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Kim se abrazó a sí misma como si tuviese un escalofrío.

– De no ser por ti, al principio no habría sobrevivido. Siempre has sido quien me ha dado fuerzas y ánimo.

Jilly movió negativamente la cabeza.

– No te confundas, simplemente me enfurezco más que tú y permanezco cabreada más tiempo. Lo cierto es que ninguna de las dos habría sobrevivido sin la otra.

La dureza de aquella época también asaltó a Jilly. Todavía vestida de negro tras el funeral, arrugada y sucia después de pasar una noche conduciendo, furiosa pero decidida, de San Francisco a Los Ángeles, Jilly deambulaba por el local de Things Past cuando apareció Kim. Llevaba la maleta llena de ropa vintage que quería vender a fin de comprar un billete para irse de Los Ángeles. Jilly no tenía ni la más remota idea de cuánto costaba esa ropa y también andaba escasa de dinero.

Al enterarse, Kim se desplomó sobre la maleta y comenzó a llorar. Agotada y conmovida, Jilly hizo lo mismo. En cuanto se calmaron, sus historias comenzaron a fluir. Se entendieron a las mil maravillas y esa comprensión se convirtió en la base de su gran amistad.

Ambas tenían claro que el que Kim recuperase a Iris también ayudaría a curar a Jilly o, al menos, le aportaría un poco de paz.

De repente, Kim abrió desmesuradamente los ojos y parpadeó.

– ¡Madre mía, acabo de darme cuenta! ¿Qué te ha pasado? -inquirió, y recorrió con la mirada el desastrado vestido de noche de Jilly.

Skye sonrió a medias.

– Hubo un encuentro entre una mujer y una chinchilla.

– ¿Cómo?

– Iris tiene una mascota. Según me contó Rory Kincaid, se la regaló Greg.

La expresión de Kim fue de total incomprensión.

– ¿Has dicho Greg? ¿Te refieres al hermano de Rory?

– Supongo que sí. -Jilly se encogió de hombros-. Tengo la impresión de que también vive en la mansión.

Se hizo el silencio durante unos instantes y pareció que Kim volvía a sumirse en el pasado. Finalmente agitó la cabeza y volvió a centrar la mirada en su amiga.

– Jilly, me cuesta creer que lo hayas logrado. Háblame de Rory Kincaid. ¿Crees que se atendrá a razones?

Ante la mención de su nombre, la imagen de Rory cobró vida en la mente de Jilly. ¡Por favor…! Se apresuró a esbozar una alegre sonrisa.

– Concédeme un minuto. Subiré a cambiarme, ¿vale? Cuando baje te lo contaré todo.

Le pareció que era lo más adecuado, siempre y cuando consiguiese reducir a Rory a proporciones humanas.

En el minúsculo apartamento del primer piso, igual al de Kim y situado al otro lado del pasillo, Jilly se quitó el vestido de noche. Cogió unos vaqueros y una camiseta rosa, amplia y que llevaba bordado el nombre «Ángel». Luego se puso las zapatillas de color rosa chicle. Ya lo tenía. Esa ropa descartada por Kim era perfecta para decorar el escaparate. Y esa tarea era perfecta para evitar la conversación que Kim había iniciado. La intuición le decía que, en el caso de que se pusiera a hablar de Rory, su imaginación podría jugarle…

Descartó ese pensamiento, corrió a la cocina, cogió tres trozos de zanahoria y se los metió en la boca antes de bajar a la tienda. Si ponía manos a la obra, Kim tal vez olvidaría la charla que habían comenzado.

No se hizo demasiadas ilusiones. Nadie sabía mejor que ella que la inteligencia de Kim era tan considerable como su belleza.

A pesar de que Jilly subió a la tarima del escaparate mientras su socia hablaba por teléfono, en cuanto la conversación tocó a su fin, Kim se acercó instantáneamente a su amiga. Jilly ya había retirado los vestidos rojos que tanto desentonaban. Con el corazón en un puño y los brazos en jarras, eludió la mirada de Kim y fingió que evaluaba atentamente la disposición de los accesorios: un biombo, un pequeño baño de asiento, una mecedora estrecha y una mesa con el tablero cuadrado.

