Se repitió por enésima vez que todo saldría bien. Pensó que un tío como el que ella imaginaba probablemente no notaría que iba exagerada o, mejor dicho, escuetamente vestida.
Alertado a través del intercomunicador de la verja de que su retrasada cita de la tarde había llegado por fin, Rory Kincaid salió de la mansión Caidwater, de estilo colonial español, respiró el aire invernal que, impertinentemente, rondaba los veintiséis grados e hizo una mueca de contrariedad.
La brisa seca arrastraba consigo el suave perfume a azahar y la fragancia más intensa de las crasulas en flor, por lo que contuvo el aliento.
A su alrededor los pájaros gorjearon estúpidamente y se sumaron a la alegría incesante del agua que borbotaba en las ocho fuentes de los ocho jardines temáticos que rodeaban la casa de cuarenta y cuatro habitaciones.
El sonido lo crispó.
Otra bocanada de aire demasiado caliente y dulzón lo rozó y su mueca se intensificó. A pesar de estar en enero, el sur de California parecía el paraíso, y a Rory le desagradaba enormemente.
Se dijo que, al fin y al cabo, era la época de la Super Bowl. Si no quedaba más remedio, podía prescindir de la lluvia y de la nieve, aunque no era demasiado pedir que en pleno invierno el aire fuese un poco más cortante. Los Ángeles se tomaba demasiado en serio su fama de ser la tierra de las fantasías y de los deseos hechos realidad. Siempre se había comportado de esa forma.
Rory se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y abandonó las sombras que creaba la mansión. En el acto, la brillante luz solar atacó sus ojos y, sin pensar, se llevó la mano a la funda de las Ray-Ban que llevaba en el bolsillo de la camisa.
Lo único positivo de haber crecido en Hollywood era la capacidad de apreciar unas buenas gafas de sol.
Rory descendió por la ancha escalinata y mentalmente empujó a codazos al anterior propietario de la finca, su abuelo Roderick Kincaid, para acercarlo a los fuegos atendidos por el demonio de lo que sin duda era su última morada. El viejo merecía arder en el infierno por haberle endosado la ejecución de sus últimas voluntades. Entre los Kincaid que lo sobrevivían figuraban Daniel, el padre de Rory, y Greg, su hermano. ¿Acaso el abuelo les había transmitido sus quebraderos de cabeza? Claro que no. Fueran cuales fuesen sus motivos, lo cierto es que el viejo había escogido a Rory, precisamente a Rory, que detestaba Caidwater y cuanto representaba.
Cuando diez años atrás el magnate se largó de Caidwater, juró que no volvería a franquear la verja. Pero gracias a las exigencias de Roderick, a la insistencia de sus abogados y a que le resultaba imposible hacer caso omiso de su sentido de la responsabilidad, ahora estaba allí, agobiado por la opulenta residencia, por todo lo que contenía y por una tía menor de edad que, por añadidura, estaba bajo su tutela.
El momento no podía ser peor. Debería estar en su casa de Atherton, situada en el apacible norte de California, donde durante el invierno hacía frío, y regodearse con el gratificante interés que el Partido Conservador mostraba en defender su candidatura al Senado de Estados Unidos. Debería aprovechar el apoyo que, todavía en privado, le prestaba el senador estatal a punto de retirarse.
La verdad es que estaba inmovilizado en Caidwater, cuando precisamente lo que menos le convenía a su inminente campaña política era que la gente recordase que formaba parte de la decadente familia de actores Kincaid. Gracias a su abuelo y a las calaveradas de su padre, ahora no le quedaba más remedio que esperar a esa mujer que compraba y vendía ropa vieja y apolillada.
Rory consultó la hora con impaciencia. La mujer llevaba cuarenta y un minutos de retraso.
Así era el sur de California: el clima resultaba impropio para la estación, sus habitantes eran poco de fiar y lo único que estaba claro era que ansiaba abandonar Los Ángeles lo antes posible.
