– No te halagues. El dinero significa más para Rashid que una mujer.
– Pero será difícil. Lo arrojaste a la fuente.
– Fue la forma más fácil de calmar sus instintos ardientes -él fruncía el entrecejo-. Mucho más digno que darle una golpiza.
– Pero…
– No te preocupes, Tara. Ya se habrá dado una ducha, cambiado de ropa, y estará coqueteando con otra mujer en este momento.
– ¿Eso crees? -ella se mordía un labio.
– Es incorregible. Al menos cuando su esposa no está presente.
Esa fue la gota que derramó el vaso.
– El nunca me habló de su esposa, Adam. Yo…
– Por favor no finjas que eso te molesta. Supongo que tú tampoco le hablaste de tu esposo -introdujo el auto en la villa y Tara trató de alejarse de él cuanto antes y despojarse del odioso vestido escarlata cuando entraron en la casa.
– No te vayas. Tara -algo en la voz varonil le decía que si se alejaba, pagaría las consecuencias-. No sé tú, pero yo necesito un trago. ¿Quieres un brandy? -no esperó su respuesta y sirvió dos copas, entregándole una a ella. Tara no quería la bebida, pero sostuvo la copa en las manos en espera de la reprimenda.
En lugar de eso Adam se concretó a quitarse la chaqueta, y luego se soltó la corbata y se arrellanó en el sofá.
– Ven a sentarte -palmeó el lugar junto a él.
– No creo…
– Yo no soy Hanna Rashid, mi lady. Prefiero que mis mujeres participen en su seducción. Tara se sentó con nerviosismo en la orilla del sofá.
– Para ser justo con Hanna, le faltó tiempo. Tenía que actuar rápido cuando le presentaste la oportunidad.
– Yo no…
– Ese sofá es único.
Tara palideció. Era evidente que él presenció todo el incidente.
– Traté de gritar.
– En efecto. Eso me dio la oportunidad de intervenir. Te prometo que no lo habría hecho si hubiera pensado que disfrutabas la ocasión.
– ¿Es… estuviste observándonos?
– Es difícil ser un caballero andante, en especial cuando la dama afirma que puede cuidarse sola -Adam vació de un trago su copa-. Me alegro de no haberte creído. Aunque es cierto que hace mucho que conozco a Hanna, me sorprendió que no perdiera mucho tiempo en preliminares.
– No te he dado las gracias por salvarme -murmuró ella, ruborizada.
– No, no lo has hecho -Adam la observaba, aguardando.
– Gracias -ella hizo el intento de levantarse, pero él la detuvo, le quitó la copa de la mano y la dejó en una mesa lateral.
– Eso no es suficiente, Tara -tenía la mirada velada, pero su tensión corporal no auguraba más que problemas.
Las emociones de Tara estaban a flor de piel y el aroma de Adam actuaba en ella como una droga, haciéndola vibrar y acelerándole el pulso. Quería huir, mas sabía que las piernas no la sostendrían.
– Adam… -murmuró en un tono apenas audible.
– ¿Sí, Tara? -sin dejar de verla a los ojos le tomó su mano y se la besó. Pero ella no podía hablar, hechizada por la cabeza inclinada frente a ella y los labios que reptaban por su brazo hasta el hueco del hombro. Había un profundo anhelo dentro de ella. El contacto era diferente de cualquiera que ella hubiera conocido antes; él no necesitaba sujetarla contra el sofá. Ella se abrió a él como una flor, ofreciéndote el cuello, los labios, todo su cuerpo.
Adam le delineó los labios con la punta de la lengua y la boca de Tara se abrió agradecida, bebiendo el beso como alguien que muere de sed en el desierto.
Eran las únicas personas sobrevivientes en el mundo. Ella estaba perdida para todo, menos para él y le pasó los brazos aL cuello.
– Ámame, Adam -le rogó.
El levantó la cabeza y la miró un largo momento. Luego, como si lo lamentara, negó con la cabeza.
– No, creo que no.
– ¿Qué…?
El se levantó con un movimiento brusco, fue a servirse otro brandy y lo bebió de un trago. El asombro mantuvo a Tara inmovilizada en el sofá hasta que él se volvió hacia ella.
