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Jilly chocó con el cuerpo de un hombre, lanzó una exclamación y el corazón le dio un vuelco hasta que vio que no era Rory.

Esquivó al individuo, que se había quedado sin aliento, se disculpó y echó a correr nuevamente en dirección a su coche, aparcado en las proximidades de la entrada secreta a Caidwater.

Su casa… Ya pensaría en lo ocurrido cuando llegase.

– ¡Un momento! -gritó el desconocido-. Nuestros móviles no funcionan. ¿Kincaid ya lo ha hecho? ¿Ha terminado de hablar?

Jilly aminoró el paso, pero no se detuvo a pensar cómo sabía ese hombre lo que Rory se proponía ni qué tenían que ver en ello los móviles.

– Sí -replicó apenada-. Sí, creo que sí. -Aceleró el paso de nuevo y solo pensó en llegar a su casa-. Estoy segura de que en cuestión de minutos todo habrá terminado.

Su abuela era anciana, pero estaba ágil y en forma. En cuanto Rory le contase la verdad, Dorothy Baxter se reuniría deprisa con los asistentes a la fiesta y remataría la faena que el magnate había cometido la insensatez de iniciar.

Para librarse de tratar con el servicio de aparcacoches que había ocupado varias propiedades circundantes a fin de acomodar los vehículos de los invitados, Jilly había dejado la furgoneta al final del camino de tierra que conducía a Caidwater a través de la finca vecina. Al llegar a su viejo coche, tanteó debajo del parachoques en busca de la llave escondida. La cogió con fuerza y se concedió unos segundos para recuperar el aliento.

La luz de la luna iluminaba lo suficiente como para ver la manecilla metálica; en cuanto ocupó el asiento del conductor, automáticamente echó el seguro a la puerta e introdujo la llave en el contacto. Echó un último vistazo en dirección a Caidwater, estiró el cuello y pudo ver el perfil de la primera y la segunda planta.

Hizo de tripas corazón, cogió el volante y accionó la llave.

El motor no arrancó inmediatamente, por lo que volvió a intentarlo.

La segunda vez tampoco hubo suerte.

Intentó reprimir el pánico. No era posible que su maldito coche hubiese elegido ese momento para averiarse. Volvería arrastrándose a casa antes de regresar a la fiesta de Rory y a sus sueños rotos.

Accionó nuevamente la llave, pero no consiguió nada y maldijo de manera muy poco femenina.

De repente oyó un golpe.

El topetazo en la portezuela del lado del conductor la sobresaltó. Se volvió, miró la figura que se encontraba al otro lado de la ventana, la reconoció y maldijo.

Era Rory.

Ella no quería verlo, oírlo ni saber qué había ocurrido después de que lo dejase a solas con su abuela. No quería saber nada de su cólera y su decepción.

– ¡Jilly! -Su voz sonó lejana, pero oyó claramente las palmadas que asestó a la ventanilla-. ¡Ábreme!

A modo de respuesta, Jilly volvió a girar la llave, el motor sonó ahogado y ella lanzó otra sarta de tacos.

– ¡Jilly, tengo que hablar contigo!

Rory no dejaba de golpear la ventanilla.

Con el corazón desbocado, la joven giró la llave por enésima vez. Tuvo la sensación de ser la protagonista de una de esas películas de terror, de bajo presupuesto, en la que un manco jugador de hockey intenta atrapar con el gancho a la chica estúpida y ligera de ropa.

Intentó de nuevo arrancar la furgoneta y resonaron más golpes en la ventanilla.

Jilly se dio cuenta de que no había nada que hacer; no le quedaba más remedio que aceptar que el coche no arrancaría. Respiró entrecortadamente y se obligó a aceptar que esa era la situación. Aferró el volante con todas sus fuerzas y miró hacia delante. Si no le hacía el menor caso, tal vez Rory se largaría.

Kincaid se agachó junto al coche, pegó el rostro al parabrisas y gritó con todas sus fuerzas:

– ¡Abre la condenada puerta!

La muchacha volvió a sobresaltarse, giró el volante, apoyó la espalda en el asiento y soltó otra andanada de tacos.

Finalmente bajó la ventanilla… dos dedos.

– Lárgate.

