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Adam la observó un momento como si viera a una loca antes de poner el motor en marcha.

Durante el trayecto a Londres le explicó las causas y objetivos de reunión y qué notas quería que tomara.

Más tarde cuando regresaron, Adam condujo en silencio, inmerso en sus pensamientos, y directo a Victoria House, habiendo olvidado, pero sólo en apariencia, que Tara lo acompañaba. Ante la mirada interrogante de la joven, declaró:

– Necesito las notas que tomaste esta misma noche, Tara. ¿Cuánto demorarás en transcribirlas? -no se molestó en preguntar si podía quedarse. Lo daba por hecho.

– ¿Acostumbras hacer trabajar a tu secretaria hasta estas horas?

– ¿Ya fue demasiado para ti, Tara? ¿Después de todo te falta la madera necesaria?

– ¿Qué le pasa -insistió Tara, haciendo caso omiso a su pregunta-. A tu secretaria regular? -aclaró ante la expresión interrogante de Adam-. Jenny me dijo que está con licencia por enfermedad.

– Así que ya conociste a Jenny.

– Subió a verme. Tuvo la ocurrencia extraña de ir a darme la bienvenida, explicarme dónde está todo e indicarme algunos nombres que debo recordar -también se molestó en explicarle que Adam pocas veces intervenía en la conducción de los negocios de sus diversas empresas, dejando que los directores hicieran frente a los problemas diarios. Sólo participaba cuando lo estimaba necesario. Básicamente se ocupaba del desarrollo de nuevos proyectos.

– Ah, sí-Adam no se dejó amedrentar por la crítica implícita en el comentario de Tara-. Jane está… -se interrumpió y una sonrisa hizo brillar sus dientes blancos-. No debes preocuparte. Jane no sufre de un padecimiento contagioso -le aseguró al llevarla al ascensor.

Así que su cita para almorzar había sido con su secretaria. Evidentemente no estaba tan enferma.

– Tu comentario no es reconfortante, Adam. La desnutrición tampoco es contagiosa.

– El sarcasmo no te llevará a ninguna parte conmigo, Tara. Estoy consciente de que no has tenido tiempo para cenar y me encargaré de que nos suban algo. Podrás cenar cuando termines.

– Muchas gracias.

El ascensor privado los llevó al penthouse y Tara fue directamente a su oficina para empezar a trabajar. Estaba cansada, al igual que hambrienta y a punto de estallar en lágrimas. Eso no era frecuente en ella. Pero el día había estado lleno de tensiones, y si se permitía pensar demasiado en ello, se derrumbaría.

– ¿Cuánto más demorarás?

Mientras ella trabajaba, Adam se había quitado el traje y ahora usaba un deslavado pantalón de mezclilla que se ajustaba a sus piernas y caderas como una segunda piel.

– Un par de minutos -respondió Tara al mirar la impresora.

– Entonces, deja que la maquina termine sola -la tomó del brazo para levantarla y llevarla a sus aposentos, a otro mundo.

La sala era muy amplia. El suelo de madera pulida parecía extenderse por todas partes, interrumpido aquí y allá por tapetes persas y muebles que habrían podido exhibirse en una galería de arte moderno. Las ventanas en forma de arco en uno de los muros permitían contemplar las luces del valle del Támesis. Frente a ellos había una chimenea, en la que ardía un tronco enorme, flanqueada por dos óleos de Mark Rothko.

Tara se detuvo en la puerta, embebida por tanta belleza.

– ¿Y bien?

– Yo… -no podía hacer un comentario que sonara banal, por lo que sólo le brindó una sonrisa débil-. Sólo estaba preguntándome si me pedirás que pula los suelos en mis momentos libres.

– No tendrás un momento libre, Tara -los ojos de Adam brillaban revelando malicia.

– ¿Oh? -la sonrisa de la joven fue forzada-. No olvides que cobro por hora.

– Y a tarifa doble después de las seis de la tarde, a no dudar. Te garantizo que se te pagará y desquitarás hasta el último céntimo -le indicó Adam. Sus ojos bucaneros reflejaban la luz del fuego de la chimenea. O tal vez ella lo imaginó por la falta de alimento.

