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Onilwyn fue el único que no regresó. Pensé que el jardín se lo había quedado, hasta que oí a otra voz gritar mi nombre en la lejanía. Entonces oí el grito frenético de Onilwyn:

– ¡No, mi Señor, no!

– No puede ser -susurré, alzando la vista hacia Doyle, viendo el miedo que también cruzaba su cara.

– Es él -dijo Nicca.

Galen me abrazó como si yo fuera la última cosa sólida que hubiera en el mundo. Doyle se movió para poder abrazarme también.

– Es por mi culpa -susurró Galen-. No quería hacerlo.

Aisling habló, y la multitud de aves cantoras que le rodeaban se agitaron de alegría ante el sonido de su voz.

– Hemos reaparecido en el Vestíbulo de la Muerte.

– La gran magia no funciona aquí; por eso estamos indefensos y no podemos impedir que cese la tortura -dijo Rhys.

– Hemos surgido de las paredes y del suelo, y los árboles, las flores y el brillante mármol han llegado con nosotros -dijo Aisling. -El vestíbulo ha cambiado para siempre.

Galen comenzó a temblar, y yo lo sostuve tan fuerte como pude.

– Fui sepultado vivo -me dijo. -No podía respirar, no tenía qué respirar pero mi cuerpo seguía tratando de hacerlo. Surgí del suelo gritando.

Cayó de rodillas mientras yo luchaba por sostenerlo.

– La reina emparedó vivos a los miembros de la Casa de Nerys -dijo Amatheon. -Galen no se lo tomó muy bien después de pasar un tiempo bajo tierra.

Galen se estremeció como si tuviera un ataque, como si cada uno de sus músculos luchara contra sí mismo, como si estuviera helado, pero al mismo tiempo febril. Demasiado poder y demasiado miedo para soportarlo.

El brillo de Adair se había atenuado lo suficiente para que yo pudiera ver sus ojos.

– Galen sólo dijo… “Ningún preso, ninguna pared” y las paredes se desvanecieron, y las flores aparecieron en lo que antes eran las celdas. Él no entiende cuánto poder ha adquirido.

Otro grito nos llegó desde la distancia.

– ¡Prima!

– Galen ha liberado a Cel al decir “Ningún preso…” -dijo Doyle.

– Lo siento tanto -dijo Galen comenzando a llorar.

– Onilwyn y la misma reina, y unos cuantos más de sus guardias, están luchando ahora mismo para controlar a Cel -dijo Hawthorne-, o él ya estaría aquí tratando de herir a la princesa.

– Está completamente loco -dijo Aisling- y totalmente obsesionado con lastimarnos a todos nosotros. Pero sobre todo a ti, Princesa.

– La reina nos dijo que debemos regresar rápidamente a las Tierras de Occidente. Espera que él se tranquilice con el tiempo -informó Hawthorne. Incluso a la luz de las estrellas, él pareció dudoso.

– La reina ha confesado delante de los nobles que no puede garantizar tu seguridad -dijo Aisling.

– Deberíamos huir, si es que vamos a hacerlo -dijo Hawthorne.

Comprendí lo que él quería decir. Si Cel me atacaba ahora, aquí, en este momento, estaríamos en nuestro derecho de matarlo, si podíamos. Mis guardias habían jurado protegerme, y Cel no era ningún adversario para la fuerza y la magia que ahora obraba en mi poder. Al menos, él solo, no lo era.

– Si pensara que la reina permitiría que su muerte quedara impune, entonces diría, quedémonos y luchemos -dijo Doyle.

Uno de los grandes mastines negros le dio un cabezazo a Galen. Él trató de tocarlo, y casi automáticamente el perro cambió delante de mis propios ojos. Se transformó en un lustroso perro blanco con una de sus orejas de color rojo. Lamía las lágrimas en la cara de Galen, y él lo contemplaba maravillado, como si no hubiera visto un perro en su vida.

Luego nos llegó otra vez la voz de Cel, rota, casi irreconocible.

– ¡Merry!

Sus gritos cesaron abruptamente. El silencio fue casi más espantoso que sus gritos, y de repente mi corazón palpitó con más fuerza en mi pecho.

– ¿Qué ha pasado? -inquirí.

