– Llevará demasiado tiempo…
– Tiempo es precisamente de lo que dispongo. Aunque por teléfono mencionó la magnitud de la colección, estoy convencida de que podré hacerlo antes de que se cumpla el plazo.
Rory experimentó la sensación de que la situación se le escapaba de las manos.
– ¿Y su tienda? -inquirió, y se aferró a lo primero que se le ocurrió-. No creo que sea bueno desatenderla…
– Tengo una socia y dependientes. Además, actualmente gran parte de las transacciones se hacen a través de la red. -Jilly saltó de la silla sin darle tiempo a que pusiera pegas-. Le demostraré de qué hablo. -En medio de una ráfaga de lentejuelas, la muchacha rodeó el escritorio y ocupó el sillón situado delante del portátil. Apoyó su mano menuda en el ratón y preguntó-: ¿Me permite?
A Rory no le quedó más remedio que acceder. Rodeó el escritorio, se situó detrás de la joven y fijó noblemente la mirada en el ordenador en vez de clavarla en el vestido. Jilly inclinó la pantalla para que Rory viese mejor; luego marcó y clicó hábilmente hasta conectar con el buscador. Una vez allí, casi en el acto lo trasladó a una web llamada «Things Past», cuya propietaria era Jilly Skye.
Durante los diez años que había pasado en Silicon Valley, Rory había visto miles de webs, y aquella no estaba nada, pero que nada mal. Peculiar y nada sobrecargada, ofrecía a sus clientes opciones claras como «Prendas de mujer anteriores a 1920» o «Lencería victoriana».
Rory enarcó las cejas. ¿Lencería victoriana? El título despertó su curiosidad, pero se llevó un chasco porque la joven clicó otro botón que exhibía una página de vestidos, hábilmente fotografiados, de los años cuarenta del siglo XX. Debajo de cada foto aparecía el pie, en el que figuraban la talla y el precio.
– ¿Cuántas visitas recibe al mes? -inquirió Kincaid aludiendo a la cantidad de cibernautas que se conectaban a su página.
Jilly Skye nombró una cifra impresionante y lo impactó un poco más cuando mencionó la cantidad de dólares obtenidos en el último trimestre del año anterior gracias a los negocios en la red. Sonrió con un poco de presunción, se dedicó a mover el ratón y de repente en la pantalla apareció el interior de una tienda de ropa.
Rory Kincaid frunció las cejas por enésima vez y preguntó:
– ¿Es una webcam?
La joven asintió y su ligera sonrisa le recordó a los gatitos y la nata.
– En realidad, la imagen no es excesivamente nítida, pero… bueno, mi asesora informática intenta mejorarla; de todos modos pensamos que así atraeríamos más clientes.
Mientras Kincaid miraba, la cámara recorrió lentamente la tienda; vio un par de personas que estudiaban los artículos, una joven detrás de la caja y atractivas presentaciones de ropa.
– No está nada mal-reconoció Rory-. Y si a alguien le apetece comprar un artículo…
Jilly señaló una ventana de la pantalla.
– Puede llamar a nuestro teléfono gratuito o hacer el pedido por correo electrónico. -Rory aún estaba con la vista fija en el monitor cuando repentinamente Jilly Skye se volvió en el sillón y el asiento giratorio chirrió a modo de protesta-. ¿Qué me dice? -inquirió, y le clavó la mirada-. ¿Me dará o no el trabajo?
Rory maldijo su estampa. Se había concentrado tanto en la página de Things Past que no había buscado nuevos motivos para negarse.
– Veamos… Déjeme pensar.
Se peinó los cabellos, se frotó la nuca y se rascó el mentón mientras intentaba no mirar los admirables haberes de Jilly Skye, su bonita cara de ojos verdes y serios y su boca rosada hecha para besar.
La joven levantó una mano para alisarse la cabellera y bajó la mirada a fin de comprobar que el nudo del tirante del vestido seguía en su sitio. Lo único que faltaba era que la chica le recordase que tanto él como la mascota de su tía la habían vapuleado hacía menos de media hora. A renglón seguido movió el ratón para pasear el cursor por la imagen de la webcam de su tienda. Rory se dijo que debía reconocer que sus prácticas comerciales no eran tan extravagantes como el resto de su persona. Por último, Jilly deslizó los dedos sobre el escritorio hasta rozar delicadamente los bordes de la agenda abierta.
