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– No deberías decirme cosas como esas -le reprochó Adam con el entrecejo fruncido-. Esa no es la manera de hacer negocios. Si supiera que estás desesperada por conseguir trabajo, podría decidir presionarte para que bajes tus tarifas.

– Podrías intentarlo -lo retó Tara, impetuosa. Dos copas de clarete coadyuvaban a relajarla.

Adam se reclinó en su silla y la sometió a un minucioso examen. Ella le sostuvo la mirada sin titubear, aunque debió hacer un gran esfuerzo.

– No hace mucho que estableciste tu negocio -comentó él. Ella misma se lo había dicho-. La recesión actual debe de haberte afectado y los bancos pequeños siempre son muy miedosos cuando las cosas se ponen difíciles -lo que decía era verdad y Tara logró controlar su lengua. Ya había hablado de más-. Me pregunto qué tan difícil será para ti. No me costaría trabajo averiguarlo y hacerte bajar tus tarifas al mínimo -sonreía de modo malévolo-. Pero seré generoso -se inclinó al frente y de pronto Tara ya no pensó en cuestiones de trabajo, sino en las facciones de él-. Puedes firmar ya el contrato conmigo, Tara, para que regreses a tu seguro pequeño mundo…

– ¿Sí? -Tara aguardaba el coup de gráce.

– Si reduces tus tarifas en un diez por ciento.

Fue como si le hubieran arrojado un cubo de agua helada en la cabeza. Adam no tenía por qué envidiar sus ojos castaños. Poseía el atractivo suficiente para cautivar a cualquiera que tomara desprevenido. Pero ese era un juego y ella debía sonreír. Y entre risas, rechazar una oferta que una semana atrás tal vez habría aceptado, antes que empezara a trabajar para él. Ahora lo haría pagar todo lo que la había hecho pasar. Hasta el último céntimo.

Colocó un codo sobre la mesa y apoyó el mentón en la mano, negándose a esquivar la mirada penetrante de Adam.

– Muy generoso de tu parte. ¿Y qué estás dispuesto a ceder a cambio de la reducción? ¿Diez por ciento menos en eficiencia, o en la jornada de trabajo?

– ¿Se trata de una negociación, entonces? -Adam rió-. ¿Tan confiada estás?

– Tengo motivos para estarlo y tú nada tienes que perder, Adam -pero ella sí. Su paz mental, una cierta tranquilidad que si bien no era tan atractiva como antes, tenía que ser más segura que el viaje en la montaña rusa emocional en la que se montaba cuando él se proponía conquistarla con su atractivo-. Pero creo que debemos poner un límite de tiempo a este período de prueba. No sería bueno para tu negocio el mantenerme indefinidamente como tu rehén, ¿no te parece?

Adam correspondió a su sonrisa.

– ¿Vamos por tu bolso? Dijiste que querías volver a casa para preparar tu maleta.

– En efecto -el cambio de tema no la preocupaba. No esperaba una respuesta inmediata, pero ella había establecido su posición. Adam le retiró la silla y la llevó á la puerta del restaurante.

– A propósito, necesitarás llevar un vestido de gala. Debí decírtelo antes, pero estoy seguro de que tendrás algo clásico y conveniente en tu guardarropa para cubrir cualquier eventualidad.

La descripción perfecta de su guardarropa la irritó. Claro que ella mantenía un vestuario sobrio. Nadie quiere una secretaria deslumbrante, pero él lo hacía parecer un defecto- Como si no tuviera imaginación.

Rescató su bolso da la oficina y se aseguró de tener la llave a la mano.

– Te veré por la mañana, Adam. Gracias por la cena.

– Ya es tarde. Te acompañaré a tu casa.

– ¿Acostumbras llevar a Jane a su casa? -preguntó ella, impulsiva.

– No hay necesidad… -el timbre del teléfono empezó a sonar en ese momento-. Espérame -le pidió al levantar el auricular-. Adam Blackmore -una sonrisa cálida iluminó sus facciones-. ¡Jane! ¿Lo hiciste? Bajé a cenar algo con tu sustituía al restaurante -volvió la mirada a Tara-. No tienes competencia, princesa. Usa las faldas demasiado largas -rió por algo que Jane comentó y de pronto adoptó una actitud seria-. ¿Qué te dijo el galeno? -se sentó en la orilla del escritorio y Tara se volvió para dirigirse apresurada hacia el ascensor. Las puertas se abrieron de inmediato y a pesar de oír que Adam la llamaba, no volvió la vista atrás y oprimió el botón para bajar al vestíbulo del edificio.

