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– Si se trata de divertirse, Tara, soy tan bueno como el mejor.

– ¡No! -Tara lo apartó con violencia, empujándolo por el pecho, pero él se mantuvo firme y la acercó más, ajustando las curvas de sus cuerpos y haciéndola sentir su excitación. Tara empezó a temblar. Lo había provocado más allá del límite y ahora iba a tomarla allí, pensó en el frío y húmedo pasto, en la oscuridad junto al río… Después de todo, ocurriría allí, en un arranque de ira-. Por favor, no -su voz se quebró en un sollozo.

– ¿Lágrimas? -Adam levantó la mano y tocó la humedad de su mejilla antes de maldecir y apartarse de ella con brusquedad-. Dios mío, Tara, estás llevándome al borde de la locura. Te deseo tanto que en ocasiones creo que te odio -jadeaba con fuerza-. ¿No sientes esta… electricidad? -la tomó de los brazos y la sacudió, como para arrancarle una respuesta, pero al verla estremecerse dio un paso atrás y levantó tos brazos para tranquilizarse-. ¿Por qué lo niegas?

– Necesito algo más que electricidad para encenderme, Adam. Necesito a alguien que me ame todo el tiempo, ¡no sólo en los momentos entre tus visitas a Jane y su hijo! -¿Jane? ¿Qué diablos tiene ella que ver con nosotros?

– Todo. Por eso es que quería verme hoy. Necesitaba esa seguridad.

– ¿Acerca de qué exactamente? -él estaba furioso, y nada podía ella hacer al respecto. Jane tendría que hacerse cargo de ese aspecto en persona. Parecía muy capaz de ello.

– Tú eres el experto en hormonas, Adam. Ella acaba de tener un bebé. Se siente vulnerable. Quería asegurarse de que yo no seré una amenaza para ella. Hice mi mejor esfuerzo por tranquilizarla y el cielo sabe que es más de lo que te mereces.

La risa brusca de Adam fue como un puñal para ella.

– ¿Por eso te vestiste como tía solterona? -preguntó, pero Tara no respondió-. No funciona, mi lady. ¿No sabes que hasta vestida con un saco de harina llamarías la atención? -levantó una mano y le soltó el cabello. Sus dedos encendían un deseo peligroso que corría por sus venas como el más fino champaña.

– ¡No! -exclamó ella, se volvió y corrió de regreso a la posada, ignorando tos gritos de Adam, que le pedía que se detuviera.

Al ver su expresión, la posadera la llevó de inmediato al teléfono a petición de Tara. La pasó a su sala para que llamara un taxi y luego la dejó sola con discreción para que reparara su maquillaje dañado por las lágrimas y se arreglara el cabello.

Poco después, la joven se acomodó en el asiento posterior del taxi, tratando de no pensar. Pero su mente trabajaba a marcha forzadas y únicamente pensaba en Adam Blackmore. Las imágenes aparecían en eterna procesión: su mirada inclemente mientras atendía una reunión de negocios, sus ojos devorándola con deseo, sus manos asiendo con fuerza el volante, sus dedos acariciando la mejilla del bebé, su cuerpo contra el de ella.

– ¿Este es el lugar, señorita?

La voz del taxista la hizo volver a la realidad.

– Ah, sí. ¿Cuánto le debo?

– El caballero pagó, señorita.

– ¿El caballero? ¿Cómo supo él…? -se interrumpió al ver la expresión interesada del hombre. Con seguridad fue obvio que lo haría. O tal vez la posadera se lo dijo-. ¿Puede decirme cuánto es para poder reembolsarlo?

Al entrar en su apartamento, oyó a Frank reportando por radio que todo estaba en orden al tiempo que agitaba una mano para saludarla. Tara lo ignoró. Era evidente que Adam no había prestado atención a su nota cortés en la que le exigió que retirara al vigilante.

Bueno, con seguridad no se preocuparía más por su seguridad después de las cosas horribles que le dijo esa noche. Las mejillas le ardían al recordarlo. Se comportó como la cazafortunas que él la consideraba. Vaya cazafortunas que lloraba porque el hombre que amaba la deseaba. Se llevó una mano a la boca y corrió al baño.

