Alcé la vista para mirarlo, todavía firmemente rodeada por los brazos de Sholto. Me senté, y sus brazos se alejaron de mí, de mala gana. Dado que aún montaba su cuerpo, no era como si hubiera dejado de tocarme. Sus manos se deslizaron hacia abajo por mis brazos, manteniendo el contacto. Eché un vistazo a la cara de Sholto para ver que no me miraba a mí sino a Doyle.
La expresión de Sholto era desafiante, casi triunfante. No entendí la mirada. Eché un vistazo a Doyle, y vi detrás de ese rostro severo un destello de cólera. Por primera vez en semanas recordé cómo ambos me habían encontrado en Los Ángeles. Habían luchado, los dos tratando de convencerme de que la reina había enviado al otro a matarme.
Pero había algo personal en aquella lucha. No podía recordar lo que ellos se habían dicho que me hacía pensar que tenían una especie de mala historia detrás, pero lo había sentido. Las miradas que se lanzaban ahora confirmaban que me estaba perdiendo algo. Había algún desacuerdo, o desafío, o incluso alguna envidia entre estos dos hombres. Nada bueno.
Rhys subió a la roca, goteando como marfil mojado. Se detuvo a corta distancia de nosotros, como si él también sintiera, o viera, la tensión.
¿Qué se hace cuándo se está desnuda con un amante, y otro amante está también ahí mismo? Sholto no era mi rey, o mi marido. Aparté mi mano de él y se la ofrecí a Doyle. Vaciló un momento, su mirada fija en su rival y no en mí. Entonces esos ojos negros se movieron hacia mí. Su expresión nunca cambió realmente, pero algo de ese halo de dureza lo abandonó. O quizás un poco de suavidad volvió a él.
Hubo movimiento detrás suyo, y Frost y Mistral subieron la cuesta. Estaban vestidos, y las armas abultaban por todas partes. Frost sujetó a Mistral por el brazo cuando el otro hombre resbaló. La ropa y las armas los habían hecho más lentos.
Ahora estaban ahí parados, la mano de Frost en el brazo de Mistral, que estaba casi de rodillas debido a su resbalón, pero ambos se habían congelado, contemplándonos. Debían captar un indicio de tensión. Su reacción decía claramente que había mala sangre entre Sholto y Doyle.
Doyle tomó mi mano en la suya. En el momento en que me tocó, la opresión en mi pecho, de la que yo no había sido consciente, se aflojó.
Me levantó, separándome del otro hombre. Las manos de Sholto, todo su cuerpo, me dejaron ir renuentemente. La sensación de él saliendo de lo más profundo de mi cuerpo me hizo estremecer. Sólo la sujeción de Doyle impidió que mis rodillas se doblaran.
Sholto levantó las manos, poniéndolas en mis muslos para ayudar a sostenerme. Doyle tiró de mí contra su cuerpo, levantándome a medias sobre el cuerpo de Sholto. Éste me dejó ir; de no haberlo hecho habría parecido una pelea entre dos hombres que tiraban de una cuerda, no era el comportamiento correcto para un rey.
Quedé de pie allí, abrigada en los brazos de Doyle, mirando su rostro, tratando de descifrar lo que estaba pensando. A mi alrededor, las diminutas plantas desplegaron unas diminutas hojas, y el mundo de repente olió a tomillo, ese dulce olor a hierbas verdes que Sholto había dicho sentir cuando yo olía a rosas.
Las delicadas hierbas hacían cosquillas en mis pies, como recordándome que había algunas cosas más importantes que el amor. Alzando la vista, para mirar a Doyle, no estaba segura de que eso fuera correcto. En ese momento quería que fuera feliz. Quería que él supiera que yo lo quería feliz. Quería explicarle que Sholto había sido encantador, y el poder había sido inmenso, pero que al final, Sholto no significaba nada para mí, no cuando tenía los brazos de Doyle rodeándome.
Pero una no podía decir según qué en voz alta, no con el otro hombre que estaba detrás de nosotros. Era como hacer juegos malabares con demasiados corazones, incluyendo el mío.
