Temerosa, puso la cadena de seguridad antes de abrir y dejó escapar un grito de sorpresa al ver por la rendija una figura imponente con casco y macana dispuesta a atacar.
– Salga, señorita. Es inútil que trate de escapar -la feroz criatura tenía una voz tan amenazadora como su apariencia, pero su expresión era velada por la visera del casco. Tara abrió la boca, mas no pudo emitir sonido. El tipo se acercó más a la puerta.
– ¿Quién es usted? -preguntó ella, volviendo a cerrar la puerta.
– Pertenezco a Maybridge Securities, señorita -le informó el hombre con voz firme-. La ocupante de este apartamento está de viaje, así que sea una chica buena y entréguese. Nos ahorrará muchas molestias.
Tara se desplomó contra la puerta. Adam le había dicho que haría vigilar su casa, recordó. Retiró la cadena y volvió a abrir.
– Lo lamento, pero me dio un susto tremendo. Soy Tara Lambert -informó, pero el individuo no reaccionó-. Este es mi apartamento. Regresamos antes de lo previsto. El señor Blackmore… -no tenía por qué darle explicaciones a ese sujeto-. Puede comprobarlo directamente con el. Debe estar en su casa -a menos que estuviera en el hospital con Jane, pensó.
– ¿Puede identificarse? -el guardia no parecía impresionado.
– No tengo que identificarme. Vivo aquí. Yo… -Tara suspiró. El hombre sólo hacía su trabajo, por desagradable que fuera-. Espere un momento -le indicó al cerrar la puerta de nuevo.
¿Qué había sido de la vida ordenada y tranquila que llevaba antes de conocer a Adam Blackmore?
El guardia volvió a llamar. Tara se tardaba, lo que lo hacía sospechar. La joven tomó de prisa su pasaporte de la mesa de noche.
– ¡Tara!
La voz de Adam al otro lado de la puerta fue la gota que derramó el vaso. Ella abrió la puerta y le entregó el pasaporte al guardia. Adam se lo quitó de las manos.
– Está bien, Frank. Yo me encargo.
– Lo lamento, señor Blackmore, Me pareció que la señorita trataba de forzar la chapa y…
– No te preocupes, sólo cumplías con tu deber. Bien hecho.
– Correcto, señor Blackmore. Me marcho. ¿Debo continuar con la vigilancia ahora que la dama ha regresado?
– No -objetó Tara de inmediato-. Muchas gracias.
Frank se retiró y Adam entró en el apartamento antes que la joven se diera cuenta. Ella lo siguió y le arrebató su pasaporte.
– ¿Sigues empeñado en tu función de caballero andante? -preguntó, molesta-. Al menos deberías cambiar ese monstruo vestido de negro por uno de armadura blanca.
– En cualquier momento, madame -él hizo una reverencia irónica-. Caballeros Andantes Ilimitados. Y ya conoces mi tarifa -se burló-. Un beso a ser cobrado cuando mejor me parezca.
Tara palideció y al instante él manifestó preocupación.
– Cielos, lo siento. Sin duda fue un incidente desagradable. Debí avisarles que ya estabas de regreso, pero debo confesar que en cuanto llegué a casa, el agotamiento me derribó.
– Será mejor que te sientes -el tono de Tara se suavizó.
– Me gusta -comentó Adam al examinar el apartamento-. ¿Llevas aquí mucho tiempo?
– Casi siete años. Me mudé cuando terminaron de remodelarlo -Adam ignoró su invitación de que se sentara y estudió las vigas del techo.
– Son auténticas, Cuando las vi la otra noche, me pareció que eran imitaciones.
– Como tú, Adam, no tengo tiempo para imitaciones -Tara deseaba que se fuera, pero él no daba muestras de querer hacerlo-. ¿Quieres una taza de…,? -intencionalmente, dejó inconclusa la frase
– Me gustaría una taza de café -él la siguió a la cocina y al ver los huevos sobre la mesa, comentó-: Frank interrumpió tu cena.
– Nada especial. Iba a prepararme unos huevos revueltos. ¿Quieres? -añadió después de una pausa.
– Creí que nunca me lo preguntarías -comentó Adam con una sonrisa.
