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– Vi cómo te ahogabas -dije.

Él parecía tener problemas para concentrarse en mí, pero dijo…

– Soy sidhe y sluagh. No podemos morir ahogados. -Tosió con tanta fuerza que se dobló, lanzando agua sobre la roca mientras se agarraba al astil blanco de la lanza. -Pero duele como si me estuviera muriendo.

Lo abracé, y él se estremeció, cubierto de nuevas y viejas heridas. Lo sostuve con más cuidado, agarrándome a él, cubriendo su torso de la sangre de Segna.

Su voz llegó ronca por las toses.

– Sostengo la lanza de hueso. Hubo un tiempo en que éste era uno de los signos de la monarquía para mi gente.

– ¿De dónde vino? -Pregunté.

– Estaba en el fondo del lago, esperándome.

– ¿Dónde estamos? -Pregunté de nuevo.

– En la Isla de los Huesos. Solía estar en el centro de nuestro jardín, pero llegó a ser objeto de leyenda.

Toqué lo que yo había creído que era roca, y me di cuenta de que tenía razón. Era roca, pero roca que una vez había sido hueso. La isla estaba hecha de fósiles.

– Parece horriblemente sólida para ser una leyenda -dije.

Él se las arregló para sonreír.

– En nombre de Danu, Meredith… ¿qué está pasando?

Olí a rosas, un olor denso y dulce.

Sholto alzó la cabeza, mirando a su alrededor.

– Huelo a hierba.

– A rosas -dije suavemente.

Él me miró.

– ¿Qué pasa, Meredith? ¿Cómo llegamos aquí?

– Recé.

Él me miró frunciendo el ceño.

– No lo entiendo.

El olor a rosas se hizo más denso, como si estuviéramos en una pradera en verano. Un cáliz apareció en mi mano, en la que se apoyaba en la espalda desnuda de Sholto.

Sholto se alejó de su contacto como si le hubiera quemado. Intentó girarse demasiado rápido, lo que hizo que la herida abierta en su estómago le doliera, ya que se estremeció aspirando bruscamente. Se cayó de costado, la lanza todavía agarrada en su mano.

Sostuve el cáliz de oro y plata de forma que reflejara la luz. Fue realmente entonces cuando me percaté de que había luz allí. Era la luz del sol que destellaba en la copa y calentaba mi piel.

Ni a costa de mi vida podía recordar si había luz hace un momento. Se lo podía haber preguntado a Sholto, pero él estaba concentrado en lo que había en mi mano.

– No puede ser lo que creo que es -susurró.

– Éste es el cáliz.

Él sacudió un poco la cabeza.

– ¿Cómo?

– Soñé con él, como soñé con la copa de cuerno de Abeloec, y cuando desperté estaba a mi lado.

Sholto se apoyó pesadamente sobre la lanza, y alargó una mano hacia el resplandeciente cáliz. Se lo ofrecí, pero sus dedos se detuvieron justo antes de rozarlo, como si temiera tocarlo.

Su reticencia me recordó lo que podía pasar si tocaba a uno de los hombres con el cáliz. ¿Pero no estábamos en una visión? ¿Y de ser así, se convertiría en realidad? Miré el cuerpo de Segna, sentía cómo su sangre se secaba sobre mi piel. ¿Era una visión, o era real?

– ¿Y no son las visiones reales? -dijo la voz de una mujer.

– ¿Quién dijo eso? -preguntó Sholto.

Una figura apareció. Estaba completamente cubierta por un manto gris con capucha. Ella estaba de pie bajo la clara luz del sol, pero daba la sensación de ser una sombra, una sombra sin nada para darle la forma.

– No temas el toque de la Diosa -dijo la figura.

– ¿Quién eres? -susurró Sholto.

– ¿Quién crees que soy? -dijo la voz. En el pasado, ella siempre parecía ser más sólida o era sólo una voz, un olor en el viento.

Sholto se lamió los labios y susurró…

– Diosa…

Mi mano se elevó por propia voluntad. Le ofrecí el cáliz, pero era como si alguien más moviera mi mano.

– Toca el cáliz -susurré.

Él continuó apoyándose en la lanza, inclinándose sobre ella, cuando alargó la otra mano.

