– Rory… Rory… hijo, ¿me oyes?
Kincaid centró su atención en el senador.
– Sí, señor, por supuesto. Lo oigo perfectamente. El equipo llegará a las dos.
La voz del anciano rezumó satisfacción:
– No sabes cuánto me alegro. Has dado demasiadas largas a esta cuestión.
Rory se movió inquieto. Seguía pensando que era demasiado pronto para reunirse con el equipo de estrategas del Partido Conservador a fin de tratar los detalles específicos de su candidatura electoral.
– Sabe perfectamente que prefiero esperar a que mi candidatura se anuncie oficialmente.
– No olvides que eso es únicamente para la galería, en la práctica ya eres nuestro candidato.
El senador siguió parloteando y repasó por enésima vez los diversos puntos del encuentro.
Rory escuchó sin prestar demasiada atención y pensó que sorprendentemente el candidato del Partido Conservador era precisamente él. Aguardó y deseó experimentar una oleada de satisfacción. Se mantuvo expectante, pero no sirvió de nada.
Frunció el ceño, contrariado. Debería alegrarse de que el senador estuviese convencido de que su integridad y carácter eran lo bastante firmes como para superar la vida llena de escándalos no solo de su padre, sino también de su abuelo. Lo único que experimentó fue una zozobra que sintió en la nuca como una mano helada.
Su turbación carecía de sentido. El año anterior, cuando lo nombraron miembro del comité federal encargado de investigar el fraude del comercio electrónico, se alegró de que sus servicios llamasen la atención del senador Fitzpatrick. El anciano le cayó bien en el acto; siempre había admirado su talento político. Pasaron sin dificultades de la relación profesional a una amistad que Rory tenía en alta estima.
Un poco desconcertado tras la reciente venta de su empresa de software, Rory se sintió muy halagado cuando ese hombre entrado en años empezó a hablar del nuevo Partido Conservador y de la candidatura al Senado. No es que Rory viese de color de rosa la vida en Washington, pues sabía que allí también había ególatras y genta ansiosa de poder, pero lo cierto era que, en virtud de sus antecedentes familiares, se consideraba más capacitado que la mayoría para quitarlos de en medio.
Lo que más lo atraía de esa posibilidad era que el Partido Conservador se proponía recuperar la política de la misma forma que él aspiraba a restituir la dignidad del apellido Kincaid. Tanto el nuevo partido como él deseaban recobrar el honor.
Daba la impresión de que, con la candidatura al Senado, el destino le ofrecía una oportunidad hecha a su medida.
Se asomó por la ventana y reparó en que Jilly Skye se agachaba para sacar una cartera del coche. Los vaqueros gastados ceñían su atractivo y redondo trasero con la misma firmeza que las manos de un hombre. Volvió a reprimir un gemido. El astuto destino también le brindaba la oportunidad de conocer a la tentadora Jilly.
Maldita sea, estaba convencido de que su estado melancólico era culpa de la joven. Al igual que la víspera, solo de verla le daban ganas de bajar la cabeza y esfumarse, es decir, dejar de tomar decisiones hasta que resolviese la cuestión.
Incapaz de dominar totalmente el pánico, Rory carraspeó y se excusó:
– Disculpe, senador, pero tengo que colgar.
Dada la trascendental reunión de la tarde, durante la cual conocería al nuevo director de campaña del Partido Conservador, más le valía situar a la deliciosa Jilly tras las barricadas de la colección de su abuelo. Con un poco de suerte, también podría encerrar con ella los perversos pensamientos que discurrían por su mente.
– Hijo, no permitas que Charlie Jax te acoquine.
– ¿Cómo ha dicho? ¿Que me acoquine? -Rory volvió a concentrarse en el senador Fitzpatrick-. ¿Qué quiere decir?
La risilla del senador no le resultó nada tranquilizadora.
– Pese a ser un poco contundente, Charlie representa una ventaja extraordinaria para el Partido Conservador.
Rory protestó.
– Senador, lo que usted define como «un poco contundente» para los demás significa que «te aplasta como una apisonadora».
