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Las manos de Abeloec hincadas en mis muslos me mantenían sujeta mientras luchaba por liberarme. Se sentía tan bueno, tan bien, que pensé que me volvería loca si no se detenía. Tan bien que al mismo tiempo quería tanto que se detuviera, como que nunca más lo hiciera.

El viento sopló más fuerte. Las secas, leñosas vides chillaban bajo el viento creciente, y los árboles crujieron como protesta, como si sus ramas muertas no fueran a resistir el viento.

Las líneas de color que proyectaba Abeloec, rojas, azules y verdes, crecieron más brillantes bajo el viento. Los colores palpitaron brillantes, cada vez más brillantes. Posiblemente ese intenso fulgor impedía que la oscuridad retrocediera, volviéndola incandescente, como si la interminable noche hubiera sido sembrada de luces de neón.

Abeloec soltó mis muslos, y en ese mismo momento las luces perdieron un poco de su intensidad. Él se arrodilló entre mis piernas y empezó a desatar sus pantalones. Sus ropas modernas habían quedado arruinadas durante el intento de asesinato ocurrido la noche anterior. Y tanto él, como la mayor parte de los hombres que raramente dejaban el sithen, tenían pocas cosas con cremalleras o botones de metal.

Comencé a decir que no, porque él no había preguntado, y porque la magia se desvanecía. Yo podía pensar otra vez, como si el orgasmo hubiera aclarado mi mente.

Se suponía que debía tener tanto sexo como pudiera, ya que si no conseguía tener un hijo pronto, no sólo nunca sería reina, sino que probablemente estaría muerta. Si mi primo Cel dejaba embarazada a alguien antes de que yo quedase embarazada, entonces él sería rey, y me mataría, y también a todos aquéllos que me eran leales. Todo lo cual era un incentivo para follar como ningún afrodisíaco podría igualar.

Pero había algo pinchándome bajo mi espalda, y notaba toda una serie de pequeños dolores a todo lo largo de mi cuerpo. Ramas muertas y trocitos de planta que se me clavaban hincándose en la piel. No lo había advertido hasta que el orgasmo se desvaneció y las endorfinas desaparecieron a toda velocidad. Casi no hubo ninguna sensación de bienestar, sólo un orgasmo que hizo volar mi mente, y luego esta sensación de desvanecimiento, de ser consciente de cada pequeño malestar. Si Abeloec tenía en mente la posición del misionero, íbamos a necesitar una manta.

No me parecía que todo eso fuera como para perder mi interés tan rápidamente. Si Abeloec era tan talentoso con otras cosas como lo era con su boca, entonces era alguien con quien quería acostarme, simplemente por el puro placer. ¿Entonces por qué me encontré repentinamente con un no en mis labios y deseando levantarme del suelo?

ENTONCES UNA VOZ SURGIÓ DE LA CRECIENTE OSCURIDAD Y mientras las líneas de colores se desvanecían… esa voz nos congeló a todos donde estábamos y envió mi palpitante corazón hasta mi garganta.

– Vaya, vaya, vaya… llamo a mi capitán de la guardia, Mistral, y él no está en ninguna parte donde pueda ser encontrado. Mi sanadora me dice que todos vosotros desaparecisteis del dormitorio. Así que os busqué en la oscuridad, y aquí estáis -Andais, Reina del Aire y la Oscuridad, apareció desde la pared lejana. Su piel pálida era una blancura en la oscuridad creciente, pero había luz a su alrededor, como si el negro pudiera ser una llama e iluminar.

– Si hubieras estado de pie bajo la luz, no te habría encontrado, pero en la oscuridad, en la profunda oscuridad de los jardines muertos… no puedes esconderte de mí aquí, Mistral.

– Nadie se escondía de ti, mi reina -dijo Doyle… lo primero que cualquiera de nosotros había pronunciado desde que habíamos sido traídos aquí.

Ella le ordenó silencio por señas caminando sobre la hierba seca. El viento que había estado azotando las hojas estaba muriendo ahora, mientras los colores se desvanecían.

Las últimas rachas de viento agitaron el dobladillo de su túnica negra.

– ¿Viento? -Preguntó Andais. -No ha habido viento aquí dentro desde hace siglos.

