Sholto habló una vez más.
– Os llevaré hasta la costa del Mar Occidental, tal como llevé a los sluaghs cuando fuimos a dar caza a Meredith en Los Ángeles.
Lo miré y sacudí mi cabeza, perpleja.
– Pensé que habíais llegado en avión.
Él se rió, y fue un sonido alegre.
– ¿Te imaginas a la hueste oscura de los sluaghs en un avión humano, tomando sorbitos de vino y comiéndose con los ojos a las azafatas?
Me reí con él.
– No había pensado en ello muy detenidamente. Tú eres un sluagh y yo no me cuestioné cómo llegaste hasta mí.
– Caminaré hasta el final del campo donde limita con el bosque. Es un lugar intermedio, ni campo, ni bosque. Caminaré y todos vosotros me seguiréis, y llegaremos a la costa del mar Occidental, hasta la orilla. Soy el Señor de Aquello que Transita por en Medio, Meredith.
– No creí que alguno de los miembros de la realeza pudieran todavía viajar de esa forma y tan lejos -dijo Rhys.
– Soy el Rey de los Sluagh, Cromm Cruach, Señor de la última jauría salvaje de las hadas. Tengo ciertos talentos.
– En efecto -dijo la reina, secamente-. Ahora, usa esos talentos, Shadowspawn [7], y llévate a esta chusma de mi vista.
Ella lo había llamado por el apodo que los sidhe usaban a sus espaldas, pero hasta este momento nunca antes le había llamado así a la cara.
– Tu desdén no puede tocarme esta noche, porque he visto milagros. -Él alzó las armas de hueso en alto, como si ella las hubiera perdido antes. -Sostengo los huesos de mi gente. Conozco mi valor.
Si le hubiera tenido cerca le habría abrazado. Pero menos mal que no lo estaba, porque podría haber arruinado el poder del momento, pero me prometí a mí misma darle un abrazo en el momento que tuviéramos un poco de intimidad. Adoraba ver que él se valoraba por fin.
Oí un sonido parecido al hielo resquebrajándose.
– Frost -dije-. No podemos dejarlo.
– ¿No le llevó el FBI al hospital? -preguntó Doyle.
Negué con la cabeza.
– No lo creo.
Miré a lo lejos a través de la nieve. No podía ver casi nada, pero… comencé a moverme y los perros se mantuvieron a mi lado. Comencé a correr sobre la nieve y sentí el primer dolor agudo en mis pies cortados. Los ignoré y corrí más rápido. El tiempo y la distancia se acortaban como nunca antes había ocurrido en el exterior del sithen. En un minuto yo estaba con los demás, y al siguiente estaba a kilómetros de distancia, en los campos al lado de la carretera. Mis perros gemelos permanecían conmigo, y otra media docena de negros mastines estaban allí, también.
Frost yacía sobre la nieve, inmóvil, como si no pudiera sentir a los perros olfateándole o mis manos dándole la vuelta. Al moverlo me di cuenta de que estaba empapado de sangre y de que sus ojos seguían cerrados. Su cara estaba muy helada. Bajé mis labios hasta los suyos y susurré su nombre.
– Frost, por favor, por favor, no me dejes.
Su cuerpo se convulsionó, y su aliento se agitó en su pecho. La muerte pareció retroceder. Sus ojos parpadearon hasta abrirse, y trató de alcanzarme, pero su mano cayó sobre la nieve, demasiado débil. Levanté su mano hasta mi cara y la mantuve allí. Sostuve su mano allí mientras se calentaba contra mi piel.
Lloré, y él por fin encontró su voz, aunque ronca. Al susurrar…
– El frío no puede matarme.
– Oh, Frost.
Él levantó su otra mano y tocó las lágrimas de mi cara.
– No llores por mí, Merry. Me amas, lo oí. Me marchaba, pero escuché tu voz, y ya no pude marcharme, no si tú me amas.
Acuné su cabeza en mi regazo y lloré. Su otra mano, la que yo no tenía agarrada, acarició la piel de uno de los enormes perros. El perro se estiró, haciéndose más alto y de color blanco, hasta que un ciervo de un blanco resplandeciente sobresalió por encima de nosotros. Llevaba un collar de acebo, y parecía como una postal de Yule que hubiera cobrado vida. Hizo unas cabriolas en la nieve y luego corrió convertido en un borrón blanco a través de la nieve hasta que le perdimos de vista.
