Выбрать главу

– ¿Puedo volver a mi asiento? -le pidió ella, obligada a seguirte el juego.

– Por supuesto -él sonrió, pero antes que pudiera moverse, el avión sufrió una sacudida, provocando que Tara perdiera el equilibrio. Habría caído, mas Adam la atrapó a tiempo y la sentó en sus piernas.

– Lo lamento -manifestó ella en un intento inútil de ignorar el calor del duro pecho bajo sus manos y la cercanía del rostro varonil.

– No se disculpe, señora Lambert. Es mi culpa que no haya estado a salvo en su asiento -los labios de él se torcieron en una sonrisa malévola-. Si se hubiera lastimado, ya no me serviría de nada.

Tara se tensó, provocando la risa de Adam.

– Va a resultar un viaje desesperante si seguimos así, señora Lambert. ¿Qué le parece un cese de hostilidades?

Tara lo contempló. Quería soltarse y él no la sujetaba con tanta fuerza, mas una rara languidez la invadía, impidiéndole moverse. No era justo, pensó desesperada. Era injusto que un hombre, el hombre equivocado, tuviera en ella un efecto tan desastroso.

– Y bien, ¿qué dice?

– ¿Paz? -inquirió ella sin atreverse a mirarlo a los ojos.

Con gentileza, Adam le sujeto el mentón causando que ella no pudiera dejar de mirarlo y durante un largo momento estudió su rostro. Luego la tomó por la nuca para rozarle los labios con los propios.

– Paz -murmuró, y antes que ella se diera cuenta de lo que pasaba, se encontró a salvo en su propio asiento.

Estaba temblando. Contempló su propia mano en el descansabrazos del asiento, preguntándose si Adam sabría lo que le había provocado. Pero él había vuelto su atención al libro. Tal vez no era más que una cuestión interna y ella logró no traicionarse por completo.

Por fin, el capitán informó por el altavoz que estaban por aterrizar y las condiciones climatológicas y de temperatura.

El bullicio del descenso cubrió el remanente del nerviosismo de la joven y para cuando salieron de la aduana, Adam la presentó a un hombre sonriente como la señora Lambert, haciendo énfasis en "señora".

– Tara, él es Hanna Rashid. El hombre llevó la mano de ella a sus labios. -Hablamos ayer por teléfono, ¿no es así, madama Lambert? Tiene una voz muy hermosa -a pesar del acento francés y su ropa europea, su tez era morena y portaba un espeso mostacho. Con la mirada parecía indicarle que estaba dispuesto a convertirse en su esclavo. Los llevó hasta su auto-. ¿Cómo está la adorable Jane? -le preguntó a Adam cuando Tara se adelantó unos pasos-. Es una lástima que no haya podido acompañarte en este viaje -había bajado el tono de voz, pero no lo suficiente para que Tara no lo escuchara. Ella no oyó la respuesta de Adam, sólo la risita que Rashid dejó escapar.

Las maletas fueron guardadas en el portaequipajes de un Mercedes blanco y Hanna los alejó del calor húmedo desagradable que los envolvió tan pronto salieron del edificio del aeropuerto tomando una carretera en medio del desierto.

Tara se preguntó a dónde se dirigían, pero los hombres estaban enfrascados en animada charla y no se atrevió a interrumpirlos. Entraron en la ciudad y al fin Hanna introdujo el auto hasta el patio de una casa enorme.

– Estará cómoda aquí, madame.

– No sabía que nos recibiría en su casa, señor Rashid -comentó Tara con una sonrisa-. Pensé que nos llevaría a un hotel.

– Por supuesto que no. Estará mejor aquí en la villa -abrió la puerta del coche para ayudarla a bajar. Un sirviente apareció entonces para hacerse cargo del equipaje. En la entrada de la casa, Rashid le tendió la mano para despedirse-. Nos veremos para la cena, una vez que hayan descansado.

– No comprendo… -Tara frunció el entrecejo, pero algo en la expresión de Adam la hizo detenerse.

– Hay un coche en el garaje, Adam. Nos veremos. ¿Te parece a las diez?

