Agité las manos en su dirección, como si intentara sacudir lejos la neblina de confusión que había entre nosotros.
– No lo entiendo.
– Hawthorne fue absorbido por el tronco de ese árbol de ahí -dijo Rhys, señalando un gran árbol grisáceo. -No luchó contra él. Se fue sonriendo. Casi apostaría que si pudiéramos identificarlo, sería un árbol de espino.
– Pero Galen y Nicca no se fueron sonriendo -dijo Frost.
– Ellos nunca han sido adorados como dioses -dijo Doyle. -Por lo que no saben que hay que relajarse ante ese poder. Si luchas contra él, se defenderá. Si le dejas tomarte, entonces será más suave.
– Sé que en tiempos remotos, algunos sidhe podían viajar a través de la tierra, los árboles y el aire. Pero perdonad, chicos, eso fue miles de años antes de que yo naciera. Miles de años antes de que Galen naciera. Nicca es mayor, pero siempre ha sido demasiado débil para ser una deidad.
– Eso puede haber cambiado -dijo Abe.
– Igual que el poder de Abe que regresó -dijo Doyle.
Abe asintió.
– Una vez, hace ya tanto tiempo que no quiero ni acordarme, no sólo creé reinas. Creé diosas.
– ¿Qué dices? -Pregunté.
Él puso el cáliz frente a él.
– También los griegos creían en ello, Princesa. Que la bebida de los dioses podía hacerte inmortal; podía convertirte en un Dios.
– Pero ellos no la bebieron.
– La bebida es… -él pareció buscar una palabra más apropiada-… sólo una metáfora, a veces. Era mi poder, y el de Medb, eso les dio a los dioses y a las diosas de nuestro panteón sus marcas de poder. Esos dibujos, Princesa, que pintaban en su piel.
Rhys miró abajo, a su brazo, donde antes había habido el borroso contorno de un pez. Ahora había dos, uno que nadaba hacia abajo, y el otro nadando hacia arriba. Formaban un círculo, como una versión en peces del yin y el yang. Las líneas azules no eran tan débiles ahora, eran brillantes, de un azul claro, más intenso que un cielo de verano. Los rizos de Rhys estaban apelmazados por la lluvia, y cuando su cara se giró hacia nosotros parecía asustado y desencajado.
– Tú ahora llevas ambas señales -dijo Doyle.
Con su pelo peinado en una apretada trenza, él se veía como siempre. Permanecía de pie en medio de todo ese desorden como la roca oscura a la que yo siempre podía agarrarme.
Rhys alzó la vista hacia él.
– No puede ser tan fácil.
– Inténtalo -dijo él.
– ¿Intentar el qué? -Pregunté.
Los hombres se miraban los unos a los otros reflejando comprensión en la mirada. Pero yo no lo entendí.
– Rhys era un dios de la muerte -dijo Frost.
– Lo sé; él era Cromm Cruach.
– ¿No recuerdas la historia que te contó? -me preguntó Doyle.
En aquel momento no la podía recordar. Todo en lo que podía pensar era en que Galen y Nicca podrían estar muertos, o heridos, y que de alguna forma era culpa mía.
– Antes yo podía traer algo más que la muerte, Merry -dijo Rhys, todavía mirando fijamente su nueva marca en su brazo.
Finalmente, mi mente comenzó a funcionar.
– Según cuenta la leyenda, las deidades celtas de la muerte también eran deidades sanadoras… -dije.
– Según la leyenda -dijo Rhys, mirando fijamente hacia a Aisling.
– Inténtalo -le dijo Doyle a Rhys, otra vez.
Miré a Rhys.
– ¿Estás diciendo que puedes hacerlo regresar de la muerte?
– Cuando yo tenía estos símbolos en mi brazo, podía.
Él me miró, y había tanto dolor en su rostro. Ahora recordaba lo que me había contado. En un tiempo lejano, sus fieles le adoraban haciéndose daño o cortándose, ofreciéndole su sangre o su dolor, porque él era capaz de curarlos. Pero luego, una vez que Rhys perdió su facultad para curarlos, sus seguidores pensaron que le habían disgustado. Pensaron que lo que él deseaba era la muerte de otros, y empezaron a ofrecerle sacrificios. Él tuvo que matarlos a todos para detener esas atrocidades. Matar a parte de su propia gente para salvar al resto.
