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La cabeza de Sholto se inclinó, escondiendo su cara bajo una cortina de pelo blanco. Estaba lo bastante cerca como para oír que estaba llorando, aunque tan quedamente que dudé de que cualquier otro le oyera. Fingí no advertirlo, como muestra de respeto hacia el rey.

Segna tendió una mano hacia él, hablando con una voz ronca y borboteando con su propia sangre…

– Mi señor, piedad.

Sholto alzó el rostro, pero mantuvo su pelo como escudo entre ambos, de forma que sólo yo, arrodillada a su lado, podía ver los vestigios de lágrimas en su cara. Su voz llegó clara e impasible; uno nunca podría haber adivinado el dolor en sus ojos oyendo sólo esa voz.

– ¿Pides la curación, o la muerte, Segna?

– La curación -logró decir ella.

Él sacudió la cabeza.

– Sacadla de los huesos. -Él miró a Fyfe-. Ve a ayudarles.

Fyfe vaciló por un momento y entonces se deslizó, con cuidado, hacia abajo por la cuesta para unirse a su hermano en la inmóvil y espesa agua. Entre los tres lograron liberar a Segna de la mayor parte de los huesos. Uno de ellos parecía estar trabado con las propias costillas de Segna, y Agnes lo quebró para que ellos pudieran tomarla en sus brazos. Segna se retorcía de dolor y tosía sangre.

Agnes levantó una cara manchada de lágrimas.

– No somos la gente que una vez fuimos, Rey Sholto. Ella se muere.

Segna tendió una temblorosa mano hacia él.

– Piedad.

– No podemos salvarte, Segna. Lo siento -dijo Sholto, ya que ahora parecía estar claro que esto era así.

– Piedad -dijo ella otra vez.

Agnes dijo…

– Hay más de una clase de piedad, Sholto. ¿La abandonarías a una muerte lenta? -Su voz logró sonar a la vez, tanto estrangulada por las lágrimas como ardiente por el odio. Tales palabras debían quemar al salir.

Sholto movió la cabeza.

– Esta muerte es tuya, Sholto -dijo la voz aguda de Ivar.

– Vuestra muerte, rey y princesa, -dijo Agnes, mirándome con tal veneno que luché para no estremecerme. Si una mirada pudiera matar, yo habría muerto por esa mirada en sus ojos. Ella escupió en el agua.

– Ella no la golpeó, fui yo -dijo Sholto mientras se levantaba. Él tropezó realmente, y yo lo sujeté ayudándole a ponerse en pie. Sholto no se apartó, lo que me permitió saber que estaba mal herido. Podía ver la herida sangrienta que Segna le había hecho, pero no creí que fuera esa herida la que hizo que él tropezara. Ni era la amputación la que lo debilitaba ahora. Hay heridas que nunca se ven en el cuerpo y que son más profundas y más dolorosas que aquéllas que sangran.

– Mis disculpas, Sholto, pero la arpía tiene razón -dijo renuentemente la aguda voz de Ivar-, Segna os hirió a los dos. Si la princesa no fuera un guerrero, entonces quedaría libre de esto, pero ella es un sidhe de la Corte Oscura, y todos los que reclaman serlo son guerreros.

– La princesa ha matado más de una vez en el desafío -dijo Fyfe.

– Si ella no ayuda a darle fin a Segna, entonces nunca será reconocida como reina de los sluagh -dijo Agnes, acariciando la cara de Segna en un gesto sorprendentemente gentil teniendo en cuenta sus garras afiladas como dagas.

Oí el suspiro de Doyle. Él se acercó lo suficiente para poder susurrarme…

– Si no ayudas a llevar a cabo esta matanza, Agnes esparcirá el rumor de que no eres un guerrero.

– ¿Y esto qué significaría? -Susurré en respuesta.

– Podría significar que cuando te sientes en el trono de la Corte Oscura, los sluagh no acudirán a tu llamada, ya que ellos son un pueblo guerrero. No serán dirigidos por alguien que no se ha manchado de sangre en la batalla.

– Yo me he manchado -dije. El entumecimiento desaparecía, y ahora el dolor era agudo y desgarrador. La herida sangraba libremente. Lo que necesitaba era obtener atención médica, no chapotear en agua fangosa-. Necesitaré una dosis de antibióticos después de esto.

