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– ¿Fue cuando te pidió que te marcharas?

– No en esas palabras -Mary apretó los labios-. Simplemente, – me dijo que si no podía tomar su dictado, buscara un trabajo menos exigente. Le dije que he trabajado…

– Sí, Mary -Tara suspiró-. Nadie cuestiona tu experiencia. Siéntate y toma una taza de café -trató de calmar a la mujer, ofreciéndole colocarla en otra parte tan rápido como le fuera posible, y al fin la vio partir con alivio.

– ¿Crees que él esté tratando de enviarte un mensaje? -le preguntó Beth entre risas.

– ¿Qué? -exclamó Tara.

– Lo lamento -Beth levantó los brazos-, no es de mi incumbencia. ¿Qué vas a hacer ahora?

– No estoy segura, pero más me vale hacer algo -tomó el teléfono para buscar a alguien que reemplazara a Mary.

– ¿No crees que debiste ponerla sobre aviso? -preguntó Beth cuando Tara terminó la llamada.

– No. Eso sólo la pondría nerviosa -comentó Tara al volver a marcar y esperar impaciente que Adam contestara.

– Adam Blackmore -ladró él por la línea y Tara guardó silencio-. ¿Hola? -con voz más amistosa, pensó ella molesta, pero no lo suficiente. Después de una pausa escuchó una risa suave que la hizo estremecerse-. Hola, mi lady. Me preguntaba cuánto más tardarías en llamarme.

Capítulo 7

BUENAS tardes, Adam -a Tara le dolía la mano de tanto apretar el teléfono-. Tengo entendido que necesitas otra secretaría.

– Así es. ¿Sería demasiado pedirte que me envíes a una que sea capaz de tomar algunas notas sin que se ponga histérica?

– Mary nunca ha sufrido de histeria en su vida -le indicó ella con frialdad-. No comprendo tu problema, Adam. Es justo lo que pediste, incluyendo la ropa interior -agregó con los dedos cruzados-, con el bono adicional de que sabe mecanografiar.

Beth hacía gestos con las cejas en el otro extremo de la oficina, pero Tara la ignoró intencionalmente, recriminándose haber dicho algo tan estúpido. El sentido común del que siempre se preció la había abandonado. Se preguntó si Adam se lo habría robado al igual que el corazón.

– ¿Lo recuerdas? -preguntó Adam en voz baja.

Tara pasó saliva con dificultad. Claro que lo recordaba. Nunca olvidaría la forma en que la abrazó, el beso que la dejó aturdida. Sólo él había llenado su mente hasta que una fuerte sacudida la hizo volver a la realidad.

– ¿Tara? -insistió él.

– Claro que lo recuerdo -reconoció ella con calma aparente-. Tendrás una secretaria ejecutiva en tu oficina mañana a las ocho -ante el silencio de Adam, añadió con rapidez-: Es nuestra mejor taquígrafa. Generalmente no trabaja durante las vacaciones escolares, pero hará una excepción.

– Me alegra que tengas buena memoria -comentó Adam, ignorando lo que ella acababa de decir-. Té ayudará a guardar el calor las noches de invierno -hablaba sin emoción en la voz, pero cuando cortó la comunicación, Tara se estremeció.

Soltó el auricular como si la quemara y adoptó su mejor actitud profesional, pero él seguía atormentándola. ¿Por qué? Fue él quien dijo que no quería volver a verla. ¿Por qué no la dejaba seguir con su vida?

¿Qué vida?, inquirió una vocecita interna. Antes de conocer a Adam tenía su trabajo, un nuevo negocio que debía levantar con Beth, una agradable vida social y una adorable madrina en la región de los lagos que ahora sólo aparecía para bodas y entierros, pero la quería mucho.

Cierto, conservaba todo eso, pero ahora le parecía poco importante. Tal vez si tuviera familia, hermanos y hermanas, sería diferente. Pero ella nunca conoció a sus padres. Los señores Lambert la adoptaron al quedar huérfana, muy pequeña. La atendieron y amaron como si fuera su propia hija y ella nunca pensó en el pequeño Nigel más que como un hermano mayor hasta que él se fue a la universidad a estudiar diseño.

Lo extrañaba más de lo que imaginaba. Otras chicas reñían eternamente con sus hermanos, pero Nigel siempre estaba allí para ella, protegiéndola, siendo su mejor amigo. Cuando él le pidió que se casaran, a ella le pareció lo más normal, lo correcto.