Él nunca había perdido la capacidad de matar a pequeñas criaturas con su contacto. En Los Ángeles, había recuperado la capacidad de matar a otros duendes con un toque o una palabra. Había matado a un trasgo de ese modo, al menos.
Rhys miró fijamente la forma de Aisling.
– Lo intentaré.
Entregó sus armas a Doyle y a Frost y luego tocó al árbol. Pareció esperar un momento a ver lo que hacía el árbol. Por primera vez comprendí que se estaba preguntando si el árbol también le mataría a él, cosa que no se me había ocurrido antes.
– ¿Es seguro para Rhys hacer esto? -Pregunté.
Rhys miró hacia atrás en mi dirección. Sonriendo abiertamente.
– Vaya, si fuera más alto, no tendría que trepar.
– Lo digo en serio, Rhys. No voy a cambiarte por Aisling. Y la verdad tampoco quiero que haya dos de vosotros colgados allí arriba.
– Si realmente pensara que me amabas, no podría arriesgarme.
– Rhys…
– Está bien, Merry, sé cuál es mi posición.
Entonces se giró hacia el árbol y comenzó a subir.
Doyle tocó mi hombro.
– No nos puedes amar a todos por igual. No hay que avergonzarse por eso.
Asentí con la cabeza, creyéndole, pero aún así todo esto hacía que me doliera el corazón.
Rhys parecía un fantasma blanco contra la oscuridad del árbol. Estaba justamente debajo de donde colgaba Aisling. Estaba a punto de alargar la mano hacia él, cuando la magia avanzó lentamente a través de mi piel, bloqueando el aliento en mi garganta.
Doyle lo sintió, también, ya que gritó…
– ¡Espera! ¡No le toques!.
Rhys comenzó a bajar del árbol, deslizándose por la corteza alisada por la lluvia.
– ¡Rhys! ¡Date prisa! -le grité.
El aire alrededor del cuerpo de Aisling brilló como una neblina de calor, luego estalló. No en una lluvia de carne, sangre y hueso, sino en una nube de aves. Aves diminutas, muy pequeñas, más delicadas que los gorriones. Docenas de pájaros cantores volaron sobre nuestras cabezas. Caímos al suelo, protegiéndonos las cabezas. Frost colocó su cuerpo sobre el mío, resguardándome del revoloteo, de la muchedumbre que gorjeaba. Las aves parecían encantadoras, pero podía ser un engaño.
Cuando Frost se levantó lo suficiente para que yo pudiera ver claramente otra vez, las aves habían desaparecido entre la penumbra de los árboles. Me estiré hacia arriba, tratando de ver.
– ¿La pared de la caverna está más lejos que antes? -Pregunté.
– Sí -me dijo Doyle.
– Ahora el bosque se extiende a lo largo de kilómetros… -dijo Mistral, y en su voz se oía temor.
– Ellos lo llamaban los jardines muertos, no el bosque muerto -le dije.
– Era las dos cosas a la vez -contestó Doyle, suavemente.
Rhys lo explicó…
– Era un mundo en otro tiempo, Merry, un mundo subterráneo al completo. Había bosques y arroyos, y lagos, y toda clase de maravillas para contemplar. Pero fue desapareciendo gradualmente, cuando nuestro poder fue también desapareciendo lentamente. Hasta que, al final, era sólo lo que viste cuando entramos, un árido terreno donde una vez creció un jardín de flores rodeado por una franja de árboles muertos. -Él señaló hacia los árboles que se extendían. -La última vez que vi algo parecido a esto dentro de cualquier sithen fue hace siglos.
Abe me abrazó por detrás. Me asusté, poniéndome tensa, por lo que él empezó a separar su brazo de mí, pero se lo acaricié y le dije…
– Me asustaste, eso es todo.
Él vaciló, luego me abrazó para tenerme más cerca.
– Has creado todo esto, Princesa.
Me di la vuelta lo suficiente para ver su cara. Sonreía.
– Pues creo que tú también me ayudaste -le dije.
– Y Mistral -añadió Doyle.
Su profunda voz sonó neutra o casi, casi como si esas palabras le hicieran daño al pronunciarlas. Él estaba casi convencido de que el anillo de la reina, que ahora lucía en mi mano, había elegido a Mistral como mi rey. Sólo más tarde fui capaz de convencerle de que no había sido tanto Mistral, como el hecho de que había sido la primera vez que había tenido sexo dentro de la Corte llevando el anillo, lo que había hecho que éste reaccionara. Doyle lo había aceptado, pero ahora parecía que dudaba otra vez.