– Eso es todo. La lección terminó. Puedes irte, pero la próxima vez que quieras iniciar un juego, recuerda cómo te sientes ahora y ten un poco de compasión por tu víctima.
Pasó un momento antes que ella pudiera moverse. Luego empezó a correr. Trastabilló por la escalera, pero logró mantenerse en movimiento. Su mano tembló tanto sobre la perilla de la puerta que llegó a creer que estaba cerrada con llave. Pero se abrió de pronto y ella estuvo a punto de caer al interior. La cerró con fuerza, deslizó el pestillo y corrió al baño.
Se arrancó la ropa sin importarle lo que le ocurriera y se metió bajo la ducha, frotándose con energía hasta irritarse la piel. Pero eso no le borraba la sensación de los labios sobre la epidermis, ni el dolor que le producía.
Después de secarse, se puso un pijama color de rosa. Siempre le pareció infantil, pero recordó que Adam le había dicho que era irresistible en esa prenda. Se preguntó qué haría él si ella fuera a su habitación en ese momento. Rechazarla con firmeza, seguramente. Parecía que le era fácil.
Sintiéndose mal, se metió en la cama, pero no pudo conciliar el sueño. Todavía trataba de decidir qué haría para salir del tío en que se había metido cuando el lamento del muezzin de una mezquita distante llamando a los fieles a la oración anunció el amanecer. El cielo se iluminó al este y ella pudo levantarse para vestirse y enfrentarse al día, por doloroso que le resultara.
Se enfundó en un pantalón y un suéter ligero y bajó. Le habría gustado salir a correr, a caminar rápido, nadar o lo que fuera que la ayudara a quemar la nerviosa energía que la atormentó la noche entera. Todo lo que podía hacer era caminar en el jardín donde se sentía enjaulada, encerrada.
El sirviente le llevó una bandeja con el té y la infusión la hizo sentirse un poco mejor. Luego se dirigió a la oficina. Varios télex habían llegado durante la noche. Los clasificó y dejó sobre el escritorio de Adam para que los viera. Luego revisó la agenda. Tareas innecesarias, pero no había señales de Adam y lejos del ambiente normal de la oficina, ella no sabía qué más hacer.
Desayunó sola, lo que debió ser un alivio, mas no resultó así. Entonces consideró la posibilidad de subir a ver si Adam estaba bien. No era de los que se quedan en la cama hasta tarde. Al menos, no solo, pensó y deseó no haberlo hecho.
El repentino timbre del teléfono la sobresaltó, pero al menos era algo que hacer.
– Oficina de Adam Blackmore -contestó con un tono jovial que distaba mucho de sentir.
– ¿Tara? -era la voz amable de una mujer joven.
– Habla Tara Lambert -confirmó ella.
– Me alegro tanto de hablar contigo. Soy Jane Townsend, la…
– Si -la interrumpió Tara-, me temo que Adam no está aquí por él momento.
– Viernes por la mañana. Debí imaginarlo -la risa era indulgente-. Siempre se excede en las fiestas de Hanna.
– ¿Ah, sí? -¿Eran celos ese dolor que sentía? ¿Podría estar celosa de esa mujer por conocer el comportamiento de Adam en las tiestas? Cerró los ojos, avergonzada, segura de que Jane lo había detectado en su voz.
– Cuídate de ese hombre, Tara. Es una amenaza. Pero supongo que Adam ya te lo habrá advertido.
Había tanta afabilidad en la voz de la mujer, que Tara no pudo dejar de responder, a pesar de su deseo de odiarla.
– Sí, me lo advirtió -no podía negarlo. Era culpa suya no haberlo escuchado-. ¿Puedo darle algún mensaje tuyo a Adam? -inquirió, titubeante.
– Sí. Dile que espero que sufra la peor de las resacas -se rió-. Y que en la clínica han decidido que el niño nazca el lunes mediante cesárea.
– Lo lamento -expresó Tara, con sinceridad-. ¿Hay algún problema?
– Han encontrado que la placenta está en un mal lugar. He estado entrando y saliendo del hospital durante las últimas semanas. Y no se me permite bajar los pies de la cama. Es horrible. Ya pronto terminará, pero me gustaría un poco de apoyo moral, si él logra regresar a tiempo.