Kim lanzó un suspiro.

– No tendría que haber intentado suplantarte y ponerme a diseñar el escaparate. Me esforcé por seguir tu esquema, pero… -Se encogió de hombros.

Jilly experimentó un profundo alivio.

– No te preocupes.

Jilly arrastró el biombo hasta un rincón, acomodó el baño de asiento para que quedase prácticamente en el centro y colocó la mesilla al lado. Situó la mecedora en el rincón contrario al biombo.

Quedó bien. El escaparate parecía el baño de una dama, sobre todo con las serpentinas en espiral hechas de material de embalaje iridiscente, con las que llenó el baño para que pareciese de espuma. Recuperó una de las prendas que había decidido utilizar. Como si una mujer acabara de desnudarse, Jilly dejó caer el vestido de verano, de algodón y encaje blanco, realizado hacia 1910, sobre la parte superior del biombo plegable. En el suelo, debajo del vestido, situó las botas altas, de hilo blanco, chapadas a la antigua, y en una esquina del biombo colgó un sombrero de paja adornado con encaje.

– Háblame de Rory.

Al oír la voz de Kim, Jilly se sobresaltó, por lo que se le cayó el bonito sombrero de paja. Se mordió el labio inferior, lo recogió, lo volvió a colocar con gran cuidado y replicó sin dar demasiadas explicaciones:

– Ya sabes cómo son estas cosas.

– No, no lo sé. Ya te he dicho que nunca lo vi mientras estuve casada con Roderick. ¿Cómo es?

Jilly pensó que, lamentablemente, Rory no tenía nada que ver con Bill Gates. No llevaba gafas ni un minúsculo portabolígrafos. Por otro lado, Rory le recordaba a… Jilly se estremeció e impidió que su díscola mente siguiese esa nueva y extraña dirección que acababa de descubrir.

Acomodó una punta de la toalla, adornada con delicadas tiras de encaje, y la dejó sobre el borde del baño de asiento.

– Se mostró muy… se mostró muy formal.

Se había mostrado muy formal, salvo en el momento en el que deslizó los dedos entre sus cabellos. A Jilly se le erizó el cuero cabelludo, lo que le hizo cosquillas, y tuvo la sensación de que su pelo formaba bucles más enroscados si cabe. Cerró los ojos tras evocar esa sensación, introdujo las manos en el material de embalaje que había en el baño y revolvió distraídamente las «burbujas» de espuma.

– ¿Has dicho formal? Tal vez eso lo explica todo -comentó Kim-. Me refiero al interés que el Partido Conservador muestra por él.

– ¿Están interesados en él?

– Según los rumores, Rory Kincaid se convertirá en el primer candidato del nuevo partido político -precisó Kim-. Se presentará al Senado.

– Hummm…

Jilly se apartó del baño de asiento y extendió un tapete de color crudo sobre la mesilla. Tenía tantas ganas de pensar en la política como en Rory Kincaid. Se trataba de un tema que no le interesaba en lo más mínimo. La política era la pasión de su abuela y Jilly se había dado cuenta de que era una manera más de controlar a las personas y tratarlas como si fuesen piezas de ajedrez.

Con movimientos medidos, Jilly acomodó sobre la mesa varios frascos de perfume de colores vivos.

– Vamos, Jilly, ¿qué te ha parecido?

Jilly movió involuntariamente la mano y los frascos cayeron como bolos. Dirigió a su amiga una mirada de desesperación.

– Deja de preguntar tonterías, ¿qué supones que me ha parecido? Me crió una puritana y me educaron las monjas, por lo que no puede decirse que esté preparada para formarme una opinión sobre un hombre de sus características.

Esa era exactamente la razón por la cual lo había descartado de sus pensamientos. Aunque su abuela no era católica, Jilly había estudiado en la escuela Nuestra Señora de la Paz porque era el centro más riguroso, mejor dicho, el centro de preescolar a bachillerato más rígido que existía en la zona de la bahía de San Francisco. Tras las frías paredes del antiguo convento, Jilly y sus compañeras igualmente intimidadas recibieron clases de las hermanas Teresa, Bernadette y María Guadalupe, pero jamás aprendieron nada sobre los hombres.