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– ¡Y tú eres un experto! -Tara habló con voz chillona y se odió por ello. Si había perdido el corazón, al menos debía conservar el respeto de sí misma. Adam nunca debería saber cuánto sufría.

– No me precio de serlo -comentó él al evitar con habilidad a un taxi que se les acercó demasiado.

Guardaron silencio durante un rato, perdidos cada quien en sus pensamientos. La joven cerró los ojos en un esfuerzo por ignorar la presencia del hombre al que amaba, dudando de su control. Pero el aroma del ambiente que la rodeaba le alteraba los nervios hasta que abandonó la inútil lucha y se volvió hacía él.

Cuando lo reconoció, le pareció un hombre inclemente. Y era cierto. Tenía un dinamismo que lo llevó a una posición de poder e influencia que disfrutaba sin remordimientos. Pero tenía mucho más. Tara pensó en él como un caballero de armadura negra; eso no era correcto. Tenía muchos defectos, era cierto, pero pertenecía al bando de los ángeles. Quizá incluso ya lamentaba su aventura con Jane. La forma en que la besó aquella noche en su oficina no había sido sólo por lujuria. La deseaba tanto como ella a él y sólo el último hito de cordura que le quedaba a Tara impidió que cometiera el más terrible de los errores. Pero él era consciente de sus responsabilidades hacia Jane y el bebé y jamás los abandonaría. Eso era correcto y ella lo aceptaba.

– Devolviste las perlas -comentó Adam de pronto. Era algo tan ajeno a los pensamientos de Tara, que ésta se sobresalto-, ¿Por qué?

– ¿Qué esperabas? -inquirió ella-. Te negaste a hacerlo por mí.

– Me parecía que exagerabas en tu nobleza. Hanna tiene lo suficiente para ser generoso.

– Ese no es el punto.

– Has sacudido hasta los cimientos la creencia de Hanna en la avaricia de las mujeres.

– ¿Hablaste con él?

– Me llamó muy alarmado, queriendo saber qué pretendes de él y cuánto le costará comprar tu silencio. Consideró el que le devolvieras los pendientes una especie de chantaje de tu parte, una insinuación de que no le resulta suficiente.

– ¡No, Adam! -exclamó ella de prisa. Tenía que creerle.

– Logré convencerlo de que si le decías que estaba perdonado, podía olvidarse del incidente. Es un hombre derrotado, Tara. No está acostumbrado a recibir perdón sin tener que pagar por sus pecados. Su mujer le extrae joyas como dientes un dentista. Y sin anestesia -agregó con una sonrisa.

– Nunca habría podido usarlos -Tara se miraba las manos, nerviosa. No soportaba esa sonrisa de Adam.

– Pues no habrías sufrido daño alguno. Es un tipo acaudalado y lo consideraba una deuda de honor.

– Una frase muy inapropiada, si se me permite decirlo.

– ¿Qué? Ah, sí. Supongo que lo es -estaban detenidos por el tránsito y él tamborileaba impaciente con los dedos sobre el volante.

Tara sentía que se resquebrajaba. Había sido un día terrible para ella y verse obligada a estar junto a Adam era una tortura. Al volverse a mirar por su ventana, se percató de que pasaban frente a una estación del tren subterráneo.

– Adam, lamento que te hayan obligado a traerme -dijo-. Déjame aquí y regresaré a casa en el "metro" -hizo el intento de soltarse el cinturón de seguridad.

– Quédate donde estás. El tránsito está por empezar a avanzar de nuevo.

– ¿No podrías acercarte a la acera y dejarme aquí?

– ¿Tanto aborreces mi compartía? -preguntó él, molesto. El tránsito volvió a fluir y en cuestión de segundos una orquesta de bocinas empezó a sonar detrás de ellos.

– ¡Adam!

– ¡Contéstame!

– Dijiste que no querías volver a verme -le recordó ella sin poder mentir.

– Lo cual demuestra lo poco que sé -manifestó Adam con amargura. Mirando por el espejo retrovisor, levantó una mano pidiendo calma antes de poner el auto en movimiento.

– Por favor, Adam -imploró Tara.

Pero él la ignoró, aceleró y la estación pronto quedó atrás.

– ¿Es demasiado pedirte que me soportes unos kilómetros más? No tienes que hablarme si eso es problema para ti.