Andais subía la cuesta de la última colina, siguiendo el rastro de las flores de Galen. Iba sola, sólo acompañada por su consorte, Eamon. Eran casi de la misma altura, su largo pelo negro se agitaba a su espalda movido por un viento llegado de ninguna parte. Andais iba vestida como si fuera a ir a una fiesta de Halloween, y se suponía que debías temer tal belleza. La ropa de Eamon era más sobria, pero también era negra. El hecho de que sólo él acompañara a Andais, indicaba que la reina no quería tener más testigos de los imprescindibles. Eamon era el único que conocía cada uno de sus secretos.

– Cel dormirá durante un tiempo -nos dijo ella, como contestando a una pregunta que nosotros no le habíamos hecho.

Galen luchaba por permanecer de pie mientras yo lo sujetaba. Doyle avanzó un poco para cubrirme. Algunos de los otros también lo hicieron. El resto miró hacia atrás en la noche, como si sospecharan que su reina nos traicionaría. Eamon podría estar de mi parte algún tiempo, incluso podría odiar a Cel, pero nunca iría en contra de su reina.

Andais y Eamon se detuvieron lo bastante lejos para quedar fuera del alcance de las armas. Los trasgos los miraban, a ellos y a nosotros, dejando ver su indecisión, como si ellos no estuvieran seguros de por quién tenían que tomar partido. No los culpaba, ya que yo volvería a Los Ángeles y ellos se quedarían aquí. Podría forzar a Kurag, su rey, a que me cediera a sus guerreros, pero no podía esperar que sus hombres me siguieran en el exilio.

– Saludos, Meredith, sobrina mía, hija de mi hermano Essus.

Ella había elegido un saludo en el que reconocía que yo formaba parte de su línea de sangre. Trataba de tranquilizarme; no lo hacía mal del todo.

Avancé hasta que pudiera verme, pero sin salir del círculo protector de mis hombres.

– Saludos, Reina Andais, tía mía, hermana de mi padre Essus.

– Debes regresar a las Tierras de Occidente esta misma noche, Meredith -dijo Andais.

– Sí -le contesté.

Andais miró a los perros que todavía vagaban entre los hombres. Rhys finalmente se permitió tocarlos, y entonces se convirtieron en terriers de una raza largo tiempo olvidada, algunos blancos y rojos, otros de un puro negro y bronce.

La reina intentó atraer a uno de los perros hacia ella. Los grandes mastines eran de esos a los que los humanos llamaban Sabuesos del Infierno, aunque no tuvieran nada que ver con el diablo cristiano. Los grandes perros negros habrían hecho juego con el vestido de la reina, pero la ignoraron. Por lo visto, los perros mágicos no deseaban acudir a la llamada de la Reina del Aire y la Oscuridad.

Si yo hubiera sido ella, me habría arrodillado sobre la nieve y los habría engatusado, pero Andais no se arrodillaba ante nadie, o ante nada. Permanecía erguida y hermosa, y más fría que la nieve que rodeaba sus pies.

Otros dos perros se habían acercado a mis manos, y ahora empujaban sus cabezas contra mis costados, reclamándome caricias. Lo hice, porque las hadas tocamos a aquellos que nos lo piden. Al momento de acariciar aquella piel sedosa, me sentí mejor: más valiente, más confiada, y algo menos temerosa de lo que pudiera suceder.

– ¿Perros, Meredith? ¿No podrías habernos devuelto a nuestros caballos, o a nuestro ganado, a cambio?

– Había cerdos en mi visión -dije.

– Pero no, perros -dijo ella, su voz era neutral, como si nada especial hubiera pasado.

– Vi a los perros en una visión diferente, cuando todavía estaba en las Tierras Occidentales.

– Una visión verdadera, entonces -dijo ella, su voz todavía era suave y ligeramente condescendiente.

– Por lo visto, sí -dije, haciéndoles cosquillas en las orejas a los perros más grandes.

– Ahora debéis marcharos, Meredith, y llevarte esta magia salvaje contigo.

– La magia salvaje no es tan fácil de controlar, Tía Andais -le dije. -Tomaré conmigo lo que quiera venir, pero algo de ella está volando libremente, incluso mientras hablamos.

– Vi los cisnes -dijo Andais-, pero ningún cuervo. Eres tan terriblemente Luminosa.