– Gracias, Hanna -Adam tomó a Tara por la cintura y la hizo entrar en la casa. Cuando la puerta se cerró, ella se volvió hacia él.

– Esta es la casa de verano de Hanna. Aun en el invierno, sus invitados británicos encuentran a Manama un tanto húmedo.

– Pero no puedo quedarme a solas aquí contigo.

– ¿No? -él la llevó a una sala con mobiliario exquisito-. Estarás a salvo aquí, Tara. No me agrada compartir -se sirvió una bebida y le ofreció una a ella. La joven negó con la cabeza-. ¿Quieres que te muestre tu habitación?

– No, gracias. Estoy segura de poder encontrarla por mi cuenta.

– No vayas a extraviarte -Adam encogió los hombros.

La advertencia resultó innecesaria. El sirviente de edad avanzada que les llevó sus maletas la aguardaba para guiarla a su habitación. La villa era enorme y si hubiera estado sola, con seguridad habría perdido el rumbo. La construcción era de dos pisos y rodeaba un patio ajardinado en cuyo centro, una fuente saltaba seductora. Las habitaciones superiores daban a una terraza cubierta con vista al patio interior.

Tara vació su maleta y se dio un largo baño perfumado en la tina para borrar la tensión y el cansancio del largo viaje en avión. Cenarían en un centro nocturno de Manama y no sabiendo qué tan lujoso era, la joven optó por el sencillo vestido negro. Con seguridad Adam se burlaría de ella, pero no le importaba. Con la eficiencia acostumbrada, se recogió el cabello en un mono. Cualquier cambio en su apariencia provocaría que Adam la acusara de estar coqueteando, se dijo. Sólo se excedió en cuanto al maquillaje, poniéndose un poco más que el que llevaba a la oficina.

Se quitó la bata de algodón y contempló su imagen ante el espejo. Nunca pudo resistir el usar ropa interior bonita. El fino satén, el encaje y las medias negras la hicieron sonreír. Luego se cubrió con el vestido negro que la llevó adelante en tantas reuniones de negocios para empresas, de las cuales, había perdido el número. Una de las alegrías de trabajar como secretaria temporal.

Revisó la hora. Apenas eran un poco después de las nueve, descubrió. No tenía ganas de reunirse con Adam abajo y verse sometida a sus comentarios cáusticos, pero tampoco quería permanecer encerrada en su habitación. Había visto una escalera que conducía al jardín, así que decidió salir a explorar un poco.

La noche era fresca, pero nada desagradable, comparada con el invierno británico. Se percibía un aroma en el ambiente y Tara se dedicó a buscar la flor que lo producía. Cuando llegó a la pequeña fuente, se sentó en la orilla, apreciando su alegre rumor.

– Precioso, ¿no te parece? Un jardín cercado para ocultar a las mujeres de las miradas de hombres lujuriosos -la voz salida de entre las sombras la sobresaltó-. Rashid es un hombre encantador, pero a pesar de sus modales afrancesados, no deja de ser un árabe. Tienen costumbres diferentes. Sus mujeres son protegidas de encuentros casuales, pero los hombres suelen aprovecharse de las costumbres más liberadas de las mujeres europeas. Harás bien en recordar eso.

Tara abrió mucho los ojos, sorprendida. ¿Sugería Adam que ese lugar era…? Claro que no. Con seguridad bromeaba. -No sé a qué te refieres.

– Creo que lo sabes -él se sentó a su lado, muy elegante en traje de etiqueta negro-, pero si quieres que te lo diga con todas sus palabras, lo haré, mi querida señora. Sólo para evitar malentendidos -le acarició una mejilla con una mano gentil. Tara permaneció inmóvil, sabiendo por instinto que no era un gesto amenazador, que por el momento estaba a salvo. Adam la hizo mirarlo a la cara-. Mientras Hanna Rashid crea que te encuentras aquí para mi placer, estarás a salvo de sus atenciones, Tara.

– ¿Eso fue lo que le dijiste a Jane? -de pronto sentía la mano de Adam como un hierro ardiente en su mejilla.

– En su caso no era necesario -él apretó los labios y se puso de pie con un movimiento brusco-. Ya es hora de que partamos.