Como si le leyera la mente, Adam la llevó a una mesa dispuesta para dos y le retiró la silla.

– Sírvete, Tara -le indicó. Mientras ella llenaba dos platos, él sirvió el vino.

La joven comió despacio, saboreando cada bocado, hasta que, satisfecha, dejó escapar un suspiro.

– ¿Te sientes mejor? -inquirió Adam con tono divertido.

– Mucho -concedió ella. Con el estómago lleno, podía ser generosa.

– Transmitiré tus felicitaciones al chef.

– ¿No cocinaste tú? -preguntó ella con sorpresa fingida. Apoyó un codo sobre la mesa y el mentón en la mano, mirándolo con falsa inocencia-. Claro que no, qué tonta soy. ¿Para qué molestarte en cocinar si es evidente que eres el propietario del restaurante-bar?

– ¿Por qué, realmente? -Adam se levantó-. Ven a sentarte conmigo.

– No puedo. Hay que lavar los platos y desquitar cada céntimo, ¿te acuerdas? -ella recogió los platos en una bandeja y los llevó a la cocina. Adam la alcanzó y le quitó la bandeja de las manos.

– Deja eso, Tara -su sonrisa era provocativa-. El tiempo para comer estoy dispuesto a pagarlo, pero el de lavar tos platos, es cosa tuya -la tomó del brazo y con mano firme la llevó hasta la chimenea.

– ¡Es real! -exclamó ella, feliz, con alivio por e! pretexto de soltarse de los dedos de Adam y extender las manos hacia el fuego-. Pensaba que era uno de esos artefactos de gas.

– No me interesan las imitaciones, Tara -él esperó a que ella se instalara en un mullido sillón con forro de piel antes de entregarle un brandy y ocupar un sillón frente a ella-. De cualquier especie.

Tara tomó la copa con las dos manos y contempló el líquido ambarino un momento. Durante la cena, la velada había dejado de ser una reunión de negocios, reconoció. Ya no estaban en la oficina. Se encontraban en el penthouse de un atractivo… no, el término era demasiado suave para describirlo. No era experta en la materia, pero Adam Blackmore era el hombre más deseable y peligroso que hubiera conocido.

La velada sufrió un cambio gradual al alejarse de los negocios y ahora estaban sentados bebiendo brandy de una manera que insinuaba una peligrosa intimidad.

Tara dejó la copa y se levantó. Tal vez era una práctica regular entre él y su secretaria permanente, pero para ella había un límite hasta el que llegaría como sustituta de Jane. Era su secretaria temporal y no estaba dispuesta a asumir el papel de su amante.

– Iré a asegurarme de que la impresora no se ha trabado.

Adam la atrapó de una mano y con un movimiento rápido la sentó en su regazo. Sus ojos la mantuvieron cautiva bajo su poder.

– La impresora puede cuidarse sola -murmuró contra su piel, causando una vibración que recorrió todo su cuerpo, y Tara supo que si lo permitía, él se apoderaría de todo lo que ella estuviera dispuesta a darle y más.

Pero hubo algo demasiado calculador en la expresión de los ojos de Adam antes que los cerrara y ella se estremeció.

– Yo también, Adam, pero preferiría levantarme sin luchar.

El alzó la cabeza y Tara contuvo un jadeo al ver el deseo que brillaba en sus ojos a la luz del fuego.

Hacía mucho que no ansiaba abandonarse en los brazos de un hombre. Habían pasado casi siete años desde el fallecimiento de Nigel y durante todo ese tiempo nadie logró romper la concha que colocó para proteger su corazón.

Casi con pánico, trató de moverse, pero él la sostuvo con firmeza y a pesar de sus palabras valientes, ella supo que si él decidía mantenerla cautiva, no podría liberarse sin recurrir a extremos. También admitía la innegable verdad de que si él insistía en besarla, tal vez ella caería bajo su poder irremediablemente.

Adam la desafío con la mirada a que lo rechazara, a que ignorara el calor de su cuerpo contra ella, la forma en que su boca mostraba una insolencia sensual, invitándola a hacer el primer movimiento y arriesgarse al creciente deseo que había aparecido en el restaurante.