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Qué difícil era para la joven ignorar el clamor que corría impaciente por sus venas y hacía vibrar su piel, rogando que la acariciaran los largos dedos, incluyendo al pulgar que ya estaba demasiado cerca del pezón que, traicionero, se insinuaba contra la tela del vestido.

Un momento más habría sido definitivo, pero sin advertencia previa, él se puso de pie, levantándola consigo, con lo que provocó una exclamación de sorpresa de parte de Tara. Con una sonrisa, Adam la depositó en el suelo suavemente.

– Tienes razón, Tara. Más vale revisar la impresora. Luego te llevaré a tu casa.

Las manos de la joven temblaban al tratar de poner los papeles en orden. Logró meterlos en una carpeta, que luego sostuvo como un escudo para defenderse de Adam cuando éste entró en la oficina.

– Vamos, se hace tarde -le indicó él, quitándole la carpeta para dejarla sobre el escritorio. La ayudó a ponerse el abrigo y sonrió al verla mantenerse alejada mientras se lo abotonaba con rapidez. Entonces solicitó el ascensor y cuando éste llegó, le sostuvo la puerta abierta para que pasara-. No te mostré todo el apartamento -expresó, manteniendo la puerta abierta.

– Creo que vi lo suficiente -murmuró Tara, sin atreverse a mirarlo a los ojos.

– Al menos por esta noche -confirmó él.

Caminaron en silencio por la calle desierta hasta el apartamento de la joven.

– Hasta mañana, Tara -se despidió él mientras le apartaba de la frente el mechón rebelde que nunca quería quedarse en su sitio.

Al sentir su roce, ella estuvo a punto de perder el control y lanzarse en sus brazos.

– ¿A qué hora me esperas mañana? -preguntó, apartándose.

– A la hora que llegues, cariño, encontrarás que ya estoy trabajando -manifestó él con tono insolente, consciente del efecto que provocaba en ella.

– ¿Esperas que te crea? -Tara se atrevió a lanzarle una sonrisa desafiante-. Estaré allí a las nueve. Un día de catorce horas es lo máximo que puedes esperar de mí.

– Ya veremos. Buenas noches, Tara -con un saludo militar, él se alejó y la joven cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella, todavía sintiendo el calor de los dedos varoniles en la piel. Se regañó, molesta consigo misma. Adam Blackmore era un tirano que nada sabia de ella. Sólo la consideraba una sustituta de su secretaria en todos los sentidos. Pobre mujer. Bueno, ese no era su problema, se dijo, furiosa. Por atractivo y deseable que él fuera.

Se alejó de la puerta. Si quería dormir, necesitaba una bebida caliente. Y cada fibra de su ser necesitaba todo el sueño que pudiera obtener. Cada una de sus terminaciones nerviosas estaba alterada por el día pasado en presencia de Adam. Hizo una mueca al recordar los momentos que estuvo en el regazo de él luchando contra los impulsos que la hacían querer rodearle el cuello con los brazos y que la llevara a dar el anunciado recorrido por todo el apartamento.

– Vaya ayuda que resultaste -murmuró al tocarse el broche. Tomó una foto enmarcada de la cornisa de la chimenea y la miró con dureza. El rostro que le sonreía era demasiado joven, de otro mundo, cuando ella tenía dieciocho años y la vida era muy simple-. ¿Por qué tenía que ser él? -preguntó, pero la foto no respondió y la dejó en su sitio con un suspiro.

La luz indicadora de mensajes parpadeaba en el contestador automático, pero la ignoró. Podía esperar hasta que se preparara un chocolate, pensó. Puso la leche a hervir y fue a vestirse con el pijama.

Al dejar la taza de chocolate en la mesa, se dirigió al fin al aparato. Tal vez no era nada importante y podría esperar hasta la mañana, pero oprimió el botón de cualquier forma.

De repente, alguien llamó a su puerta con firmeza.

– Maldito hombre -protestó entre dientes al ir a abrir-. Adam, esto no es gracioso,… -se detuvo-. Jim.

– Tengo que hablar contigo -comentó él y entró en el apartamento antes que ella pudiera impedírselo.

