– Podrías ser más efusiva. ¿Esperabas que cayera rendida ante sus encantos? Parecía dispuesto a ir a buscarte.
– Claro que no -respondió la joven de inmediato.
– ¿Quieres comer algo? -preguntó Beth, sin parecer convencida.
– No si puedo pedirte que me lleves a casa previa escala en la tienda de los italianos para comprar pan y leche.
Tenían que pasar frente a Victoria House para llegar al apartamento de Tara. Esta mantenía la vista fija al frente, temerosa de que Adam pudiera asomarse por la ventana y verla. Beth no dijo nada, sólo esbozó una sonrisa.
– Sé que no puede verme. Ni siquiera conoce tu auto, pero me siento… vulnerable -confesó la joven.
Ya en el interior de su apartamento, se creyó más segura. Pasó ya más tranquila por encima de la correspondencia y periódicos acumulados en la entrada. Era su hogar. Representaba seguridad. Revisó los cuartos. Todo estaba tal como ella lo dejó, aparte del polvo acumulado de una semana. Hizo la limpieza rápidamente y se preparó un emparedado.
Se obligó a masticar y después lavó los platos, vació su maleta, lavó su ropa, cambió la cama y limpió la alfombra con la aspiradora. Luego abrió la correspondencia y la clasificó para encargarse de ella el lunes en la oficina. Eran labores tediosas que mantenían su mente distraída. Pero apenas eran las cinco de la tarde.
La desesperación la obligaba a mantenerse ocupada. Hornearía un pastel para Beth como muestra de agradecimiento por haberle prestado el coche, decidió. Encendió el aparato de radio, buscó una estación de música alegre y se dedicó a la tarea. Batía los ingredientes cuando escuchó un sonido insistente. Apagó la batidora. Alguien llamaba a su puerta.
Su primera intención fue la de ignorar al inoportuno. No quería ver a nadie y si llamaban a la casa de la vecina, siempre se podría decir: que no había escuchado.
Con un suspiro, apagó el radio. Nunca le gustó fingir. La única mentira intencional que pronunció y que alguien le creyó fue la que le dijo a Adam acerca de que deseaba a Hanna Rashid.
Una vez que decidió que abriría, lo hizo casi corriendo. No sabía cuánto más la esperada quien llamaba.
Pero al instante deseó haber seguido su intención inicial. Su visitante era la última persona a la que quería ver.
– Hola, Tara.
La joven dio un involuntario paso atrás. Al interpretar el gesto como una invitación a pasar, Jane Townsend cruzó el umbral.
– Me alegro de encontrarte en casa. Estaba a punto de retirarme. ¿Puedo usar tu baño? Me temo que Charlie requiere un urgente cambio de pañales.
Capítulo 9
POR asombrada que estuviera debido a la inesperada visita, Tara no pudo más que llevar a su indeseada visitante a su habitación y al baño anexo.
– Muy bonito apartamento -comentó Jane con aprecio-. Adam me lo describió -le lanzó una mirada de soslayo a Tara-. Menos el dormitorio, por supuesto.
– Claro que no -respondió Tara, molesta consigo misma por sonrojarse-. No lo ha visto.
– Eso fue lo que él me dijo -comentó Jane entre risas-, pero no le creí -al ver la expresión de Tara, enmendó-: Lo siento, no debo hacer bromas. De hecho, por el estado en que se encuentra, tiene que ser la verdad -le tendió al bebé-, ¿Puedes cuidarlo un momento mientras voy por su bolsa al auto?
Tara tomó en sus brazos al pequeño Charles Adam, quien la miraba con intensidad. En nada se parecía a Adam, de hecho, tampoco a Jane. Tal vez era por el cabello rubio que ya se empezaba a rizar. Lo tocó y el niño le atrapó el meñique para llevárselo a la boca.
Pasó un momento antes que Tara se diera cuenta de que no estaban solos. Levantó la vista y sorprendió a Jane observándolos. Se sintió expuesta de manera muy íntima.
– Le gustas. Nunca permite que lo tomen así.
– Todo un halago -Tara intentó sonreír.
– ¿Te sientes mejor, mi rey? -preguntó Jane cuando terminó de cambiar al pequeño y le dio un beso.