– ¿Qué pasará cuando lo toque?

– No lo sé -dije.

– ¿Entonces por qué quieres que lo haga?

– Ella quiere que lo hagas -dije.

Él vaciló otra vez con sus dedos justo encima de la brillante superficie. La voz de la Diosa nos envolvió dejando a nuestro alrededor un olor de rosas de verano:

– Elige.

Sholto tomó aire en un aliento profundo y lo dejó escapar como si estuviera a punto de echar a correr, luego tocó el oro de la copa. Olí a hierbas, como si me hubiera rozado contra un parterre de tomillo y lavanda que rodeara mis rosas. Una figura negra embozada en una capa apareció al lado de la gris. Más alto, más ancho de hombros, y aunque cubierto por el manto, más masculino. Así como la capa no podía esconder la feminidad de la Diosa, tampoco el manto podía ocultar la masculinidad del Consorte.

La mano de Sholto rodeó el cáliz, cubriendo mi mano con la suya, de modo que ambos sostuviéramos la copa.

La voz llegó profunda, y rica, y aún así cambiante. Yo conocía la voz del Consorte, siempre masculina, pero nunca la misma.

– Han derramado su sangre, arriesgado sus vidas, asesinado en esta tierra -entonó él. Aquella capucha oscura se giró hacia Sholto, y durante un momento pensé que veía una barbilla, labios, pero cambiaban incluso mientras los estaba mirando. Era mareante. -¿Qué darías para devolver la vida a tu gente, Sholto?

– Cualquier cosa -susurró él.

– Ten cuidado con lo que ofreces -dijo la Diosa, y su voz, también, era la de todas las mujeres a la vez y la de ninguna en particular.

– Yo daría mi vida para salvar a mi gente -dijo Sholto.

– No deseo tomarla -respondí, porque la Diosa ya me había ofrecido una opción similar una vez. Amatheon había expuesto su cuello a una espada, de modo que la vida pudiera volver a la tierra de las hadas. Yo me había negado, porque había otros modos de dar la vida a la tierra. Descendía de deidades de la fertilidad, y sabía bien que la sangre no era la única cosa que hacía crecer la hierba.

– Ésta no es tu elección -dijo ella. ¿Había una nota de pesar en su voz?

Una daga apareció en el aire delante de Sholto. Su puño y hoja eran blancos, y brillaba de una manera extraña a la luz. La mano de Sholto dejó el cáliz y agarró el cuchillo, casi por reflejo.

– El puño es de hueso. Es la compañera de la lanza -dijo Sholto, y se oía una suave maravilla en su voz cuando miró fijamente la daga.

– ¿Recuerdas para qué era usada la daga? -dijo el Consorte.

– Fue usada para matar al viejo rey. Para derramar su sangre en esta isla -contestó Sholto obedientemente.

– ¿Por qué? -preguntó el Consorte.

– Esta daga es el corazón de los sluagh, o lo fue una vez.

– ¿Qué necesita un corazón?

– Sangre, y vidas -contestó Sholto como si estuviera respondiendo en un examen.

– Tú derramaste sangre y vida en esta isla, pero no está viva.

Sholto negó con la cabeza.

– Segna no era un sacrificio adecuado para este lugar. Necesita la sangre de un rey. -Él ofreció el cuchillo a la figura encapuchada del Dios. -Derrama mi sangre, toma mi vida, y devuelve el corazón de los sluagh a la vida.

– Tú eres el rey, Sholto. ¿Si tú mueres, quién tomará la lanza, y devolverá el poder a tu gente?

Me arrodillé, la sangre cada vez más pegajosa sobre mi piel. Sostuve el cáliz en mis manos, y tuve el mal presentimiento de que sabía a dónde se dirigía esta conversación.

Sholto bajó el cuchillo y preguntó:

– ¿Qué quieres de mí, Señor?

La figura me señaló.

– Hay sangre real para derramarse. Hazlo, y el corazón de los sluagh vivirá una vez más.

Sholto me miró, el shock reflejado en su rostro. Me pregunté si yo había mirado igual a Amatheon cuando tuve que elegir.

– ¿Quieres que mate a Meredith?

– Ella es de sangre real, un sacrificio adecuado para este lugar.