Rory apoyó las manos en el techo de la furgoneta y ordenó:

– Sal inmediatamente. Tengo que hablar contigo.

Ese tono autoritario no le gustó en absoluto. Le dolía la cabeza, tenía el corazón herido y sus pies estaban encajados en unos zapatos de raso que evidentemente estaban destinados a una mujer sin dedos en los pies. Su coche no se ponía en marcha, el rubí que llevaba en el ombligo le picaba y el hombre que, para defenderla, acababa de destruir sus sueños, la miraba como un asesino en serie que solo piensa en estrangular a su próxima víctima.

Maldito sea, ella no le había pedido que la defendiera ni quería que lo hiciese. De repente, todas las emociones de la velada… mejor dicho, de las últimas semanas, emociones como la tristeza, la ansiedad y la vulnerabilidad se convirtieron en una rabia inesperada y explosiva.

De modo que Rory quería hablarle… Pues bien, tal vez era ella quien tenía unas cuantas cosas que decirle.

Jilly hizo un brusco movimiento de muñeca, quitó el seguro de la puerta, la abrió y estuvo a punto de golpearlo en el vientre. Bajó del coche y cerró de un portazo. Rory retrocedió y la miró, al parecer desconcertado por la repentina capitulación de la joven.

Jilly iba hacia él; daba una zancada por cada una de las cautelosas pisadas de retroceso del magnate. Kincaid trazó el círculo completo y por fin la muchacha lo arrinconó contra el lado del conductor de la furgoneta. Le puso un dedo en el pecho y preguntó:

– ¿Por qué? ¿Por qué lo has echado todo a perder?

Una expresión divertida, entre tierna y alegre, sustituyó la cara de contrariedad de Rory.

– Creo que no he echado nada a perder. Yo diría que por una vez en la vida he atinado -respondió con tranquilidad.

Jilly parpadeó.

– Pues la has fastidiado. Mi abuela se ocupará de que… -Jilly calló y su rostro se iluminó cuando una idea pasó por su cabeza-. ¿La has calmado? ¿Se te ha ocurrido una explicación para…?

Rory no hacía más que negar con la cabeza.

– Le he dicho la verdad.

Jilly estuvo a punto de atragantarse otra vez a causa del pánico y tragó saliva enérgicamente para controlarse.

– Si hablo con tío Fitz, tal vez…

Kincaid no dejó de mover negativamente la cabeza.

– No, Jilly. Lo que el senador me ofrece no me interesa.

Jilly se puso a temblar.

– Claro que te interesa. Estoy segura de que siempre has querido ser…

Rory le tapó la boca con la mano.

– Siempre tuviste razón. En realidad, no quería ser senador ni ocupar un cargo político. Aunque tal vez no lo habría hecho mal, creo que la idea solo me atrajo porque la forma en la que el Partido Conservador quiere cambiar Washington es más o menos la misma en la que yo quiero dignificar el apellido Kincaid. Buscaba respeto y que, cuando la gente oyese «Kincaid», no pensase automáticamente en escándalos y en titulares sensacionalistas.

Jilly hizo una mueca detrás de la mano de Rory y a continuación masculló algo ininteligible.

Kincaid apartó la mano.

– ¿Qué has dicho?

– He dicho que lo que esta noche has hecho no contribuirá en modo alguno a modificar la imagen que la gente tiene de los Kincaid. La abuela no se quedará cruzada de brazos tras saber lo del compromiso falso.

Rory movió ligeramente las comisuras de los labios y esbozó una sonrisa.

– Yo no estaría tan seguro. Es posible que las cosas no salgan tan mal como supones.

Jilly tenía la certeza de que todo saldría tan mal como pensaba.

– ¡Ay, Rory…! -exclamó, y bajó los hombros.

– ¡Ay, Jilly…! -la remedó, y volvió a sonreír-. Si hubiera guardado silencio y continuado con todo esto, habría contado con el respeto de los demás, pero a costa del respeto que me tengo a mí mismo. -Le rodeó delicadamente los hombros-. Y no estaba dispuesto a hacerlo. No podía permitir que arriesgaras tu espíritu y tu corazón. Para mí el Partido Conservador no vale tanto, sobre todo desde el momento en el que me di cuenta de que, por así decirlo, quiero que ambos sean míos.