– ¿Qué? -preguntaron a la vez Doyle y Sholto.

– Soy mortal. A diferencia del resto vosotros, a mí se me puede infectar la herida, es como un envenenamiento de la sangre. Así que después de que nos arrastremos por esa agua, necesitaré antibióticos.

– ¿Realmente puedes coger todo eso? -preguntó Sholto.

– He tenido la gripe, y mi padre se aseguró de que tenía todas mis vacunas al día, no estaba seguro de cuánto podría resistir o de qué me podría curar.

Sholto me miró fijamente, estudiando mi cara.

– Eres frágil.

Asentí.

– Sí, lo soy, según los estándares de las hadas. -Alcé la mirada hacia Doyle. -Sabes, a veces no estoy segura de querer gobernar aquí.

– ¿Realmente quieres decir eso?

– Si hubiera una alternativa mejor que mi primo, sí, eso quiero decir. Estoy cansada, Doyle, cansada. Tanto que quise regresar al sithen, y ahora comienzo a echar de menos Los Ángeles de la misma forma. Para poner alguna distancia entre toda esta matanza y yo.

– Te lo dije una vez, Meredith, si pudiera soportar darle la corte a Cel, yo me marcharía contigo.

– Oscuridad -dijo Mistral-, no puedes querer decir eso.

– Tú no has estado en el exterior del sithen excepto durante pequeños viajes. No has visto que existen maravillas fuera de nuestras colinas. -Él tocó mi cara-. Hay algunas maravillas que no se desvanecerán cuando salgamos de aquí.

Doyle me había dicho que renunciaría todo y me seguiría al exilio. Frost y él, los dos. En un primer momento, cuando pensaron que el anillo de la reina, una reliquia del poder, había escogido a Mistral como mi rey, Doyle se había desmoronado y dijo que no iba a poder soportar verme con otro. Luego, se rehizo y recordó su deber, como yo había recordado el mío. Los aspirantes a reyes y reinas no se escapaban y se escondían, y cedían sus países a tiranos locos como mi primo Cel. Él estaba más loco que su madre, Andais.

Alcé la vista para mirar fijamente al rostro de Doyle, y le quise. Quería escaparme con él. Frost llegó hasta nosotros. Miré a mis dos hombres. Quise envolverlos a mi alrededor como una manta. No quería bajar a ese agujero apestoso y caminar sobre huesos afilados como navajas y agua sucia para matar a alguien a quien ni siquiera había pensado hacer daño.

– No quiero esta muerte.

– Debes elegir -dijo Doyle suavemente.

Rhys se unió a nosotros.

– Si estamos hablando de nuestra fuga definitiva a Los Ángeles, ¿puedo venir también?

Me reí de él, acariciando su rostro.

– Sí, tú vienes también.

– Bien, porque una vez Cel esté en el trono, la Corte de la Oscuridad no será segura para nadie.

Cerré los ojos, descansando la frente durante un minuto contra el pecho desnudo de Doyle. Presioné la mejilla contra él, fuerte, de forma que pudiera escuchar el lento y estable latir de su corazón.

Abeloec, que había estado callado, habló junto a mi rostro:

– Tú has bebido profundamente de la copa, de ambas copas, Meredith. Dondequiera que vayas los sidhe te seguirán.

Yo lo miré, tratando de percibir todos los dobles significados en lo que había dicho.

– Yo no quiero esta matanza.

– Debes elegir -dijo Abeloec.

Seguí aferrada a Doyle por un momento más, luego me aparté. Me obligué a estar de pie, erguida, los hombros hacia atrás, aunque el hombro que Segna me había herido me dolía y escocía. Si mi cuerpo no se curaba por sí mismo, iba a necesitar puntos. Si alguna vez pudiéramos volver a la Corte Oscura, había sanadores que me podrían curar. Pero era como si algo, o alguien, no me quisiera de regreso allí. No pensaba que fueran nuestros respectivos enemigos políticos, sino que comenzaba a sentir la mano de la deidad empujar firmemente en mi espalda.

Había querido que la Diosa y el Consorte se movieran entre nosotros otra vez, todos nosotros habíamos querido eso. Pero comenzaba a darme cuenta de que cuando los dioses se mueven, o tú te quitas de en medio o eres barrido fuera del camino. No estaba segura de que quitarme de en medio fuera una opción para mí.