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Quiero. Por qué no. Contar las historias ayuda a asumirlas. Y más cuando te escucha alguien que puede entenderlas.

Tampoco puedo asegurarte que sea ese alguien.

Ni yo necesito esa seguridad.

Escucho, pues.

Bien… Ya sabes que soy escocesa y que nací en Inverness. Conoces el lugar, así que no tengo que entretenerme en describírtelo. Una ciudad tranquila, pequeña, tirando a aburrida. Sobre todo en los largos inviernos. En verano se anima más, y hasta vienen bastantes turistas, por la tontería del monstruo del lago, que a fin de cuentas ha resultado ser un hallazgo. Hay mentiras que valen tanto o más que una verdad. Porque el monstruo no existe, pero las libras que nos ha traído su leyenda, sí.

Entre ellas, las que me dejé yo. Visité el museo, incluso.

No te sientas mal por ello. Todos lo hacen. Es inevitable husmear allí donde se crea un misterio. Aunque resulte increíble, y aunque nadie haya encontrado nunca rastro de nada, como en nuestro lago. Bueno, pues allí, en el frío Inverness, tuve una infancia más o menos feliz y una adolescencia accidentada, entre otras cosas porque coincidió con el divorcio de mis padres. Por suerte, era buena en los estudios. Conseguí una beca para ir a Edimburgo y me quité de la circulación. Desde entonces he salido adelante por mis propios medios y nunca he vuelto a vivir en mi ciudad natal. He sido bastante pobre, por temporadas, pero a cambio me libré de ser utilizada como arma arrojadiza en las peleas entre papá y mamá y he podido mantener una relación cómodamente distante con ambos. Cosa que no pueden decir mis pobres hermanos menores, por cierto. Pero no te voy a aburrir con el folletín de mi familia. No tiene nada de extraordinaria, incluso podría resultar vulgar, y aunque supongo que un psicólogo diría otra cosa, para mí no es demasiado decisiva. No les culpo de nada de lo malo ni creo que les deba nada de lo bueno que he llegado a tener. Salvo lo que me llegara a través de los genes, y eso me lo pasaron sin poder evitarlo.

Un psicólogo discreparía, seguro. Pero yo no lo soy.

Pues eso. El quid de mi historia es por qué, a los treinta y seis años, y después de haber visto y hecho otras cosas, me he refugiado en esta isla tan distinta de la que me vio nacer, en un pueblo cualquiera de una costa devastada por la especulación, en un trabajo que no me apasiona y en un matrimonio que me apasiona todavía menos, con un hombre al que nunca he amado y al que respeto lo imprescindible para poder convivir.

Contundente, el quid de tu historia. Ahora sí que estoy intrigado.

Hay un porqué, por supuesto. Si alguien tuviera que resumir mi biografía hasta aquí, supongo que diría que soy una especialista en tomar caminos equivocados. O quizá ésa no sea la palabra. Más bien se trata de caminos que al cabo de un tiempo resultan no ser los que me corresponden, aunque de entrada me pareciesen de lo más prometedor. Eso sí, tengo una virtud. Cuando todo se estropea, no me importa borrar la pizarra de arriba abajo. Y una vez que lo he hecho me angustio un poco, como cualquiera, pero no me derrumbo. Sé que aun así puedo mantenerme en pie. Sé que puedo convivir con mi propia infelicidad. Por eso me atrajo tu blog. Porque, como alguna vez mi vida, olía a naufragio, pero también a resistencia.

No haré comentarios a eso.

Ya ves, estudié Historia, fui una alumna brillante, lo tenía todo a favor para convertirme en profesora. Y un día, de pronto, la Historia dejó de tener sentido para mí. No es que hubiera dejado de interesarme; es que ya no encajaba en mi vida, porque todo se me había vuelto del revés. Pero perdona, me temo que estoy dando rodeos. Te había prometido una historia y estoy tardando en contártela. Es, podemos describirlo así, un drama en tres actos. Ya conoces el final, esta isla, esta vida donde me has conocido. Pero empecemos por el primer acto.

Que no es la infancia, deduzco de lo anterior…

No. En el primer acto yo tengo veintidós años. Soy lista, soy joven y no tengo miedo. He visto hundirse mi hogar sin que la catástrofe me afectara demasiado. He creado mi propio espacio y abierto mi propio camino. Con la beca y trabajos por horas pago mis facturas. Estoy a punto de terminar una carrera que me gusta y se me da bien, y en la que se me ofrecen buenas perspectivas de futuro. Y hay algo más: soy atractiva, y lo bastante consciente de lo que eso representa como para saber aprovecharlo. Disfruto de la sensación de poder que mi cuerpo puede proporcionarme, pero no me dejo arrastrar por ella como una adolescente atolondrada. Sé que me basta desabrochar un par de botones para producir efectos infalibles. Pero también sé que puedo arrepentirme de producirlos. Y los controlo.

