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– Creo que la prefiero en su armadura, señora Lambert. Es más fácil controlarla.

Tara ardió de furia, y todavía se sentía molesta cuando Harina los recibió a la entrada de su lujosa mansión. Al menos él sabía cómo halagar a una dama y no perdió tiempo en hacerlo. La tomó de las manos y se las besó.

– Estás preciosa esta noche, Tara.

– Muchas gracias, Hanna -ella le brindó su mejor sonrisa y se alegró de que Adam se tensara a su lado. Se dejó guiar al interior de la cesa, aceptó una copa de champaña y brindó con Hanna, sabiendo que Adam escuchaba cada una de sus palabras-. A tu salud.

– Está en tus manos, hermosa señora. Tienes en ellas mi corazón.

Tara lo miró con rapidez, preguntándose si estaría burlándose de ella, pero parecía muy serio. Nerviosa, bebió un sorbo del champaña.

– ¿Me presentas con tus amistades?

– Por supuesto -Hanna se convirtió en el anfitrión perfecto y aun cuando había reclamado la primera pieza de baile, se la cedió de buen grado a Mark Stringer.

– ¿Cómo está el niño?-preguntó ella, sintiéndose más segura.

– Sarampión confirmado -le indicó Mark-. Acabo de explicarle a Adam que Angela está en cuarentena con él.

– Cuánto lo siento. Dale mis condolencias.

En apariencia, Adam ignoraba su presencia. Cuando Tara volvía la vista hacia él, lo encontraba en animada conversación con un banquero, o prestando atención exagerada a alguna de las muchas damas hermosas que estaban presentes. Sólo en una ocasión sus miradas se encontraron desde extremos opuestos del salón antes que alguien se interpusiera entre ellos, y cuando se apartó, Adam había desaparecido.

Ella misma no carecía de atención. Tuvo acompañantes en abundancia y Hanna reapareció después a su lado para escoltarla a la mesa llena de platillos extraños y familiares. Pero después de un rato, la velada se volvió monótona para la joven. Extrañaba los comentarios agrios de Adam, mas él estaba ocupado con una rubia. Las atenciones excesivas de Hanna y el champaña la tenían mareada, y cuando el árabe fue distraído por alguien, aprovechó la oportunidad para escapar al jardín.

Altas ventanas francesas daban a una terraza y una serie de escalones bajos conducían a un sendero. El sonido de agua que caía la atrajo a la parte central del jardín hasta encontrar una fuente con iluminación interna, en cuyo centro un delfín lanzaba un chorro de agua hacia arriba. Por un momento, Tara contempló embelesada el juego de luces en el agua. La noche era más fresca de lo que esperaba y un pequeño estremecimiento la sorprendió, haciéndole desear haber llevado la capa consigo. Más no quería regresar a la casa y a las atenciones de Hanna. Ya estaba cansada de flirteos. Si con ellos esperaba atraer la atención de Adam, se llevó una decepción.

Lo que quizá era mejor.

Empezó a caminar por el jardín y momentos después llegó a una pequeña casa de verano medio oculta entre buganvillas y hierbas aromáticas. Tenía un sofá enorme con cojines mullidos. Tara se sentó en él, alegrándose de alejarse del bullicio de la fiesta.

El primer indicio que tuvo de que no estaba sola fue el de una botella de champaña que era descorchada.

– Un bonito refugio del mundo exterior, ¿no te parece? -entorpecida en sus movimientos por la falda larga y los cojines suaves, Tara trató de enderezarse, más Hanna le entregó una copa de champaña-. Esto le revivirá.

– ¿En serio? -Tara rió nerviosa.

– Te lo prometo -él se inclinó para besarle un hombro y antes que ella se percatara de lo que hacía, estaba sentado a su lado a corta distancia. A Tara le pareció infantil protestar. El hombre era un adulador consumado y no dejaría escapar la oportunidad. No obstante, ella no lo alentaría.

Buscó dónde dejar la copa y Hanna la retiró de su mano.

– Tara, querida, qué inteligente de tu parte encontrar mi pequeño pabellón -le besó las manos y de pronto sus labios le recorrieron el brazo. Ella trató de levantarse, pero lo mullido del sofá no la ayudó y Hanna ya estaba reclinado sobre ella, sujetándola con su propio peso.