Tara no contestó. Era inútil. Interpretando su silencio como una respuesta positiva, Adam insertó una cinta en la reproductora y los acordes del concierto para violín de Tchaikovsky inundaron el interior del coche, poniendo fin al intercambio verbal.

La joven cerró los ojos, dejándose llevar por la música. Ni siquiera los abrió cuando el auto se detuvo, pues supuso que sólo lo hacían por un semáforo, hasta que él apagó el motor y el silencio los envolvió, lo cual la obligó a abrir los ojos. Adam se había detenido junto al río.

– ¿En dónde estamos?

– En algún punto de Buckinghamshire -respondió él con tono enigmático-. ¿Importa? Me dieron ganas de caminar un poco. Apenas he visto la luz del día esta semana y me gustaría librarme de las telarañas.

– ¿No está por oscurecer? -protestó ella.

– No antes de una hora. Sólo caminaremos por la ribera. Nada agotador -le ofreció el brazo. Tara dudó un instante, pero recordó que él había sido obligado por Jane a llevarla y sería inútil de su parte que insistiera en que la dejara en su casa en ese momento. A decir verdad, a ella también le agradaría el aire fresco.

El la tomó del brazo y ella se dejó guiar hasta la orilla del agua, donde deambularon unos minutos. La tarde primaveral había alentado a varías personas a salir a pasear, pero al caer el sol, empezaban a encaminarse en una sola dirección y Adam y Tara las siguieron hasta una posada antigua. El se agachó para pasar bajo una viga a poca altura y fue al bar.

– ¿Qué quieres tomar? -le preguntó a Tara, volviéndose. Lo extraño era la normalidad con que se desenvolvían. El parecía ignorar la tensión. Quizá era mejor así, seguir fingiendo normalidad.

– Un jerez seco, por favor.

Adam ordenó el jerez y un jugo de tomate para él y se abrió camino hasta una mesa pequeña al fondo del salón. Se mantuvo en silencio durante un largo momento, observándola pensativo, como si fuera a tomar una decisión.

– ¿Qué te pareció Jane? ¿Te agradó? -sus preguntas tenían un tono extraño, como si la respuesta fuera muy importante para él. No era probable que alguna vez se convirtieran en amigas. Tara esperaba no volver a ver a la mujer.

– Nuestro encuentro fue muy breve -comentó al llevarse la copa a los labios-. La charla versó básicamente sobre el bebé.

Adam apretó los labios de repente.

– Te veías muy hermosa con el bebé en los brazos, Tara.

– No estoy en busca de bebés, Adam -le indicó ella, ruborizada-. Tengo mi carrera.

Sin que Tara pudiera evitarlo Adam se apoderó de su mano.

– ¿Estás tan obstinada en eso? ¿Una vida solitaria en compañía de un perro mimado que te acompañe en tu vejez? Tu marido murió, Tara, pero el mundo no se acabó con él. Pasó hace mucho tiempo y ya es hora de que empieces a vivir de nuevo. Debes ser amada, consentida. Déjame…

¿No era el final del mundo? El nunca sabría lo cercano que estaba. El haberlo juzgado tan mal… la voz de Tara sonó ronca, pero el significado de sus palabras tan claro como el cristaclass="underline"

– No puedo ayudarte, Adam.

– Entonces es cierto -él se reclinó hacia atrás-. Sigues enamorada de él.

– Siempre lo amaré. ¿Te parece extraño? -"no de la manera en que te amo a ti", pensó. Pero al menos Nigel nunca la lastimó.

– ¿Aun cuando me pediste que te amara?

El impulso de contraatacar, de lastimarlo tanto como él la lastimaba a ella era abrumador.

– Todos tenemos necesidades, Adam. Simplemente reemplazabas a mi compañero esa noche. Y fuiste tú quien se negó.

– ¡Maldita!

– ¿Qué te sucede, Adam? -nada la detenía, ya nada importaba-. ¿Crees que sólo los hombres pueden satisfacerse en la cama sin un compromiso emocional?

– No, Tara -un nervio saltaba en la sien de Adam-, pero fui tan tonto como para esperar… -su sonrisa era mortal-. No importa -se levantó y, tomándola del brazo, la hizo salir para volver a la ribera del río. Al llegar junto a un viejo y frondoso sauce, se volvió y la atrajo a sus brazos.