Imagino que al darme el detalle de tu atractivo físico no pierdes de vista que estás hablando con un hombre. ¿Cuentas con que la mención cause en mí alguno de esos efectos infalibles que dices?

Me temo que he perdido alguna infalibilidad. Ya no tengo veintidós años. Y por ahora no me he desabrochado ningún botón.

No, has hecho algo mucho más sutil y malicioso.

¿Ah, sí?

Está bien, olvídalo, no voy a caer en la trampa. Perdona que te haya interrumpido. Sigue. Si quieres.

Quiero. El caso es que, hasta ese momento, todo ha sido bastante divertido e intrascendente. He pasado buenos y malos ratos, pero mi corazón está limpio de rasguños. Justo entonces, se cruza en mi vida alguien. Lo llamaremos el Profesor…

Ay, me da que esta historia ya la he leído.

No seas malvado. No voy a decirte que no se parezca a otras. Incluso a muchas. Pero cuando la estaba viviendo, yo la sentía como algo único y asombroso. La mirase por donde la mirase. Todo me parecía prodigioso, imposible, apabullante. Me superaba y al mismo tiempo me hacía sentir dueña del mundo.

Interpreto que se trata de una historia de amor. Todas parecen así. Al menos al protagonista, y más si tiene veintidós años.

Anda, deja que te cuente… Y luego sigues siendo cáustico, si lo deseas. Lo que a mí me fascinaba era, para empezar, tener pendiente de mí, enamorado como un muchacho, al hombre más sabio y más inteligente que jamás había conocido. A un hombre con una vida ya hecha, y con una posición que ponía en peligro por mí. Me fascinaba, también, la atracción irresistible que yo sentía por él, es decir, por alguien que me sacaba veinticinco años. Quién me lo iba a decir, a mí, que siempre había visto con asco a esas parejas de maduro y jovencita, porque sólo podía explicármelas, desde el lado femenino, por el más vil interés. Y sobre todo, lo que me parecía increíble era que aquella especie de olla a presión en la que vivíamos no terminara de estallar. Que pasaran los meses, los años, y que aquel incendio, ni por su parte ni por la mía, y después de haberlo intentado tanto el uno como el otro, hubiera manera de apagarlo.

Suena a una historia de dependencia.

Puedes llamarlo así. A mí nunca me había durado la pasión, y desde el principio contaba con que tarde o temprano a él se le pasaría el capricho. Pero no. Yo seguía colgada de él, y él seguía colgado de mí. Los dos teníamos motivos para creer que era un error. Rompíamos, tratábamos de endurecernos, pero siempre volvíamos. Hasta que dejamos de romper y lo aceptamos, como una condena. Y así vivimos tres años. Felices, diría.

Pues eso es mucho decir.

Lo sé. Pero así lo siento, al recordarlo ahora. Fueron seguramente mis mejores tiempos. Los más plenos. Él fue mi maestro, en tantas cosas. Gozaba escuchándole, mirándole, aprendiendo todo lo que me enseñaba. Y yo… Nunca he tenido como entonces la sensación de ser el sueño de un hombre hecho carne. Me adoraba, más allá de toda prudencia, de todo límite, de toda razón. Como cualquier mujer, en el fondo, desea que la adoren.

Está bien. Lo has conseguido. Me has intrigado. Qué pasó.

Lo que tal vez no imaginas, aunque la historia te parezca tan consabida. Después de mantener durante tres años nuestra relación en la clandestinidad, abandonó su casa, pidió a su mujer el divorcio y se vino a vivir conmigo. Alquilamos un apartamento próximo a la universidad, donde él seguía dando clase y yo colaboraba ya con una beca de investigación y preparaba mi tesis. Es extraño: desde el primer día viví en ese apartamento de los dos, que había sido mi sueño, con una sensación de catástrofe. Y sin embargo, aparentemente, todo iba bien. No discutíamos, era cariñoso y atento, y el sexo funcionaba como nunca. Pero un día, a los siete meses de vivir juntos, me dejó sobre la cómoda un cheque por los cinco meses que nos quedaban de alquiler, hizo las maletas y se marchó sin darme ninguna explicación. Le llamé mil veces, pero no me cogió el teléfono.