Las hierbas me rozaron otra vez, envolviéndose alrededor de mi tobillo. Eché un vistazo a la vegetación, y pensé en mis variedades preferidas de tomillo. Mi abuela las había cultivado en el jardín de hierbas detrás de la casa donde mi padre me había educado, tantas clases de tomillo. Tomillo de limón, tomillo plateado, tomillo dorado. A ese pensamiento, de repente, las plantas alrededor de mi tobillo se vieron teñidas de amarillo. Algunas hojas en otras plantas se volvieron plateadas, otras se volvieron de un amarillo pálido, y algunas de un brillante y luminoso amarillo. Había un débil olor a limón en el aire, como si hubiera aplastado una de las hojas amarillo pálido entre las yemas de mis dedos.
– ¿Qué hiciste? -susurró Doyle, su profunda voz vibrando a lo largo de mi columna, de modo que temblé contra él.
Mi voz fue suave, como si no quisiera decirlo en voz demasiado alta…
– Sólo pensé que había más de una clase de tomillo.
– Y las plantas cambiaron -dijo él.
Asentí con la cabeza, contemplándolas.
– No lo dije en voz alta, Doyle. Sólo lo pensé.
Él me abrazó.
– Lo sé.
Mistral y Frost estaban junto a Rhys ahora. No se acercaron a nosotros, y otra vez no estaba segura del por qué. Esperaban, como si necesitaran permiso para acercarse, de la misma forma en que habrían esperado para acercarse a la Reina Andais.
Pensé que era a mí a quien esperaban, pero yo debería haberlo sabido mejor. Sholto dijo desde detrás de mí…
– Los sidhe por lo general no se andan con ceremonias, pero si necesitáis permiso, entonces lo doy. Acercaos.
– Si pudieras verte a ti mismo, Rey Sholto, no preguntarías por qué nos andamos con ceremonias.
El comentario me hizo mirar a Sholto. Él estaba sentado, pero donde antes había estado acostado había un contorno de hierbas. Reconocí la hierbabuena, la albahaca, olía sus perfumes. Pero las hierbas que se esparcían por donde él había estado, donde habíamos yacido, no eran lo que hacía detenerse a los hombres. Sholto llevaba puesta una corona; una corona de hierbas. Incluso mientras mirábamos, las delicadas plantas se entretejían como dedos vivos a través de su pelo, creando una corona de tomillo y menta. Sólo las más delicadas de las plantas, entrelazándose mientras observábamos.
Él levantó una mano, y las móviles plantas rozaron sus dedos tal como habían tocado mi tobillo. Yo llevaba puesta una pulsera de tobillo hecha de tomillo vivo, veteada con hojas doradas, oliendo a vida verde y limones. La rama se enroscó alrededor de sus dedos como un feliz animal doméstico. Sholto bajó la mano y la contempló. La planta se tejió formando un anillo mientras la mirábamos, un anillo que parecía florecer en su mano en un delicado conjunto de flores blancas más preciosas que cualquier joya. Entonces de su corona nacieron flores, de matices blancos, azules y de color lavanda. Finalmente, las flores se propagaron a través de la isla, de modo que la tierra quedó casi cubierta de diminutas y etéreas flores, moviéndose no debido a la brisa -ya que no había ninguna- sino moviendo sus pétalos como si las flores se hablasen entre ellas.
– ¡Una corona de flores no es una corona para el rey de los sluagh! -gritó Agnes, ásperamente, desde la orilla. Ella estaba a gatas sobre sus manos y rodillas, oculta completamente bajo su capa negra. Vi el destello de sus ojos, como si hubiese un brillo en ellos; entonces bajó la cabeza, escondiendo la luz. Ella era una arpía nocturna. No salían al mediodía.
Ivar habló, pero yo no podía verlo.
– Sholto, Rey, no podemos acercarnos a ti bajo esta luz ardiente.
Sus tíos eran mitad trasgos, y dependiendo del tipo de trasgo, la luz del sol podía ser un problema. Pero también eran mitad aves nocturnas, y eso, definitivamente, hacía que la luz del sol fuera un problema.
– Quisiera que pudieseis llegar hasta mí, Tíos -dijo Sholto.