– ¡Misión cumplida! -exclamó Rory triunfal, y retrocedió para ver cómo reaccionaba la mujer.
En lugar de agradecida, Jilly estaba azorada. Rory no la censuró porque entonces le quedara menos vestido que al llegar a la mansión. Al parecer, la lucha entre el hombre y la bestia había dado por resultado que el vestido se rasgase. Jilly aferraba el corpiño con una mano y el extremo de un tirante roto con la otra. Rory sabía lo suficiente sobre la ley de la gravedad como para ser consciente de que las manos de la joven eran lo único que impedía que transgrediese las normas del decoro.
Súbitamente los titulares de la prensa sensacionalista cobraron vida en la mente de Rory y tuvo la sensación de que le amargarían la existencia.
– Necesito que entre en casa -musitó en tono apremiante.
Las cosas ya estaban bastante mal cuando la mujer lucía el descarado vestido… ¡del que ahora solo quedaba la mitad! Deseosos de sacar provecho de los rumores sobre sus aspiraciones políticas, hacía semanas que reporteros y fotógrafos rondaban la zona, y los teleobjetivos eran algo poderoso y perverso. No debía acompañarla hasta el coche. Era mejor que no la viesen salir de Caidwater hasta sujetar el vestido con clips o agujas.
Con una mano, Rory mantuvo a Beso sobre su pecho y con la otra aferró a Jilly del brazo y la condujo hacia la casa.
– Por aquí.
Jilly lo siguió hasta que llegaron al final de la escalinata que desembocaba en la puerta. Una vez allí se detuvo y ladeó la cabeza para contemplar las tres plantas de paredes de estuco rosado.
– ¡Qué curioso, parece una fortaleza árabe!
Rory la urgió a continuar; en ese momento no le interesaba admirar la residencia. En su opinión no era más que lo que parecía: un palacio de ensueño, caprichoso y exageradamente lujoso.
– Ocupa tres mil metros cuadrados -informó con toda la naturalidad del mundo-. Tiene cuarenta y cuatro habitaciones, incluida una piscina cubierta, para no hablar de los ocho jardines ni de las hectáreas de tierra sin cultivar. Una cascada de treinta metros cae sobre el cañón, en el que hay un estanque para canoas; también dispone de pistas de tenis y un campo de golf de nueve hoyos.
En lo más alto de la cadena de colinas que rodeaban Hollywood y protegida por palmeras adultas y eucaliptos de la mirada de los seres corrientes que vivían en el valle, Caidwater era el campo de juegos de un rico; un campo de juegos que ahora estaba atado al cuello de Rory con el nudo corredizo del verdugo.
No era de extrañar que tuviese la sensación de que se ahogaba.
Con la mano en el picaporte, Rory hizo un alto antes de hacerla pasar a la entrada principal. Recapacitó y llegó a la conclusión de que lo mejor era evitar al servicio.
Sin dar la menor explicación, Kincaid se apartó de la puerta principal y, sin dejar de sujetar a Jilly del codo, atravesó rápidamente la verja que conducía a una terraza lateral. La muchacha trotó a su lado y se las apañó a pesar de los absurdos tacones y de tener que luchar por mantener el vestido en su sitio. Rory no se atrevió a correr el riesgo de soltarla hasta que llegaron a una puerta lateral. Cuando abrió, el aire fresco y el olor a aceite caro, con aroma a limón y alcohol, escaparon a través del hueco de la puerta.
Sin dejar de sujetar los restos del vestido, Jilly lo precedió, franqueó la puerta y miró a su alrededor con ligera curiosidad.
– ¡Caramba! Piscinas, un estanque para canoas y cuarenta y cuatro habitaciones. Parece exactamente lo que un déspota podría desear.
Rory se quitó las gafas de sol y entrecerró los ojos. Tras ese comentario tuvo la sensación de que la joven había conocido a su abuelo. Rechazó la idea y la condujo a la biblioteca que había convertido en su despacho. Los estantes empotrados cubrían las paredes y estaban ocupados por miles de libros encuadernados en cuero, textos que jamás se habían leído, volúmenes vendidos junto con la casa comprada por Roderick en 1939.
– Espere aquí -pidió Rory, y señaló una silla-. Tardaré un minuto en encerrar al animal.