– Charles ha crecido mucho -comentó Tara al llevar a sus visitas a la sala. Se sintió una tonta por señalar lo obvio. Empezaba a comprender por qué las madres no dejan de parlotear acerca de sus hijos. Charles dominaba la habitación con su diminuta presencia. Pero su madre tenía algo más en mente.
– ¿Cómo estás, Tara? He estado tratando de llamarte la semana entera. Ya no tuvimos la oportunidad de hablar aquella vez que Adam se presentó de manera inesperada.
– Estuve fuera unos días. Hemos tenido mucho trabajo en la oficina y estaba agotada.
– Adam me pidió que viniera a verte tan pronto como regresaras para asegurarme de que estás bien. El tuvo que ir a Gales a arreglar un asunto de la nueva fábrica, según entiendo, y dado que no sabía cuándo regresarías, no tenía objeto prolongarlo más. Beth no quiso decirle a dónde fuiste -agregó, mirándola a los ojos.
– Le pedí que no lo hiciera -una jaqueca empezaba a molestarla y deseó que Jane se fuera. Durante unos momentos, sólo se escucharon los sonidos del bebé al chuparse un dedo.
– Está en condiciones terribles -comentó Jane y Tara guardó silencio. Se dijo que no le importaba por qué él estuviera mal, pero sus ojos la traicionaron y Jane continuó- Creo que nunca se había enamorado y a sus treinta y tres años, la primera vez debe de ser difícil para él. Si no estuviera sufriendo tanto, lo encontraría divertido -trató de sonreír-, ¿No podrías ser un poco más amable con él?
– ¿Amable? -Tara se abrazó como si así pudiera mitigar el dolor que le atenazaba del pecho-. No te comprendo, Jane, ¿acaso no lo amas?
– ¿A Adam? -Jane fruncía el entrecejo-. Claro que lo amo, aunque en este momento dudo que él me quiera mucho. El muy malvado dice que le salgo tan cara y le quito tanto tiempo como una esposa, sin gozar de los privilegios del matrimonio.
– Eso es horrible.
– Pero no deja de tener razón -comentó Jane, despreocupada-. Debo confesar que lo he explotado con toda desfachatez -Charlie gruñó reclamando atención y Jane se lo colocó contra un hombro, palmeándole la espalda, lo que lo hizo vomitar un poco-. ¡Pobrecito! Tengo que llevarte a casa -gimió al moverse con la blusa empapada. Tara fue en busca de una toalla y se la limpió lo mejor que pudo-. Lo siento -se disculpó Jane-. Tal vez un día podamos hablar más de cinco minutos sin interrupciones -se levantó y fue a recoger sus cosas-. Tengo que regresar a casa para cambiar a Charlie… y a mí misma.
Tara la ayudó en la escalera con la bolsa del niño y la acompañó hasta un Mercedes plateado antes de correr a refugiarse en su apartamento. Las emociones que la invadían no eran agradables. Estaba molesta consigo misma y con él. Furiosa con el destino por conspirar para mostrarle el amor, sólo para arrebatárselo en seguida. Ira contra una vida que parecía decidida a mantenerla siempre sola.
No. No sola. Fue por el periódico en busca de la columna de mascotas en la sección de anuncios clasificados. Nada, ni siquiera un perro faldero. Solo aves y peces tropicales. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.
Más tarde, se dio un baño largo y se pintó las uñas de manos y pies de un rojo brillante, sólo para quitarse el barniz casi de inmediato. Encendió el televisor y durante media hora fingió prestarle atención, hasta que al fin la apagó. Se preguntó cómo pasaba el tiempo antes de conocer a Adam. El tiempo entonces parecía no bastarle; ahora cada minuto le parecía una semana.
Despacio se preparó para dormir. Se puso lo primero que encontró: un viejo camisón blanco con florecitas rosadas y encaje en el cuello y los puños. Luego se cepilló el cabello hasta dejarlo como una nube de ébano alrededor de su cara y hombros. En ese momento decidió cortárselo más a la moda. Haría cita con el peinador por la mañana.
La decisión la impulsó a dar un nuevo giro a su vida. Abrió el guardarropa y empezó a sacar la ropa austera y aburrida que solía usar para el trabajo. Después la llevó a la cocina y la metió en una bolsa de plástico. Por la mañana la llevaría a una institución de beneficencia. Nunca se volvería a vestir de gris.