Suspiró. Nunca hubo la pasión ardiente que Adam despertaba con su presencia o el sonido de su voz por el teléfono. Nigel no le convertía los huesos en gelatina, la sangre en fuego. Fue una relación cómoda y simple. Habrían sido felices si hubieran tenido la oportunidad. Pero una pequeña duda la molestaba. Si hubiera conocido a alguien como Adam, ¿habría sido suficiente? Tal vez eso había sido el matrimonio de Jane. Cómodo hasta que Adam Blackmore se metió bajo su piel como una espina.

La tarde se arrastró interminable. A pesar del trabajo que tenía sobre su escritorio, Tara se levantó a las cinco y media en punto y se puso el abrigo.

– ¿Qué prisa tienes? -le preguntó Beth, sorprendida.

– Ya estoy harta. Necesito un baño caliente, un tazón de pasta y una enorme barra de chocolate. El orden no importa.

– Conozco tos síntomas -comentó su socia, compadecida-. Ve a consentirte. Mañana te sentirás tan culpable que no tendrás tiempo para acordarte de tu corazón roto.

Tara estuvo a punto de negarlo, pero comprendió a tiempo que sería inútil. Beth era una romántica incurable, cada tercer día se enamoraba.

– ¿Dura esto mucho?

– Depende, cariño. ¿Cómo fue cuando Nigel murió?

– No fue igual, Beth -reveló la joven, tratando de recordar-. Lloré mucho. Lo amaba. Lo amé toda mi vida -negó con la cabeza-. Pero nunca fue como esto.

– Si quieres tomarte un descanso… unas vacaciones te vendrían bien…

– Tal vez un poco más adelante.

– Escucha. Olvida lo del baño por ahora. Ven a cenar espagueti a Alberto's conmigo. Pediremos una rebanada de ese maravilloso pastel de chocolate que él prepara y una botella de Chianti. El mejor cemento para reparar o remendar un corazón roto, te lo aseguro -comentó con una sonrisa- Confía en mí. Después podrás ahogarte en la bañera.

– Tienes razón -Tara rió-. Vamos. Estoy impaciente.

– Perfecto -aprobó Beth-. Serás una paciente excelente.

Beth la hizo reír durante toda la cena, hablándole de los múltiples novios que tuvo desde la adolescencia.

– No puedo creerlo -dijo Tara al fin-. Es demasiado.

– Bueno -Beth encogió los hombros-. Siempre he dicho que no hay por qué hacer una historia aburrida, ciñéndote siempre a la verdad.

Cuando se despidieron en Victoria Road para ir cada quien a su casa, Tara se sentía mejor. La risa la había ayudado. Sabía que no duraría, pero esa noche se daría un baño largo y podría dormir.

– Buenas noches, señora Lambert -la saludó el guardia al pasar y los ánimos de ella decayeron.

Al entrar en su apartamento miró furiosa hacía el teléfono. Debería llamarlo y pedirle que retirara su perro guardián en ese momento, pensó, pero tendría que esperar hasta la mañana siguiente. Y no lo llamaría. Tendría que mantenerse alejada de Adam si deseaba recobrar el equilibrio emocional algún día. Se concretaría a enviarle una nota cortés.

La luz que indicaba recados de la contestadora parpadeaba. Tara escuchó mensajes de amistades a quienes hacía tiempo no veía y uno más de Jim, desesperado, pidiéndole que lo llamara. El último mensaje era de una voz conocida pero que no pudo identificar de inmediato.

– ¿Tara? Espero que este sea el número correcto, lo tomé del directorio telefónico. Me pregunto si querrías venir a verme a la clínica, si tienes tiempo. ¿Te parece el sábado a las cuatro? Lo lamento… habla Jane Townsend. Debí decirlo desde el principio. Estos aparatos siempre me ponen nerviosa. Estoy preocupada por Adam y creo que es el momento de que hablemos.

Sí, era Jane. Ese acento afectuoso era inconfundible. Y quería hablar con ella acerca de Adam. Tal vez advertirla. En esas circunstancias, ella se sentiría igual, concluyó. Molesta, abrió los grifos de la tina. Su buen humor había desaparecido por completo y se preguntó qué voz amistosa en Victoria House se había tomado la molestia de advertirle que debía cuidarse las espaldas.