Ella fue por su bolso y una estola y para cuando encontró su camino a la entrada principal, el auto ya esperaba. Adam le abrió la puerta y en el trayecto al centro de la ciudad le recordó a las personas que se reunirían con ellos: un banquero norteamericano y su esposa, un par de hombres de negocios de la localidad y Hanna Bashid. Ella apenas le prestaba atención. Había memorizado sus nombres antes de partir de Inglaterra, así que se dedicó a meditar las palabras que él pronunció en el jardín acerca de que Rashid consideraba que ella estaba allí para el placer de Adam.
Era probable que algunos hombres de negocios acostumbraran llevar a sus secretarias en sus viajes "por placer". Adam aclaró sin lugar a dudas que Jane era feliz en su posición. Pero ella no era una chica de esas y no estaba dispuesta a permitir que alguien lo creyera.
Hanna los esperaba ante la puerta del restaurante y les dio la bienvenida. Al inclinarse para besar la mano de Tara, ésta advirtió inmediatamente la expresión cínica de Adam, quien los observaba, y cuando el árabe se enderezó, ella le brindó una sonrisa radiante, permitiéndole que la tomara del brazo para escoltarla y presentarla con sus otros invitados.
De alguna manera poco después se encontró sentada a la cabeza de la larga mesa, Adam estaba en el otro extremo. Pero Hanna la mantuvo entretenida, preguntándole acerca de su vida personal, y en el breve lapso de unas horas ella reveló más de su existencia de lo que en realidad quería. Mas cuando el espectáculo terminó y se abrió la pista para que la concurrencia bailara, fue Adam el que apareció de inmediato a su lado antes que Hanna pudiera reaccionar.
– ¿Tara?
Ella estuvo a punto de negarse, pero una mirada al rostro de él bastó para hacerla cambiar de opinión.
– Gracias, Adam.
– ¿De qué tanto hablaban tú y Hanna? -murmuró él entre dientes al tomarla entre sus brazos y empezar a bailar.
– De nada en especial. Es un hombre muy agradable.
– También muy astuto. Espero que no hayan estado hablando de negocios.
– No soy tan tonta. Sé reconocer cuando alguien trata de sacarme información confidencial -le aseguró ella, apartándose un poco.
– Eso esperó -Adam volvió a acercarla-. ¿De qué hablaban?
– De la vida, del amor, de la poesía -bromeó ella.
– Una hogaza de pan… una botella de vino… y…
– Algo así -aceptó ella, despreocupada.
– Pues no te quejes de que no te lo advertí -la música terminó y Adam la regresó al lado de Hanna, quien de inmediato reclamó la pieza siguiente. Pero no fue igual. El árabe era un bailarín excelente, era agradable y divertido, pero no era Adam. Este bailaba con la mujer norteamericana, haciéndola reír y charlando con ella. Tara dejó escapar un suspiro y al instante Hanna se mostró preocupado.
– ¿Estás cansada, cherie? Ha sido un largo día para ti. Permíteme llevarte a casa.
– No, gracias -respondió ella al percibir una campanada de alarma-. Será mejor que espere a Adam.
– Con seguridad estas ya no son horas de trabajo. Y Adam parece querer estar aquí un rato más -comentó Hanna un tanto molesto. Al mirar a su alrededor, Tara se percató de que Adam y la norteamericana habían desaparecido y un escalofrío la recorrió.
– En realidad estoy muy cansada. Te agradezco mucho tu ofrecimiento -se despidió del resto del grupo y permitió que el árabe la llevara al ascensor. Se tensó cuando el la tomó de la mano, pero no intentó más y poco a poco ella se relajó.
El la acomodó en el asiento delantero de su lujoso Mercedes y condujo despacio a través de la noche del desierto, señalándole las constelaciones que allí parecían más cercanas que en Inglaterra.
– Mañana por la tarde te llevaré al desierto para que sepas cómo es en realidad, hermosa Tara. Pero esta noche necesitas descansar -habían llegado a la villa y la ayudó a bajar como sí fuera una delicada pieza de porcelana. Luego le dio un beso gentil en la mano y se marchó.
