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La abuela también parpadeó.

– ¿Cómo dices? ¿Cómo iba a hacerlo si se me presentó la oportunidad… no, mejor dicho, si tenía la responsabilidad de corregir contigo los errores que cometí con ella?

A Jilly se le cerró tanto la garganta que su voz fue solo un susurro:

– ¿Un éxito para compensar un fracaso?

Llegó a la conclusión de que era más que eso; por primera vez lo vio todo claro. A su abuela no le gustaba perder y se había desquitado de su hija rebelde de la forma que más le dolería: le había arrebatado a su niña. Las lágrimas cayeron por las mejillas de Jilly.

– ¡Y ahora lloras! -La mujer mayor meneó la cabeza con desprecio-. Llorar es una debilidad. Gillian, préstame mucha atención. De no ser por mí y por todo lo que te inculqué, ahora no estarías en esta posición ni con este hombre. -Con un dedo artrítico señaló el cuello de Jilly-. Piénsalo.

Jilly se tapó los ojos con las manos. El movimiento no detendría las lágrimas, que seguían cayendo por sus mejillas, pero necesitaba aislarse de la certeza que comenzaba a penetrar en su fuero interno: algunas personas eran inflexibles, resultaba imposible razonar con ellas, no existía palabra, gesto ni recuerdo al que se pudiese apelar para despertar su ternura.

Jilly se dijo que no debía juzgar si su abuela era mala o ignorante ni dejarse influir por ello. Mil éxitos comerciales o un millón de votos de castidad no modificarían la opinión que la anciana tenía de ella, y no podía hacer nada para demostrar su valía.

Se dijo que, lisa y llanamente, tenía que olvidarlas.

Rory tenía razón, debía abandonar el pasado, dejar de luchar con su abuela y vivir, vivir por sí misma.

Cuadró los hombros, se dio la vuelta y echó a andar hacia la casa.

– ¡Eres una insensata! -El tono de su abuela era tan duro como lo había sido durante los años en los que mantuvo el espíritu de Jilly encarcelado en su austera casa gris y blanca-. Piensa en lo que haces antes de volverme la espalda. ¿Qué pasa con tu compromiso? Tus actos pueden influir decisivamente en el futuro de tu prometido.

¡Por Dios…! ¡Por Dios…! Jilly se detuvo y se volvió para afrontarse a la anciana. Dada su decisión de vivir su vida a su manera, le costaba reprimir el deseo de contarle a su abuela la falsedad de ese compromiso, pero sabía que con ello echaría a perder las posibilidades de Rory.

Al menos en ese aspecto su abuela tenía razón, pues era acaudalada y tenía mucha influencia política en California.

– Abuela, te has equivocado -musitó Jilly-. No utilices a Rory para meterte conmigo. En ese aspecto ya has hecho bastante daño.

Dorothy Baxter entornó los ojos, que adquirieron un brillo cínico y calculador.

– ¿A qué te refieres?

Pese a que la decisión tomada y el instinto de supervivencia le aconsejaban lo contrario, las palabras brotaron de los labios de Jilly:

– Nunca se lo he dicho, pero lo quiero de verdad. -Enjugó las lágrimas que caían por sus mejillas-. Conseguiste que tuviera miedo de reconocer semejante «debilidad». Lograste convencerme de que, si él lo sabía, podría hacerme daño y manipularme.

Su abuela le había enseñado a temer al amor. En ese momento comprendió que no había hecho votos de castidad para demostrar algo, sino para protegerse del afecto.

– Vamos, déjate de tonterías.

La respuesta fue tan ridícula que Jilly estuvo a punto de reír a carcajadas, pero se limitó a menear la cabeza.

– ¿No te das cuenta? Utilizaste el cariño contra mi madre y contra mí. Así la controlaste e intentaste dominarme. Como ella me quería, no luchó contigo porque eras más poderosa. Como te negaste a que me mudase a Los Ángeles y a que, después de su muerte, me hiciera cargo del negocio de mi madre, apelaste a todas las amenazas que se te ocurrieron y me dijiste que eras sincera porque me querías. Aseguraste que fracasaría, que me volvería promiscua y que no tardaría en llamar a tu puerta para mendigar.