Minutos después, estaban frente a frente devorando la comida. Tara estaba muy callada, teniendo cuidado de no hacer o decir algo insensato. No quería que él la acusara de provocarlo.
– ¿Te sientes bien, Tara? -preguntó Adam, preocupado.
– Estoy bien.
– Frank sólo hacía su trabajo. Pudo ser cualquiera.
– Lo sé. En verdad estoy bien.
– No, no lo estás. Estás tan nerviosa como un gatito -colocó una mano sobre la suya y Tara dio un salto hacia atrás. El de inmediato retiró la mano-. Ah, ya veo, no es por Frank, sino por mí. ¿Quieres que me vaya?
Tara levantó la vista con expresión suplicante. Quería que él se fuera y a la vez que se quedara. Lo quería a él, pero pertenecía a alguien más, era insoportable. Pero él la interpretó mal.
– Estás esperando a alguien. Debí comprenderlo -se puso de pie-. ¿Tal vez al señor Lambert? Aunque parece que no pasa mucho tiempo aquí.
Vio la foto en la repisa de la chimenea y la tomó para estudiarla.
– La foto de su boda -comentó-. De acuerdo a las tradiciones, el novio no vestía para la ocasión -sonrió un poco-. Su noche de bodas debió de ser… interesante.
– Se había roto una pierna -le informó Tara, sonrojada-. Se cayó de la motocicleta al ir al ensayo para la boda.
– ¿Se casaron en el hospital? ¿Fue una boda apresurada?
– Había circunstancias…
– Es difícil notarlo entre tantos aparatos -Adam examinaba la foto con atención-, pero no pareces…
– No lo estaba -explotó ella al fin. arrebatándole la foto y contempló los rostros felices-. Creo que será mejor que te vayas, Adam.
– Los dos eran muy jóvenes -observó él sin inmutarse-. ¿Qué edad tenían? ¿Dieciocho, diecinueve?
– Dieciocho -murmuró ella.
– Demasiado jóvenes. ¿Cuánto duró?
– No mucho -nada, de hecho. Tara volvió a dejar la fotografía en su sitio con todo cuidado-. Murió la noche en que esta foto fue tomada.
– ¿Murió? ¿El día que se casaron? -Adam miraba la foto, tratando de comprender-. Lo lamento, Tara. Suponía que estaban separados, pero esto… -fue hacia ella como si quisiera darle apoyo, pero la joven sabía que si la tocaba, no podría contenerse. Dio un paso atrás y caminó hacia la puerta.
– Quiero que te vayas, Adam -por un momento le pareció que él no prestaría atención a su súplica, pero al fin tomó su chaqueta de cuero de un sillón y se la echó al hombro.
– Siete años son muchos para estar sola, Tara -le indicó al volverse desde la puerta. A él no le habría gustado, supuso ella.
– Así lo prefiero -al menos así era hasta que Adam la besó.
– No, Tara, eres una mujer hecha para el amor. Los dos lo sabemos. Hanna lo supo también.
– Por favor, Adam… -le rogó ella.
– ¿Es un sentimiento de culpa? ¿Por eso es que te enciendes y apagas con tanta facilidad? -de pronto estaba muy molesto-. Vivir no es un pecado, Tara. Amar tampoco.
Ella lo sabía. No obstante, ¿no era pecado desear a un hombre que pertenecía a alguien más?
– ¡Por favor, sólo vete! -cerró los párpados para bloquear su imagen y cuando volvió a abrirlos, Adam había desaparecido.
El domingo amaneció gris. Tara llamó a Beth para avisarle que ya estaba de regreso, pero rechazó su invitación de almorzar con ella. Bastaría con que la viera para que su amiga supiera lo que pasaba. Necesitaba un poco de tiempo para volver a colocarse la máscara antes de tener que enfrentarse al mundo.
Salió a dar un largo paseo por la orilla del río. Algunos botones de flores hacían un valiente intento por alegrar el día. Hasta la temperatura habría sido agradable si no hubiera pasado los últimos días en un clima más cálido.
No obstante, el viento logró que cierto color apareciera en sus mejillas y el ejercicio la hizo volver a la vida. Era feliz hasta que conoció a Adam Blackmore reflexionó, y, se dijo que podría volver a serlo. Le tomaría algún tiempo. Pero tenía de sobra.