Un estrépito agorero resonó en la calzada de acceso. Se le erizaron los pelos de la nuca. Rory no hizo caso de lo que sentía y, pese a que la sensación de desastre no cesaba de perseguirlo, se acercó a la amplia curva de la calzada que rodeaba la casa.
El metálico estertor volvió a asaltar sus tímpanos. La mujer con la que estaba citado, Jilly Skye, conducía el peor coche del mundo o su vehículo reclamaba a gritos un cambio de amortiguadores. En ese momento el automóvil trazó la última curva cerrada de la calzada.
Rory no se había equivocado en nada. Supuso que el vehículo había visto la luz en los despreocupados años sesenta como furgoneta «de madera», si bien ahora avanzaba cuesta arriba como un envejecido fumador de tres cajetillas diarias. El bastidor del coche protestó por el esfuerzo y el ruido logró que a Rory también le entrasen ganas de chillar.
Para colmo de males, alguien había tenido la genial idea de repintarlo, madera incluida, de color rojo cereza.
Con la intención de ver a la conductora, Rory entornó los ojos, pero los cristales oscuros lo imposibilitaron. En cuanto los temblores del coche cesaron se abrió la portezuela del conductor y una sandalia de tacón indescriptiblemente alto se posó en las baldosas. Las tiras sujetaban un pie muy pequeño y arqueado por la forma del calzado. Al igual que el vehículo, las uñas de los pies estaban pintadas del color de las piruletas de cereza.
Rory cerró los ojos y ahogó un quejido. Recordó lo mucho que detestaba esa ciudad de locos. Se disponía a celebrar una reunión de trabajo y se topaba con uno de esos pies por los que uno se vuelve fetichista. No le quedó más remedio que volver a mirarlo y durante un instante evaluó la posibilidad de renunciar a un escaño en el Senado a cambio de trabajar de vendedor en una zapatería pija de Rodeo Drive.
En ese momento la suela de la otra sandalia golpeó las baldosas y produjo un chasquido que lo devolvió a la realidad. Se dijo que solo eran un par de zapatos y que sin duda el resto de la mujer sería mejor.
¡Vaya si lo era! Mejor dicho, era mejor, pero también peor. Mientras permanecía a la espera, por detrás de la cortinilla de la portezuela de madera pintada de rojo asomó una mujer. Era una mujer baja, llena de curvas y que parecía vestida de desnudez y lentejuelas.
Rory volvió a cerrar los ojos con desconcierto y resignación. Pensó que esas cosas solo ocurrían en Los Ángeles y se recriminó por no haberse preparado para ese tipo de situación. La última vez que una mujer lo sorprendió en un lugar inesperado fue precisamente en Caidwater, casi diez años atrás. Fue la noche en la que dejó fuera de combate a su padre, salió pitando de la casa y escapó hacia el norte.
La portezuela del coche se cerró enérgicamente y, por las dudas, Rory se atrevió a echar otro vistazo. Pues no, cada centímetro, hasta el último, seguía siendo el mismo, incluidas las rutilantes lentejuelas y las sandalias con tacón de aguja.
Mientras Rory la miraba, la mujer respiró hondo.
El cerebro de Rory dejó de funcionar… probablemente porque toda la sangre de su cuerpo se agolpó en la mitad inferior del torso.
Rory se dio cuenta de que la miraba fijamente, pero la mujer hacía lo mismo. Tuvo la sensación de que la muchacha movía la boca y repetía una suerte de mantra mudo. Avanzó con paso majestuoso hacia él, si es que alguien con un calzado tan imposible es capaz de hacerlo, y por razones inexplicables Rory retrocedió… y volvió a retroceder.
La joven siguió acortando distancias; finalmente Rory se quedó quieto y pudo ver que la muchacha llevaba un vestido de noche color carne que se adhería como cinta adhesiva a su cintura de avispa y a sus espectaculares pechos. Se detuvo ante él, a una educada distancia de un metro.