– Pero Jilly no hizo nada de eso…

Una voz masculina y grave resonó entre las sombras y enseguida la conocida figura apareció en la rosaleda.

¡Por Dios…! Jilly se amilanó. Era Rory. Su cuerpo, su mente, su corazón y sus emociones se cerraron sobre sí mismos e intentaron formar una coraza alrededor de su vulnerabilidad. La aterrorizó pensar que Rory hubiera oído la conversación. Por Dios, ¿la había oído afirmar que lo quería?

Las pisadas del dueño de la casa resonaron en el sendero de grava hasta que llegó junto a ellas.

– Jilly nunca accedió a casarse conmigo -añadió-. Nuestro compromiso es un montaje.

– No, calla -gimió la joven.

Rory no hizo caso de su súplica.

– Nos pillaron en una situación comprometedora y Jilly accedió a fingir que sostenía una relación conmigo para mantener intachable mi reputación.

La abuela apretó los delgados labios y paseó la mirada de Rory a Jilly.

– No creo que sea cierto.

La muchacha meneó desaforadamente la cabeza e intentó recuperar la voz:

– Es una broma. ¡Ja, ja, ja! A este hombre le encanta bromear.

Lo que Rory acababa de decir no era del todo cierto, ya que el compromiso también había servido para proteger a la propia joven.

Dorothy Baxter se concentró en Rory, que permanecía sereno y relajado junto a Jilly.

– Muchacho, esa clase de bromas no tienen nada de divertido -comentó en tono gélido, pero su voz no tardó en volverse más cálida-. De todas maneras, la pasaré por alto y te diré lo mismo que a mi nieta: vuestro compromiso cuenta con mi apoyo y aprobación. Francamente, estoy muy contenta de que alguien haya visto más allá de la evidente… de la aparente frivolidad de Gillian y haya descubierto todo lo que puede ofrecer. Me alegro de que hayas reparado en los criterios según los cuales la crié.

Rory se cruzó de brazos.

– Señora, lamentablemente no puedo decir que sea eso lo que estoy viendo.

Jilly volvió a angustiarse. Aunque sabía que Rory la consideraba menos importante que una pelusa, no quiso oír cómo se lo decía a su abuela. Intentó alejarse a toda velocidad, pero Rory estiró el brazo y la cogió de la muñeca.

– Al igual que usted -prosiguió el magnate-, hasta ahora no había apreciado a Jilly por ser buena persona; un ser leal y amoroso, alguien que siempre intenta hacer lo correcto, aunque suponga correr riesgos.

Jilly lo miró fijamente. La expresión de Rory le pareció… tierna… divertida… indescriptible.

– ¿Qué has dicho?

– Señora, Jilly no necesita su aprobación ni la mía, como tampoco la requiere el mentado compromiso. Antes no bromeaba, se trata de un engaño en el que la obligué a participar para salvar mi reputación.

Jilly cogió del brazo a Rory y murmuró:

– No. -Se preguntó si Rory no se daba cuenta de que estaba a punto de suicidarse políticamente y añadió-: Abuela, no le hagas caso.

Rory no apartó la mirada de la gélida expresión de Dorothy Baxter.

– Jilly, tu abuela debería hacerme caso y escuchar lo que tengo que decir.

Jilly no quería saberlo, no quería oír ni una sola palabra más porque, al dar la cara por ella y explicar la verdad, Rory haría añicos sus sueños. La abuela se ocuparía personalmente de aplastarlos.

– Abuela, no le hagas caso -repitió Jilly, y sus pies se deslizaron por el sendero de grava cuando sacudió el brazo a fin de apartarse de Rory-. No lo escuches.

Jilly se volvió y echó a correr porque, si no podía evitar la muerte de las ambiciones de Rory, al menos no se quedaría para ver cómo ocurría.

La fragancia de las rosas impregnaba el aire y se dijo que nunca más volvería a disfrutar de ese perfume.

Sin desear otra cosa que escapar de la destrucción que causaba estragos a su alrededor, la joven huyó de la reunión y de los jardines iluminados y se sumió en la oscuridad. Su respiración resonó en sus oídos y sus pasos parecieron impulsados por el pánico. Por delante solo divisó árboles y sombras, que esquivó hasta que una de las sombras se materializó ante ella.