– Despacio, cariño -murmuró Adam, comprendiendo el deseo que la dominaba-. La espera valdrá la pena -alzó una mano al cuello de Tara, le levantó el mentón y le apartó el cabello de la cara. Entonces la besó con renovado fervor que seguía sin ser suficiente. El fuego que la invadía la consumía con demandas que sólo Adam podría satisfacer.
Tara metió las manos bajo la camisa de él y dejó que sus manos se deslizaran sobre la piel de la espalda, deleitándose en el placer que le producían los músculos que vibraban bajo ella. Alentada por su respuesta, se volvió más atrevida y le acarició el vientre y el pecho
– Bruja de cabello oscuro -murmuró él-. Me enloqueces.
Tara se reclinó en el sofá, levantando los brazos, ofreciéndoselo.
– ¿Qué eres, Tara? -gimió él al apartarle la bata-. Te comportas como una bruja y pareces una virgen.
– ¿Por qué no lo averiguas tú mismo? -sugirió ella. Adam no necesitó otra invitación. La tomó en sus brazos y la llevó al dormitorio.
Eras las dos cosas -murmuró Adam mucho más tarde, incrédulo. Se apartó un poco para cubrir sus cuerpos y Tara se acurrucó contra él-. No me quejo, por supuesto, pero no esperaba…
– ¿A una virgen? Nunca dormí con Nigel. No me parecía correcto hacerlo en casa. Habría muerto de vergüenza si la tía Jenny nos hubiera descubierto.
– ¿En casa? No comprendo.
Entre sus brazos, Tara trató de decidir cómo explicarle su pasado a Adam. Se le había dicho que cuando nació su madre sufrió una fuerte depresión. Jenny Lambert era una amiga vecina y le sugirió al padre de Tara que salieran un fin de semana para distraerse. Ella cuidaría a la niña.
Nunca regresaron y la niña se quedó en la casa de los Lambert. Ya fuera por sentirse culpable, o sólo por su buen corazón, Jenny asumió la obligación de educar a la niña con su propio hijo.
– ¿Ella te adoptó? -le preguntó Adam.
– No, siempre fue sólo la tía Jenny.
– Entonces, ¿por qué llevas su apellido?
– Ella tenía a un hijo llamado Nigel. Crecimos juntos. Siempre lo amé, como a un hermano mayor. Pero era más que eso. El siempre me protegió. Siempre fue amable conmigo, no como los hermanos verdaderos -el recuerdo era agradable; ya no le producía dolor-. Cuando él cumplió dieciocho años, ingresó a la escuela de arte. Cada vez que se iba era más difícil para mí. Lo extrañaba muchísimo. En una ocasión me llamó para invitarme a un baile de su escuela. Entonces pensé que lo hacía por no tener a quién más invitar, pero no me importó. Me sentía sentada en los cuernos de la luna. Era mi sueño convertido en realidad. Aparentemente también era el de él. Tan pronto como volvió a casa, me pidió que me casara con él.
– ¿No les pareció extraño a los demás?
– ¿Por qué? Todos sabían que no éramos hermanos. La tía Jenny se puso feliz. En ese momento Nigel se especializaba en diseño de joyería y me elaboró un broche como regalo de bodas…
– ¿El que siempre usas? ¿Como una V inclinada?
– Sí, es mi nombre en taquigrafía -le explicó ella-. Siempre firmaba así las cartas que le enviaba. Sé que es una tontería, pero…
– No, no es una tontería -Adam la calló, poniéndole un dedo sobre los labios.
– Elaborarlo le tomó más tiempo del que esperaba. Le costó mucho trabajo conseguir los diamantes pequeños para las vocales. Quería que fuera perfecto -Tara titubeó sin saber si debía continuar. Adam no la presionó. Esperó con paciencia hasta que ella recobró el control, acariciándola, dándole valor-. Tía Jenny quería que todo saliera perfecto el día de la boda y Nigel conducía su motocicleta demasiado rápido el día del ensayo porque se le había hecho tarde. Por desgracia, sufrió un accidente y se rompió una pierna.
– ¿Porqué no cancelaron la boda?
– Tía Jenny y Lamby estaban por partir a un viaje a Nueva Zelanda. Ya habían pospuesto el viaje para estar presentes en la ceremonia.
– Eso explica la extraña foto de tu boda.