La reproducción de la máquina contestadora empezó y se escuchó la voz de Beth

– Tara, Jim Matthews estuvo de nuevo en la oficina. El maldito me ofreció dinero para que le dijera dónde vives -se rió un poco-. Si no fuera tan miserable, tal vez habría aceptado. Olvidé mencionarlo cuando llamaste, pero considero que debes saber que no se ha dado por vencido -la máquina se apagó y empezó a rebobinar la cinta.

– ¿Tienes idea de qué hora es? -inquirió Tara, volviéndose hacia el hombre.

– Llevo toda la noche esperándote.

– ¿En dónde? No estabas frente a mi puerta cuando llegué -lo cual quizá era mejor. Adam no estaría complacido de tener que despacharlo dos días seguidos.

– Caminando de aquí para allá. He tenido tiempo de pensar en el tema para un libro. ¿Sabes lo inquietantes que son los ojos de los gatos cuando te miran en los callejones? Si fueran reales… ¿Tienes una libreta? Tengo que hacer algunas notas…

– ¡No! -Tara se estremeció-. Y no quiero saber nada de los horribles ojos de tus gatos. Ya es tiempo de que te des por vencido, Jim, y aceptes que no voy a regresar. Tendrás que encontrar a alguien más. No soy la única… -se detuvo cuando otra idea surgió en su mente-: ¿Cómo averiguaste dónde vivo? Estoy segura de que Beth no aceptó tu dinero, por mucho que le hayas ofrecido.

– Fue muy grosera, Tara. Me asombró oír un lenguaje como el suyo en una mujer -Jim fue a sentarse en el sofá.

– ¿Y bien? -le exigió ella.

– Siempre hay manera de averiguar las cosas. Solo tienes que usar el intelecto -encogió los hombros-. Sabes que escribí novelas de detectives durante un tiempo. Bueno, pues me dije que esto era el argumento de una novela. ¿Cómo averiguaría el detective dónde vive la heroína? ¿Es eso chocolate? -se levantó, fue hacia la mesa y bebió de la taza a pesar de las protestas de la joven-. ¡Maravilloso! Estoy congelado.

– No me sorprende. No tienes puesto tu abrigo -Tara puso los brazos en jarras-. No has contestado a mi pregunta.

– No fue difícil. Sólo acudí a la biblioteca y consulté los listados electorales.

– ¡Santo Dios! -realmente el hombre era insistente- ¿Cuánto tiempo te tomó?

– Wmm. No mucho. Sabía que no vivías lejos de aquí pues te vi caminar, aun bajo la lluvia. Pero debo reconocer que soy muy afortunado de que vivas en Albert Mews y no en Washington Lañe.

– Pues tu suerte se acabó, Jim Matthews. Si no te vas en este momento, tendrás que prepararte para… -un violento golpe a la puerta la interrumpió. Pensó que tal vez fuera su vecina con una emergencia-. ¿Qué diablos…?

Pero se trataba de Adam Blackmore, quien entró como tromba cuando ella abrió.

– Tara, ¿estás bien? -la tomó de los brazos y la miró con detenimiento-. Cuando llegué a casa, recordé el informe que preparaste y fui por él a la oficina -hizo una pausa para recobrar el aliento, ya que era evidente que había llegado corriendo-. Entonces vi al hombre que te molestaba anoche. Venia para acá. Sé que dijiste que no es de peligro, pero quise asegurarme…

Se interrumpió al notar un movimiento detrás de la chica, comprendiendo que no estaba sola. Dio un paso al frente para protegerla y se detuvo al ver la actitud despreocupada de Jim, quien estaba cómodamente instalado en el sofá, con los pies sobre la mesa para el café y la taza de chocolate en las manos.

Con los labios apretados, Adam recorrió la habitación con la mirada, apreciando cada detalle. Al fin la posó en Tara… el cabello negro suelto a los hombros, descalza, vestida para la cama…

– Estaba preocupado -sus ojos tan fríos como un glaciar se encontraron con los de ella-. Pero veo que no debí hacerlo -esbozó una sonrisa que no le llegaba a los ojos-. Te dije que él esperaría.

– Adam…

– Mis disculpas por la interrupción -murmuró él, mirando a Jim-. Te veré por la mañana, Tara -no había ninguna seguridad en sus palabras, ni en la forma en que cerró la puerta al salir.

Tara se volvió hacia el intruso, que, parecía tan inofensivo, tan insignificante, tan inconsciente del caos que había causado y el dolor que la invadía.