piernas. No podía liberarme. No podía ponerme de pie. No podía correr.

El jabalí estaba casi encima de mí. Su aliento humeó creando nubes de vapor. La nieve salía despedida alrededor de sus patas, junto a trocitos de negra tierra congelada que resaltaban sobre todo ese blanco. Me vi inmersa en uno de esos momentos interminables donde pareces tener todo el tiempo del mundo para ver cómo la muerte se te viene encima. El jabalí blanco, la nieve blanca, los colmillos blancos, todo resplandecía bajo la luz de la luna excepto los fragmentos de negra tierra fértil que estropeaban toda esa blancura con cicatrices oscuras. El jabalí soltó otra vez un chillido horrible.

Su espeso pelaje invernal parecía tan suave. Parecería suave mientras me embestía hasta morir y me pisoteaba en la nieve.

Extendí una mano hacia atrás, tratando de tocar la rama de un árbol, o de cualquier cosa que pudiera ayudarme a levantarme de la nieve. Algo rozó mi mano, y lo agarré. Las espinas me cortaron la mano. Las zarzas de espino cubrían las vides que llenaban el espacio entre los árboles. Usé las zarzas para ayudarme a ponerme de pie. Las espinas mordieron mis manos, mis brazos, pero era todo lo que tenía para agarrarme. El jabalí estaba más cerca, podía percibir su olor fuerte y acre en el aire helado. Al menos no moriría yaciendo en la nieve.

Las espinas me hirieron, salpicando mi vestido blanco de sangre, la nieve se cubrió de gotas carmesí. Las vides se movieron bajo mis manos como si fueran algo más vivo que una planta. Sentí el caliente aliento del jabalí a mi espalda, y las espinosas vides se abrieron como si fueran una puerta. El mundo pareció girar, y cuándo pude ver otra vez, pude darme cuenta de dónde estaba: en lugar seguro de nuevo, al otro lado de las zarzas espinosas. El jabalí blanco arremetió fuerte y rápido contra ellas, como si pretendiera atravesarlas. Durante un momento pensé que lo iba a conseguir pero las espinas lo frenaron. Dejó de embestir y comenzó a arrancar los zarcillos con su gran hocico y colmillos. Arrancándolos y pisoteándolos, pero su blanco pelaje comenzó a verse adornado por multitud de diminutos arañazos sangrientos. Iba a acabar abriéndose paso pero las espinas le hacían sangrar.

Nunca había poseído ninguna magia en un sueño o visión, que no hubiera tenido cuando estaba despierta. Pero esa magia la tenía ahora. Esgrimí mi mano de sangre. Dirigí mi mano sangrante hacia el jabalí y pensé, Sangra. Hice que todos esos pequeños rasguños vertieran sangre. Aun así la bestia siguió peleando contra las espinas. Más zarcillos cayeron desgarrados al suelo. Pensé, Más. Mi mano se cerró en un puño, y cuándo la abrí de par en par, sus heridas se abrieron todavía más. Centenares de bocas rojas abiertas por todo el blanco pelaje. La sangre se derramó por sus flancos, y ahora su chillido no fue un grito de cólera, o de desafío. Fue un chillido de dolor.

Los zarcillos se tensaron a su alrededor todos a la vez. Las patas del jabalí cedieron, y los zarcillos lo inmovilizaron sobre el suelo congelado. Ya no era un jabalí blanco, era rojo. Rojo de sangre.

Había un cuchillo en mi mano. Era una brillante hoja blanca tan resplandeciente como una estrella. Y supe lo que tenía que hacer. Atravesé la nieve salpicada de sangre. El jabalí me puso los ojos en blanco, pero sabía que si pudiese, aún ahora me mataría.

Le clavé el cuchillo en la garganta, y cuando lo retiré la sangre fluyó a chorros sobre la nieve, sobre mi vestido, sobre mi piel. La sangre estaba caliente. Una fuente carmesí de calor y vida.

La sangre derritió la nieve que ahora se convirtió en una tierra negra y fértil. Y de esa tierra nació un diminuto cerdito que no era blanco esta vez, era como leonado y rayado en tonos dorados. Su coloración recordaba a la de un cervatillo. El cerdito gritó, pero sabía que no hallaría otra respuesta.

Lo recogí, y se hizo un ovillo en mis brazos como un cachorro. Estaba muy caliente, muy vivo. Me envolví con la capa que llevaba puesta abrigándonos a ambos. Mi vestido ahora era negro, no negro por estar empapado de sangre, sino simplemente negro. El cerdito se acomodó en el suave y cálido tejido. Yo llevaba puestas unas botas recubiertas de piel, suaves y calientes. Todavía sostenía el cuchillo en la mano, pero estaba limpio, como si la sangre se hubiera evaporado.

Olí a rosas. Me volví y me encontré con que el cuerpo del jabalí había desaparecido. Los zarcillos espinosos estaban cubiertos de flores y hojas verdes. Las flores eran blancas y rosadas, desde un pálido sonrojo hasta el salmón oscuro. Algunas de las rosas eran de un rosa tan profundo que parecían casi purpúreas.

El dulce y maravilloso olor de las rosas salvajes llenaba el aire. Los árboles yermos que había en el claro ya no estaban muertos, pues pude ver que empezaban a retoñar y a salirles las hojas. El deshielo provocado por la muerte del jabalí y su sangre habían cambiado todo eso.

El pequeño cerdito se hizo más pesado. Miré hacia abajo y me di cuenta de que había doblado su tamaño. Lo dejé sobre la nieve que se derretía, y tal como había ocurrido con el jabalí, empezó a crecer. Como la vez anterior, no pude observar el cambio, igual que una flor que florece de forma imperceptible, siguió cambiando de igual forma.

Comencé a caminar por la nieve, y el cerdo rápidamente me siguió como si fuera un perrito obediente. Por donde pasábamos la nieve se derretía, y la vida regresaba a la tierra. El cerdo perdió sus listas de lechón, se volvió negro y su alzada ahora me llegaba a la cintura, y continuaba creciendo. Toqué su lomo, y el pelaje no era suave, pero sí espeso. Acaricié su costado, y se acercó más a mí. Caminamos por la tierra, y por donde pasábamos el mundo se tornaba verde otra vez.

Alcanzamos la cima de la pequeña colina donde una losa gris y fría yacía bajo la luz naciente. El amanecer había llegado, apuntando como una herida carmesí por el cielo del Este. El sol renace con sangre, y se pone con sangre.

El jabalí ahora tenía colmillos, pequeños y curvados, pero yo no tenía miedo. Acarició mi mano con la nariz, y su hocico era más suave, y más hábil -de hecho era más parecido a un gran dedo- que cualquier otro hocico que hubiera tocado antes. Emitió un sonido simpático que me hizo sonreír. Luego cambió de dirección y bajó trotando por el otro lado de la colina, con su cola agitándose como una bandera. Allí donde sus pezuñas tocaban la tierra, ésta se teñía de verde.