– ¿Qué magia se ha liberado esta noche? -susurró Frost.
– La magia que te llevará a casa -nos dijo Doyle, cayendo de rodillas en la nieve al lado de Frost y tomando su mano-. Y la próxima vez que te mande al hospital, me harás caso.
Frost le dedicó una sonrisa lánguida.
– No podía abandonarla.
Doyle inclinó la cabeza como si lo entendiera perfectamente.
– No creo que la magia dure hasta mañana -dijo Rhys.
Todos ellos estaban allí, a nuestro alrededor, todos menos Mistral. Suponía que debía estar con la reina. Y no había conseguido decirle adiós.
– Pero esta noche -dijo Rhys-, soy Cromm Cruach, y puedo ayudar.
Se arrodilló al otro lado de Frost y alargó la mano poniéndosela encima, allí donde su ropa estaba ennegrecida por la sangre.
De repente, Rhys quedó rodeado por una luz blanca, no sólo sus manos, todo él pareció resplandecer. Su pelo se movió al viento de su propia magia. El cuerpo de Frost se arqueó, separándose de mi regazo y nuestras manos. Luego cayó otra vez contra nosotros y dijo con una voz que era casi la suya…
– Eso dolió.
– Vaya, lo lamento -dijo Rhys-, pero en realidad no soy un sanador. Hay demasiada muerte en mi poder para hacerlo indoloro.
Frost separó sus manos de la mía y la de Doyle, y se tanteó el hombro y el pecho.
– ¿Si no eres un sanador, entonces por qué me siento curado?
– Magia antigua -dijo Rhys-. A la luz de la mañana la magia habrá desaparecido.
– ¿Cómo puedes estar tan seguro? -preguntó Doyle.
– La voz del Consorte en mi cabeza me lo dijo.
Nadie preguntó después de eso. Sólo lo aceptamos como algo verdadero.
Sholto nos condujo hasta el linde entre el campo y el bosque. Los perros se movían a nuestro alrededor, unos escogiendo a sus amos, otros dejando claro que no pertenecían a nadie de los que había aquí. Los que eligieron permanecer entre nosotros siguieron a Sholto en su caminar, pero los otros perros negros comenzaron a retroceder y a desaparecer en la noche, como si hubieran sido producto de nuestra imaginación. El perro que estaba a mi lado, me dio un golpecito en la mano cariñosamente, como recordándome que él era de verdad.
No estaba segura de si los perros se quedarían, pero ellos parecían proporcionarnos mágicamente a cada uno de nosotros lo que necesitábamos esta noche. Galen caminaba rodeado de perros, un grupo de lustrosos galgos y un trío de cachorrillos que bailoteaban alrededor de sus pies. Le hacían sonreír, y le ayudaron a mitigar las sombras que había en su cara. Doyle se movía dentro de un círculo de perros negros que le hacían carantoñas y brincaban sobre él como si fueran cachorros. Los terriers seguían a Rhys como un pequeño ejército peludo. Frost sostenía mi mano sobre el lomo del más pequeño de los galgos. No llevaba ningún perro a su lado, únicamente había necesitado al ciervo blanco que se había adentrado en la noche. Pero parecía estar perfectamente contento con tener su mano en la mía.
El aire se hizo más cálido. Y dejé de mirar el rostro de Frost para mirar a Sholto, percatándome de que él caminada sobre arena. Un momento antes estábamos caminando sobre campos cubiertos de nieve al borde de un bosque, y al siguiente, la arena se hundía bajo mis pies. El agua se arremolinaba entre los dedos de mis pies descalzos, y la mordedura de la sal me hizo saber que todavía sangraba.
Debí de hacer algún pequeño ruido, porque Frost me alzó en brazos. Protesté, pero no me hizo ni caso. Los galgos se quedaron a su lado, bailando a nuestro alrededor, un poco asustados por las olas del océano, y aparentemente preocupados al no poder estar en contacto conmigo.
Sholto nos condujo hasta tierra firme. El perro de tres cabezas y las armas de hueso habían desaparecido, pero por alguna razón no pensé que estuvieran más desaparecidas que mi cáliz. La verdadera magia no puede perderse o robarse; sólo puede ser regalada.