– Fue divertido. Descorchamos una botella de champaña y las enfermeras la compartieron con nosotros. Después los padres de Nigel se fueron al aeropuerto y yo regresé a casa esa noche -desde entonces no soportaba que el teléfono sonara por las noches. Hacía que la pesadilla reviviera para atormentarla-. Nigel sufrió un colapso esa noche. Trataron de revivirlo, pero se trataba de una trombosis. Nadie la esperaba. Era joven… estaba en buenas condiciones físicas…
– Dios mío, lo siento tanto.
– Regresé al hospital…
– No te atormentes. No tienes que seguir.
– Tengo que terminar. Debo decírtelo todo -Tara parpadeó para reprimirlas lágrimas-. Llevaba consigo una tarjeta de donador de órganos y querían que yo estuviera de acuerdo…
– ¿Estabas sola? ¿No había alguien contigo? -Adam se mostró furioso-. ¿Cómo pudieron hacerte eso?
– No creo que haya sido fácil para ellos tampoco -el horror de esa noche nunca la abandonaría-: Me pareció una forma de mantenerlo con vida. Pero tía Jenny se negó a hablar conmigo cuando regresaron para el funeral. Parecía que me odiaba -sollozó. Adam le secaba las lágrimas que ya fluían libremente, tratando de consolarla-. Ellos regresaron a Nueva Zelanda y no hemos vuelto a comunicarnos.
Capítulo 10
ADAM la dejó llorar, abrazándola, arrullándola y pasó mucho tiempo antes que le hablara.
– ¿Trataste de ponerte en contacto con los Lambert?
– Les escribí en cuatro o cinco ocasiones. Mis cartas siempre fueron devueltas sin abrir.
– No comprendo su crueldad -él la abrazó con fuerza-. Apenas eras una niña.
– No tanto. Tenía dieciocho años, y Nigel veintiuno. No debes culparlos, Adam. Perdieron a su hijo.
– Y rechazaron a una hija. Pobre Tara, ¿cómo lograste salir adelante?
– Lo ignoro. El trabajo fuerte ayudó. Vendí la casa donde íbamos a vivir y compré este apartamento. Me tomó tiempo decorarlo hasta dejarlo justo como yo quería.
– ¿Y nunca hubo alguien más?
– Muchos estaban interesados en consolar a la viuda -confesó Tara-. Pero ninguno parecía buscar algo permanente -fue entonces cuando se puso su armadura, la ropa seria y muy formal y, una mirada fría que mantenía a los donjuanes de oficina al margen, hasta que el decir no se convirtió en hábito.
– Me es difícil creerlo.
– Bueno, estuvo Jim Matthews -habiéndose librado de la carga, Tara logró sonreír-. El quería casarse conmigo.
– ¿Ah, si? -el tono de Adam se volvió feroz-. ¿Estuviste tentada a aceptarlo?
– Nunca, pero me fue difícil convencerlo. A él le parecía maravilloso tener una secretaria a mano las veinticuatro horas. No podía aceptar mi rechazo. Una vez que se le mete algo en la cabeza, nada puede hacerlo desistir.
– Siento cierta compasión por el hombre, porque pienso casarme contigo -la besó para demostrarle cuan en serio hablaba-. Pero descubrirás que él tiene algo más en mente estos días.
– ¿Por qué? ¿Qué has hecho? -preguntó Tara con sospecha.
– Tengo un conocido en Estados Unidos que publica historias de horror. Jim está allá en busca de un contrato para escribir doce libros.
– Por eso es que no he podido hablar con él -Tara rió.
– ¿Para qué? -insistió Adam-. Creía que querías librarte de él.
– Quería hacer un último intento para convencerlo de que me deje en paz. Sin embargo, parece que tú lo has hecho ya por mí. ¿Hay algo de lo que no te aproveches para sacar dinero?
– En este caso, no hay dinero involucrado. Sólo me pareció una buena forma de librarme de un rival.
– Nunca fue un rival.
– Tal vez quieras demostrármelo.
Un sonido extraño despertó a Tara. Frunció el ceño y al volverse vio a su hombre al otro lado de la puerta abierta del baño. Durante un momento se dedicó a saborear el ver y escuchar que Adam se afeitaba. Luego el sonido cesó y él se presentó frente a ella con una toalla rodeándole la cadera y una sonrisa en los labios. -Buenos días, dormilona.