Tara se quitó los broches y se soltó el cabello. La advertencia de Adam había sido inútil. Sonrió al bajarse la cremallera del vestido, el cual se quitó despacio. Lo puso en un gancho y estaba por guardarlo cuando escuchó un fuerte llamado a la puerta y la voz de Adam:
– ¡Tara! ¡Tara! ¿Estás allí?
La joven se cubrió con la bata y fue a abrir.
– ¿Sí? ¿Qué pasa?
– Veo que ya estás aquí -la cara de Adam era una máscara de ira-. ¿Estás sola?
– ¡Por supuesto! -pero eso no convenció a Adam, quien abrió la puerta por completo.
– ¿Qué diablos te hizo partir…? -las palabras de él se perdieron ante la visión que tenía enfrente. La pieza de satén y encaje y el cabello que le enmarcaba el pálido rostro revelaban más que lo que ocultaban de los senos y cadera plena, Tara dio un paso atrás, sólo para mostrar las largas piernas enfundadas en seda negra.
– ¡Fuera de aquí! -exclamó, tratando de cubrirse con la bata.
Adam no hizo movimiento alguno para salir; por el contrario, le quitó la bata de los dedos temblorosos y la estudió a placer hasta que al fin volvió a fijarse en el rostro ruborizado.
– Hace bien en cubrirse detrás de su armadura, señora Lambert. El señor Lambert es un hombre afortunado. Déle mi mensaje, por favor.
Dicho esto, se dio media vuelta y salió de la habitación. Tara fue a cerrar la puerta y se apoyó en ella como si así pudiera mantenerlo fuera si intentaba entrar por la fuerza.
– ¡Tonta! -se dijo muy quedo. Si hubiera extendido la mano, ahora lo tendría a sus pies. Pero no tenía experiencia en el arte de la seducción, a pesar de lo que él pensaba de ella. Y tal vez así era mejor. Había que pensar en Jane y su bebé.
A la mañana siguiente se vistió de manera que apagara cualquier sentimiento lujurioso. Se recogió el cabello en un moño más apretado que nunca y se puso un austero vestido azul marino. Adam llegó detrás de ella al comedor y fue a servirse un café.
– Este es un desayuno árabe. Si quieres huevos, tendrás que pedírselos a la cocinera.
– Esto está bien, gracias -Tara se sirvió yogurt, pan de centeno y café, sin animarse a probar los tomates con queso de cabra.
– ¿Dormiste bien? -le preguntó Adam con helada cortesía.
– Sí -mintió ella-. ¿Y tú?
El levantó la vista. La joven supo que no observaba el vestido, sino lo que sabía que había debajo.
– ¿Tú qué crees? -aparentemente no esperaba respuesta, ya que de inmediato se lanzó a analizar el programa de actividades del día-. Tenemos una reunión en el banco. Terminará alrededor de las doce e iremos a almorzar; después trabajaremos aquí por la tarde. Esta noche hay un cocktail en la embajada británica y luego un cambio de planes. Hemos sido invitados a cenar con el secretario de comercio y su esposa.
– ¿Cuando acordaste eso? -le preguntó Tara al anotarlo en su agenda.
– Vi a Mark en el restaurante anoche cuando se marchaba y lo acompañó hasta su auto. Estuve ausente cinco minutos, tiempo suficiente para que tú te dejaras convencer por Hanna de que te mostrara el desierto de noche. Pero hasta un ciego puede ver que no necesitas mucho convencimiento.
– Pero él dijo… -Tara se interrumpió para no traicionarse. Si admitía que partió porque Hanna le dijo que él estaba ocupado en otros menesteres, Adam sabría lo vulnerable que era.
– ¿Decías? -insistió Adam.
– Fue todo un caballero.
– Una gran decepción para ti. Pero él no te ha visto en ropa interior. Todavía. Te garantizo que no tiene el mismo control que yo.
– Si Hanna Rashid me ve en ropa interior, Adam, será a invitación mía.
– Estás jugando con fuego, Tara -él se levantó sin terminar su desayuno-. Pero eres una mujer adulta y no mi responsabilidad.
– Y me necesitas demasiado para despacharme, por mucho que quisieras hacerlo.