Mistral me había dejado para caer de rodillas ante ella. Su piel palideció mientras se alejaba de Abeloec y de mí. Me pregunté si en sus ojos todavía destellaban los relámpagos, pero apostaba a que no lo hacían.

– ¿Por qué te apartaste de mí, Mistral? -Ella tocó su barbilla con unas largas y afiladas uñas, levantando su cara de forma que él se viera obligado a mirarla.

– Buscaba consejo -dijo él con una voz que sonaba baja pero al mismo tiempo parecía soportar toda la creciente oscuridad. Ahora que Abeloec y yo habíamos dejado de tener sexo, toda la luz se desvanecía, las líneas sobre la piel de todo nosotros desaparecían. De pronto nos encontrábamos en una oscuridad tan absoluta que podrías llegar a tocar tu propia pupila sin tener el reflejo de parpadear. Un gato sería ciego aquí dentro; incluso los ojos de un gato necesitan algo de luz.

– ¿Consejo para qué, Mistral? -Ella hizo de su nombre un quejido funesto que contenía la amenaza del dolor, como un aroma en el viento puede prometer la lluvia.

Él trató de inclinar la cabeza, pero Andais mantenía las puntas de sus dedos bajo su barbilla.

– ¿Buscaste la guía de mi Oscuridad?

Abeloec me ayudó a levantarme y me sostuvo cerca, no debido a un sentimiento romántico, sino porque es lo que los duendes hacen cuando están nerviosos. Nos tocamos unos a los otros, acurrucándonos en la oscuridad, como si el toque de la mano del otro impidiera que la gran cosa mala pudiera pasar.

– Sí -dijo Mistral.

– Mentiroso -dijo la reina, y lo último que pude ver antes de que la oscuridad se tragase el mundo fue el brillo de una espada en su otra mano. Relampagueó desde su túnica, donde ella la había escondido.

Hablé antes de poder pensar:

– ¡No!

Su voz siseó en la oscuridad y pareció deslizarse arrastrándose sobre mi piel.

– ¿Meredith, sobrina, realmente me estás prohibiendo castigar a uno de mis guardias? No uno de tus guardias, sino de los míos, ¡mío!

La oscuridad se hizo más pesada, más espesa, y costaba más esfuerzo respirar. Sabía que ella podía hacer que el mismo aire fuera tan pesado que aplastara la vida que había en mí. Podría hacer el aire tan espeso que mis pulmones mortales no lo podrían aspirar. Casi me mató ayer mismo, cuando osé interferir en uno de sus “entretenimientos”.

– Había viento en los jardines muertos. -La profunda voz de Doyle llegó tan grave, tan profunda, que pareció vibrar a lo largo de mi columna vertebral. -Tú sentiste el viento. Hiciste una observación sobre el viento.

– Sí, la hice, pero ahora se ha ido. Ahora los jardines están muertos, muertos como siempre lo estarán.

Una pálida luz verde brotó de la oscuridad. Era Doyle sosteniendo entre sus manos ahuecadas unas enfermizas llamas verdosas. Era una de sus manos de poder. Había visto el toque de ese fuego arrastrarse lentamente sobre otro sidhe y hacerle desear la muerte. Pero como tantas cosas en el mundo de las hadas, también tenía otros usos. Era una luz bienvenida en la oscuridad.

La luz mostró que ya no eran sus dedos los que mantenían la barbilla de Mistral alzada, sino el filo de una espada. Su espada, Terror Mortal. Uno de los pocos objetos que quedaban que podría matar realmente a un sidhe inmortal.

– ¿Y si los jardines pudieran vivir otra vez? -preguntó Doyle. -Como viven de nuevo las rosas en el exterior del salón del trono.

Ella sonrió de una forma sumamente desagradable.

– ¿Te propones derramar más de la preciosa sangre de Meredith? Ese fue el precio para que las rosas renacieran.

– Hay otras formas para dar vida que no requieren sangre -dijo Doyle.

– ¿Piensas que puedes follar hasta que los jardines renazcan a la vida? -preguntó Andais mientras usaba el borde de la espada para forzar a Mistral a que se levantara de su posición arrodillada.

– Sí -dijo Doyle.