El senador Fitzpatrick volvió a reír.
– Acabarás por entenderte con él. Aseguraste que estabas dispuesto a afrontar nuevos desafíos.
Rory protestó con más energía y reprimió el deseo de mirar por la ventana.
– En momentos como este tengo el convencimiento de que el verdadero desafío consiste en convencerlo de que se presente para otro mandato.
El senador no dejó de reír y colgó.
Una vez terminada la llamada, Rory abandonó la biblioteca rápidamente y abrió la puerta antes de que su picajosa visitante tocase el timbre. Jilly abrió desmesuradamente los ojos al reparar en lo que Rory esperaba que fuese una expresión aterradora.
– Sígame -masculló el magnate.
Con esa orden a modo de saludo, Kincaid cogió la cartera de cuero que la mujer llevaba y la condujo hacia el ala este de la residencia.
– Lo mismo digo, señor Kincaid, hola -murmuró Jilly-. Sí, desde luego, tiene usted toda la razón, hace una mañana preciosa.
Rory arrugó el entrecejo y la miró de soslayo.
Jilly lo observó a través de sus pestañas muy, pero que muy rizadas y sonrió. En el cutis cremoso de su mejilla izquierda destacó algo en lo que hasta entonces Rory no había reparado.
¡Maldita sea!
¡Tenía un hoyuelo! ¡Ese pequeño y erótico bombón tenía un hoyuelo! Era el tipo de peculiaridad que desarma y que hace que algunos hombres olviden la vestimenta floral, las lentejuelas de la víspera y todo lo que demostraba que esa mujer no era más que otro ejemplo de la fauna más estrafalaria y chiflada de Los Ángeles.
Kincaid intentó convencerse de que él no formaba parte del grupo de «algunos hombres».
Finalmente Rory se detuvo al comienzo de un largo pasillo, delante de una de las diversas puertas cerradas, situadas a uno y otro lado del corredor, y dirigió una mirada especulativa a la mesa de comedor, de madera maciza, arrinconada contra la pared. En cuanto lograra que Jilly empezara a recorrer el pasillo, si retiraba los altos jarrones orientales que adornaban la mesa y buscaba la ayuda del jardinero, tal vez… tal vez podría volcar la mesa y taponar la abertura. Encerrar a la joven le parecía una idea fabulosa.
Ciertamente, se trataba de una idea absurda, pero Jilly Skye con su hoyuelo saltarín en la mejilla izquierda y una begonia bordada en el trasero era tan peligrosa para sus leales ambiciones en el Partido Conservador como una esposa loca encerrada en el desván.
Rory señaló en dirección a las puertas.
– Empiece por aquí -propuso.
Las diez habitaciones la mantendrían ocupada, como mínimo, durante varios días. Deseoso de volver al despacho, Rory aguardó impaciente a que Jilly se moviera. Sabía que debía tomar notas, fijar fechas y olvidarse de las begonias bordadas y los hoyuelos.
Jilly Skye permaneció inmóvil.
– ¿Por aquí? -preguntó la muchacha, y recorrió con la mirada las puertas cerradas.
Rory dio unos pasos convencido de que lo hacía para que empezara cuanto antes. Pasó junto a Jilly, abrió la primera puerta, siguió andando por el pasillo, se inclinó de derecha a izquierda y abrió una puerta tras otra.
Jilly continuó donde estaba.
Rory arrugó el entrecejo y regresó a su lado. La joven abrió desmesuradamente los ojos mientras echaba un vistazo a las habitaciones, llenas de ropa y de vestuario de películas colgados en percheros con ruedas.
– ¡Maldición! -exclamó Rory-. Tendría que habérselo mostrado ayer. ¿Quiere deshacer el trato?
Rory se dijo que si no deseaba que se fuera se debía solo a que supondría todavía más jaleo.
Jilly pudo finalmente mover lentamente los pies, que la condujeron a la primera estancia. Acarició la manga de lana de un traje de hombre que colgaba del perchero más próximo.
– Por supuesto que no -replicó sorprendida-. No quiero deshacer el trato.