Por Dios, estaba claro. ¿Quién más podía realizar el trabajo como correspondía? Además, sus referencias garantizaban que era la mejor.
La joven levantó la cabeza y preguntó:
– ¿Me lo da o no?
– Yo… Sí, está bien -acabó por responder, y se maldijo.
Consciente de que la había fastidiado, Rory se habría dado cabezazos contra la pared, pero no podía desdecirse porque, como si hubiese adivinado sus intenciones, la muchacha ya se había levantado del sillón, sonreía y le estrechaba la mano.
Le aseguró que estaba muy agradecida. Pondría manos a la obra a primera hora de la mañana. Con otra ráfaga de lentejuelas y una nueva sonrisa centellante, Jilly franqueó la puerta de la biblioteca y atravesó la entrada de la casa.
Esa súbita y enérgica manifestación de actividad mareó a Rory. No solo la actividad, sino la bocanada de aire demasiado cálido y perfumado que lo abrumó en cuanto cruzó la puerta de entrada y vio que Jilly Skye montaba en su cafetera y bajaba por la calzada larga y serpenteante.
La mujer condujo con cuidado, probablemente porque no quería forzar demasiado su destartalado vehículo. A pesar de todo, la furgoneta de madera saltó, traqueteó y proclamó, en el caso de que su dueña estuviera dispuesta a escuchar, actitud que a Rory le pareció imposible, que algo tan viejo y peculiar tendría que haber acabado hacía años en el chatarrero. Al doblar la primera curva, lo penúltimo que Rory avistó fue el techo de color rojo cereza y una mano en alto a modo de alegre despedida.
Solo cuando vislumbró lo último, el guiño definitivo de las lentejuelas doradas, se dio cuenta de que, como mínimo, tendría que haber solicitado una forma de vestir más decorosa.
Rory meneó la cabeza y se dijo que esas cosas solo ocurrían en Los Ángeles. Puesto que volvía a vérselas con una de las chifladas de la ciudad, seguramente algo estaba condenado a salir mal.
Únicamente se trataba de saber hasta qué punto saldría mal.
Su corazón latía tan rápido que Jilly se preguntó si se había tragado uno de los colibríes que revoloteaban entre los arbustos en flor que bordeaban la calzada de acceso a Caidwater. Aferró el volante con fuerza y logró contener su entusiasmo mientras atravesaba la verja de hierro forjado y giraba en dirección a su hogar.
No regresaría directamente a su apartamento; antes haría un alto para compartir la noticia. Condujo el coche hasta un arcén ancho y a la sombra. Apagó el motor, puso el freno de mano y buscó su móvil bajo el asiento del acompañante. Le temblaban tanto los dedos que fue incapaz de pulsar los botones, por lo que durante unos segundos apoyó el teléfono en su corazón agitado.
¡Lo había conseguido! Rory Kincaid había aceptado.
Rory Kincaid… Se le hizo un nudo en el estómago, un nudo que desprendió calor y subió hasta besar su piel.
Se le puso carne de gallina en los brazos incluso mientras intentaba desterrar a ese hombre de sus pensamientos. Estaba claro que pronunciar el nombre de Bill Gates no había conseguido que Rory dejara de ser guapísimo y pasase a convertirse en un imbécil. Se trataba de un tío de metro ochenta, pelo negro, ojos azules y rasgos poco corrientes, casi exóticos.
Poseía rasgos exóticos que instantáneamente evocaron imágenes de…
¡No! Jilly se revolvió en el asiento y se obligó a controlar tanta tontería. La manera en la que Rory Kincaid despertaba su imaginación no solo era inquietante sino inoportuna. Las hormonas alborotadas no tenían nada que hacer con sus planes.
De todas maneras… Suspiró. Por algún motivo inexplicable, desde el instante en el que había visto a Rory y cada vez que pensaba en él, en su mente se desplegaba un sueño, un sueño de lo más peculiar en el que…