– Hanna -protestó ella con urgencia.

– Sí, querida, aquí estoy -su boca estaba contra el cuello de ella y una de sus manos ya se había apoderado del suave montículo de un seno. Tara empezó a forcejear pero fue inútil. Se hundía en los cojines, y Hanna colocó una pierna sobre ella.

La joven sabía que tendría que gritar pidiendo ayuda, pero la vergüenza que sufriría sería enorme. Jamás podría soportar el desdén de Adam Blackmore. El se lo había advertido. En más de una ocasión.

Sus protestas fueron ignoradas y habiendo bebido demasiado, Hanna Rashid tiró de la cremallera del vestido y te descubrió tos senos. Tara estaba aterrorizada y le arañó la cara con desesperación. El maldijo, pero no la soltó. Los esfuerzos de ella sólo servían para excitarlo más. La joven abrió la boca. Ya no le importaba pasar vergüenzas:

– ¡Adam! -gritó con un gemido-. ¡Adam…!

– Dieu, Tara… -Hanna le cubrió la boca con la mano, pero nunca terminó la frase. De pronto su peso desapareció y Tara se quedó jadeante, reclinada en los cojines.

Ella escuchó el sonido de un cuerpo que caía en el agua e instantes después, Adam estaba a su lado, echando chispas por los ojos.

– Cúbrete -le ordenó. Tara estaba demasiado afectada por los acontecimientos y no podía moverse-. ¡Ahora!

La chica luchó contra los cojines y con una exclamación de furia, Adam tiró de ella, levantándola y cubriéndola. Le subió el cierre del vestido con tanta violencia, que le lastimó la piel. Tara hizo una mueca de dolor, pero guardó silencio. Adam no reaccionaría a ningún dolor que ella sufriera.

– Lo siento, Adam -ella temblaba, pero a él no parecía importarle.

– No, tanto como lo lamentarás -le lanzó una mirada salvaje a Hanna, quien salía de la fuente, y sin agregar palabra, la llevó a rastras hasta los escalones que conducían a la terraza. Antes que entraran, se detuvo de pronto, causando que sus cuerpos chocaran, y la hizo volverse.

– Ahora, señora Lambert, por una vez en su vida haga lo que se le dice y coopere -antes que ella pudiera preguntarle a qué se refería, él la besaba con la aparente sinceridad de un hombre enamorado. Pero ella sabía que fingía; ya había experimentado como era ser besada por él cuando se lo proponía.

Al fin terminó de humillarla y la soltó.

– ¿Cómo te atreves? -exclamó ella, furiosa.

– Por favor no creas que me causó placer, pero es mejor, mi querida señora, que los invitados crean que fuiste manoseada por alguien a quien conoces y no por un desconocido con quien decidiste coquetear a pesar de las recomendaciones -todavía tenía la respiración agitada-. Así nadie se sorprenderá de que nos retiremos temprano.

Tara era consciente de las miradas curiosas y divertidas que los seguían al dirigirse hacia la entrada. Adam parecía decidido a despedirse de todos los que conocía. Ella lo soportó con la mayor valentía de que fue capaz. Después de todo, ¿qué era un poco de vergüenza comparada con un intento de violación?

Al fin él la soltó, depositándola sin ceremonias en el asiento del auto antes de sentarse ante el volante.

– ¿Qué diablos fue lo que te poseyó? -le exigió entonces.

– Sólo salí a respirar un poco de aire fresco. El me tomó por asalto.

– ¿Y acaso no lo alentaste? -preguntó Adam al poner el motor en marcha-. Dios mío, si así fue como atormentaste al pobre tonto de Victoria Road, lamento no haberte dejado a su merced. Necesitas una lección de modales sexuales.

Tara no intentó responder. Estaba demasiado avergonzada para tratar de justificarse. Había coqueteado con Hanna Rashid sólo por molestar a Adam. Pero no podía decirle eso. Suspiró.

– Lo siento, Adam. ¿He arruinado tus posibilidades de hacer negocios?