No le tomó mucho tiempo hacer maletas. Su madrina siempre estaba demasiado ocupada en sus propios asuntos para ocuparse de los de los demás, pensó. Una semana con ella le despejaría la mente, le daría un poco de tiempo y espacio para recobrar el control.

Había llamado a Beth, quien, adivinando el sufrimiento de su socia, pero guardándose la curiosidad, le ofreció su auto para el viaje.

– Te tomaría una eternidad hacerlo por tren. Y no te preocupes por la oficina -le indica-. Si es necesario, llamaré a alguien para que me ayude. Supongo que no quieres que le dé tu dirección a nadie, aunque la pida -agregó después de una pausa.

– Nadie te la pedirá -le aseguró Tara. Se detuvo a pasar la noche en un hotel y llamó a Lally para avisarle de su inminente llegada. La respuesta desinteresada de su madrina era justo lo que Tara necesitaba. Sería un alivio pasar unos días en la compañía de alguien que no sabía de la existencia de Adam Blackmore.

Pasó los días caminando, leyendo, escuchando música y viendo a Rally pintando las acuarelas con las cuales ilustraba sus libros sobre la flora de diversas regiones. Había sido amiga de la madre de Tara desde sus días escolares, y era el único punto de contacto que ésta tenía con los rostros jóvenes y desconocidos de viejos álbumes de fotografías. Cuando estaba de buenas y platicadora, también era una fuente inagotable de historias.

Lally se encontraba en la India cuando ocurrió el accidente que les costó la vida a los padres de Tara. De inmediato regresó a Inglaterra para asumir las responsabilidades que le correspondieran, pero la huérfana siempre sospechó que Lally se alegró al ver que su ahijada ya estaba instalada con los amables vecinos, quienes se hicieron cargo de ella desde que sus padres salieron ese fatídico fin de semana.

Pero se responsabilizó del aspecto económico de su crianza e invirtió la pequeña herencia de los difuntos para que Tara nunca fuera una carga para los Lambert. Suficiente para el pago inicial de la pequeña casa en la que Nigel y ella vivirían.

Más Lally siempre mantuvo un ojo avizor a la distancia. Siempre recordaba las fechas importantes. Y siempre estuvo allí cuando era necesitada con desesperación. Fue ella quien la ayudó a sobreponerse al dolor por la muerte de Nigel.

La semana de vacaciones pasó demasiado rápido. Tara regresó a la casa de Beth el domingo a la hora del almuerzo y su socia se puso feliz al verla.

– Te ves mejor.

– Me recupero, Beth. Es evidente que un corazón roto no es un asunto mortal necesariamente.

– Gracias a Dios por eso -dijo Beth con convicción-. Pero es como una enfermedad. Vive un día a la vez. Un día despertarás y te darás cuenta de que el dolor ya no es intolerable.

– Tomaré tu palabra por buena -le indicó Tara-. No en vano has pasado por esto en varias ocasiones -esto hizo brillar los ojos de Beth-. ¡No puedo creerlo! ¿Otra vez?

– Esta vez es la buena, lo juro.

Tara movió la cabeza, asombrada por la energía de su amiga. Una vez había sido suficiente para ella.

– Y estabas equivocada en cuanto a que nadie preguntaría por ti.

La mano de Tara tembló y dejó la taza de café sobre la mesa, temerosa de derramarlo.

– ¿Llamó por teléfono?

– Fue a la oficina -Beth apretó los labios-. Sé que no piensas nada bueno de él, pero francamente, tu señor Blackmore me impresionó.

– No es mío -a Tara le zumbaban los oídos-. ¿Qué le dijiste?

– Simplemente que habías salido y que no tenía la autorización para decirle dónde estabas.

– ¿Y se quedó tan tranquilo? -¿por qué preguntó eso? ¿Por qué quería que la respuesta fuera negativa? Cerró los ojos. No debería importarle tanto. Su recuperación todavía no terminaba.

– No trató de sacarme tu dirección a la fuerza, si a eso te refieres.

– Bueno, gracias -Tara se sonrojó.