En cuanto Beso estuviera en su jaula, Rory encontraría la manera de cubrir decentemente a la mujer y agradecerle que se hubiera tomado la molestia de dedicarle un rato; luego seguiría buscando la forma de deshacerse de la ropa. Bastarían cien pavos para que esa chica se largase contenta y con las manos vacías.
– ¿Le molesta que lo acompañe?
Rory se detuvo ante la puerta que conducía al resto de la casa. Miró por encima del hombro y estuvo a punto de atragantarse de desesperación. No era necesario que sufriera un ataque de pánico ni que la llevara al interior de la casa, pues ella ya se había arreglado el vestido.
Evidentemente la joven reparó en la dirección de su mirada y esbozó una sonrisa antes de explicar:
– Un viejo amigo de la familia perteneció a la marina. -En un abrir y cerrar de ojos, había enlazado el tirante roto con algo del interior del corpiño del vestido y lo había anudado-. Creo que lo llaman nudo marinero. -Preocupada, Jilly se mordió el labio inferior-. Bien, ¿puedo acompañarlo?
Rory apartó la mirada del nudo del tirante y de la boca de la mujer y consultó el recargado reloj de pared, situado tras ella.
– Mi tía está durmiendo -contestó-. No quiero molestarla.
Rory reprimió el escalofrío que experimentó ante la mera posibilidad; su tía ya era bastante arisca sin necesidad de despertarla.
– Me encantaría ver el resto de la casa -se apresuró a decir Jilly.
Kincaid enarcó las cejas. La chica no se había mostrado excesivamente impresionada cuando minutos antes le había descrito la mansión. De todos modos, deseaba deshacerse de ella con el menor jaleo posible, si bien reconocía que había cometido el error de hacerla entrar. Cabía la posibilidad de que, si hacían un recorrido rápido, la curiosidad de la mujer quedase satisfecha… o se llevara un chasco.
Caidwater ya no estaba a la altura de su fama. A diferencia de lo que había sucedido en el pasado, hacía tiempo que los agentes de Hollywood, decadentes y medio ebrios, no deambulaban entre las mesas de billar ni remojaban sus sobrevalorados cuerpos en la humeante piscina de burbujas. Los únicos aspirantes a estrellas, falsos y ambiciosos que deambulaban por los pasillos eran los amargos fantasmas que poblaban la mente de Rory.
– De acuerdo, vamos -propuso. Echó a andar por el pasillo y señaló el impresionante espacio que se abría al otro lado de la extensión cubierta con baldosas-. El acogedor salón -comentó con ironía.
El artesonado estaba cubierto con pan de oro, las paredes estaban revestidas con maderas primorosamente talladas y había una chimenea de piedra capaz de albergar a una orquestra de pocos miembros. Si la memoria no le jugaba una mala pasada, durante una fiesta demasiado concurrida es lo que sucedió.
En lugar de detenerse a evaluar la respuesta de la mujer, Rory siguió caminando, señaló el comedor y a continuación la entrada a la sala de cine, con aforo para cien personas.
– Allí está el ascensor -añadió, señaló otras puertas de madera rebuscadamente talladas y se desvió hacia la escalera de caracol, de roble.
Jilly aferró con una mano la falda del vestido y subió peldaño a peldaño junto al dueño de casa. Se mantuvo a su lado hasta que Rory se detuvo ante una puerta cerrada del primer piso.
– Es la habitación de mi tía -susurró-. Entraré y meteré a Beso en la jaula.
Jilly asintió y volvió a morderse el labio inferior.
Rory contuvo el aliento y entró. Su tía ocupaba una suite de dos habitaciones, el cuarto en el que estaba y el dormitorio situado al otro lado de la puerta cerrada. Caminó de puntillas entre varios objetos de su tía desparramados por el suelo, como una colcha de ganchillo, dos libros y un par de instrumentos musicales que usaba para entretenerse, y avanzó sin hacer ruido hasta la jaula de Beso. Con movimientos precisos y silenciosos introdujo la chinchilla, que no cesó de retorcerse, y cerró firmemente la puerta de la jaula. Aún no había logrado desentrañar cómo se las apañaba Beso para escapar, y su tía afirmaba que no lo sabía.