Por segunda ocasión esa noche, corrió y no paró hasta que la puerta de su apartamento estuvo debidamente asegurada.

Sabía qué tipo de hombre era Adam Blackmore. Un individuo inclemente de mente estrecha que la usaría y descartarla cuando, mejor le conviniera. Era una tonta por pensar en él, se reprendió. Pero la feroz punzada de dolor que la perforó cuando le dijo que Jane no necesitaba ser acompañada para regresar a casa era intensa. Golpeó el muro con la mano y reprimió las humillantes lágrimas. ¿Cómo pudo ser tan estúpida al mencionarlo? Jane era la secretaria perfecta. Una que nunca volvía a casa.

El teléfono empezó a sonar de pronto y ella supo que era él. Nadie más la llamaría a esa hora. Por un momento pensó en dejar que la contestadora se hiciera cargo, pero levantó el auricular a tiempo. Si él creía que aún no había negado a casa, iría a buscarla y ella no tenía intenciones de enfrentarse a él en ese momento.

– Tara Lambert -no obtuvo respuesta-. ¿Hola?

– Eso ya parece más amistoso. Sólo quería asegurarme de que hubieras llegado a salvo. ¿Por qué no me esperaste para que te acompañara?

– No era necesario. Todas las noches regreso sola a casa.

– ¿A las once de la noche?

– Bueno, no -concedió ella-. Pero tampoco soy esclavizante como tú eres. Y sé cuidarme sola -agregó ante el silencio al otro extremo de la línea.

– ¿Ah sí? -la voz de Adam la hizo vibrar-. Deberé recordar eso. Pero más te vale que tengas a alguien a la mano la próxima ocasión que necesites un caballero andante. -¡Vaya caballero andante! -jadeó la chica.

– Mejor que el que imaginas, señorita Tara Lambert. Mejor que el que mereces.

– ¿Cómo te atreves a juzgar lo que merezco? No sabes nada de mí. ¡Nada! Y quisiera que dejaras de llamarme señorita Lambert con ese tono condescendiente.

– No estoy…

– Si vas a usar ese tono condescendiente, al menos úsalo correctamente -su voz se rompió en un sollozo-. Es "señora Tara Lambert" -colocó el auricular en su sitio y dejó escapar un suspiro estremecedor. Estúpida. ¿Por qué había hecho eso? ¿Sólo por anotarse un punto a su favor? Un punto insignificante. El teléfono volvió a sonar, pero lo ignoró. Cuando la máquina contestadora se activó, quien llamaba cortó la comunicación. Tara se preguntó si Adam iría a derribar su puerta, pero era poco probable.

Se volvió a ver la foto sobre la repisa de la chimenea. -Lo siento, Nigel -murmuró, aun cuando no sabía por qué se disculpaba.

Se metió en la tina y no salió del agua hasta que ésta se enfrió. Luego vio la maleta vacía sobre la cama. Tendría que viajar con él si todavía la aceptaba. Ya era demasiado tarde para entrenar a alguien más. Ella era una profesional y se enorgullecía de su trabajo. Eso era lo único que le quedaba: su orgullo.

Guardó su ropa apropiada para la oficina, y luego la ropa interior, no tan modesta. Tomó el traje de baño en las manos y encogió los hombros. No sabía si tendría tiempo para nadar, pero había lugar en la maleta. Luego examinó sus vestidos de gala. Tenía dos buenos, uno negro, elegante, clásico, aburrido; el otro era de seda brillante, color escarlata, como una amapola oriental. Metió éste en la maleta.

Capítulo 4

EL anuncio de abordar el avión para el vuelo a Bahrein apareció en el monitor y con un suspiro de alivio, Tara se dirigió hacia la puerta indicada.

Adam apenas si había cruzado palabra con ella desde que fue a recogerla esa mañana. Como de costumbre, ella vestía con la mayor discreción con el cabello recogido en el moño de rigor. Discreta hasta la invisibilidad.