¿Cómo acabó? ¿Te pilló? ¿Confesaste?
Me dejé pillar. No es tan penoso como confesar, ni tan vergonzante como que te pillen. Surte el efecto catártico de la confesión y tiene la ventaja de que no has de esforzarte en buscar las palabras para nombrar lo que sólo puede dolerte y doler al otro. Además en mi caso la papeleta era más difícil. No sólo rompía mi pareja. También perdía mi trabajo y mi casa, que tenía gracias a él. Sabía que no podía evitar el desenlace, pero no tenía valor para sentarme fríamente delante de él y desencadenarlo. Así que lo dejé suceder. Fue cruel. Pero más simple. Fui expulsada y eso me ayudó luego, para poder superarlo.
A primera vista, sería él quien tuviera que superarlo, ¿no? Fuiste tú la que se cansó y se buscó otro plan.
Me tiraba a otro, solamente. Pero no tenía nada, había perdido lo que me había mantenido en pie durante los últimos cinco años y no podía responsabilizar de la pérdida a nadie más que a mí. En cierto sentido, lo pasé mucho peor que cuando me abandonaron. Esta vez la culpa fue inmensa, insufrible. Porque yo quería seguir queriéndole como antes, sin que hubiera en mi corazón espacio para nada más, pero primero había dejado de hacerlo, luego le había engañado, y al final no había encontrado otra forma de separarme de él que herirlo hasta el punto de obligarlo a echarme. Me sentía malvada, estúpida, incluso llegué a dudar seriamente de mi salud mental. Porque lo más terrible era que seguía sintiendo mucho cariño por él.
Entiendo. Y deduzco que pasaste, encima, apuros materiales…
Severos. De golpe en paro, sin casa… Imagina.
¿No pediste ayuda?
A papá y a mamá, descartado. No me había librado de ellos con dieciocho años para ir a meterme bajo el ala de ninguno de los dos con treinta y tres. Me busqué la vida, sin muchos escrúpulos, tengo que reconocerlo. Viví un tiempo en el apartamento del tipo con el que me había liado, hasta que me conseguí una habitación en otra parte y un trabajo de recepcionista en un hotel con el que poder pagarla. Por suerte me di prisa, porque la convivencia empezó a naufragar en seguida. No sé quién le había dicho que era válido el silogismo según el cual ser capaz de arrancarme orgasmos le daba derecho a esperar que supeditara mi vida a la suya en todos los órdenes, desde hacerle de criada hasta compartir sus deplorables gustos y su tediosa afición al fútbol. Por eso me preocupé de que no supiera adónde me iba a vivir ni dónde trabajaba. Un día me largué del apartamento, sin avisar, y eché la llave en el buzón. Cambié de móvil y de e-mail. Y listo. Lo había conocido a través de Internet. Ésa es la ventaja de las comunicaciones en nuestro tiempo: con la misma facilidad con que las estableces, puedes cortarlas. Cuando menos si aceptas ser nómada, y yo lo acepto.
Con lo que se cierra el segundo acto, o mucho me equivoco.
No, no te equivocas. El segundo acto termina justamente aquí y así: con la protagonista salvando como puede los pocos muebles de su vida, otra vez triste y culpable, más triste y más culpable, pero a la vez más dura. Lista para el siguiente paso, que no la llevará al paraíso soñado, sino a una forma de aceptación, que es, al final, lo que nos permite estar y seguir en el mundo.
Lo admito. Te las arreglas para despertar mi curiosidad.
De eso se trata.
Pero no deja de sorprenderme. Voy a serte sincero. No debería interesarme lo que me cuentas. No me gusta que la gente me cuente su vida sentimental porque, dejando de lado el hecho de que todos los amores y desamores se parecen demasiado, casi todo el mundo tiende a una solemnidad empalagosa, por el afán de justificarse y consolarse, cuando entra en esa materia. Tú no. Sabes distanciarte. Eres fría y meticulosa, incluso respecto de tu propio drama.
No creas. No soy tan fría. Aunque venga del frío…
Sí al evocarlo, al menos.
Trato de ser fiel a los hechos, nada más. Y te estoy hablando de dolores pasados. No te voy a decir que no quede un rescoldo, pero una aprende a estar atenta para no poner en él la mano y no dejarse quemar por él. Eso es todo.
Perdona la interrupción, otra vez. Sigo escuchando.
Gracias. El tercer acto es el más sencillo, el más corto, y quizá el más aburrido de todos. No hay grandes pasiones ni grandes traiciones ni grandes éxtasis como en los dos anteriores. De hecho la protagonista vive deliberadamente entregada a una existencia solitaria y pasiva, tanto que resulta casi insípida.
Me cuesta creerlo.
Pues créelo. Durante meses, apenas salí de casa para otra cosa que no fuera ir a trabajar. Había perdido el contacto con mis amigos de infancia, con los de la universidad, y en Londres sólo había establecido relaciones a través del Redentor. Cuando hice por perderle a él, las perdí en el mismo paquete. No conocía a más gente que la del hotel, y me las arreglé para evitar cualquier acercamiento con ninguno. Fue entonces cuando me enganché de veras a Internet. La Red abastecía todas mis necesidades de contacto con el mundo exterior. Me proporcionaba entretenimiento, una conversación sin compromisos cuando tenía ganas de hablar con alguien, y desahogo si se terciaba. Hay quienes desdeñan la relación virtual por la falta de encuentro físico y de apego real entre quienes la practican. Para mí, esto era una ventaja: no corría el riesgo de enredarme con nadie que pudiera perjudicarme, o a quien yo quien pudiera perjudicar. Por eso no dejaba que nada durase mucho y tampoco que me calara más de la cuenta. Buscaba intercambios en los que hubiera una mínima cortesía: no exigía más, ni dejaba que me lo exigieran. Y descubrí que, en esos términos, la experiencia podía ser, con un poco de suerte, más convincente y satisfactoria que en tantas ocasiones que recordaba del mundo real.
No me parece inverosímil. En el fondo no hay tanta diferencia. A fin de cuentas el mundo real también nos lo inventamos.
¿Qué quieres decir?
Bueno, lo que llamamos realidad material no es más que una representación de nuestra mente, formada a partir de los estímulos que le hacen llegar los sentidos. Y que siempre está desfasada, además.
¿Desfasada? ¿En qué sentido?
Nunca vemos lo que es, sino lo que ha sido hace un lapso de tiempo. Años, si se trata de una estrella, fracciones de segundo si se trata de nuestra uña. Pero nuestra percepción es siempre recuerdo, y el recuerdo, como sabe cualquiera que haya vivido un poco, siempre conlleva una deformación. Así que, si lo piensas bien, todo es virtual.
Bueno, yo no filosofaba tanto. Me limitaba a constatar mis sensaciones, y a considerarlas sin prejuicios. Y si me permites la confidencia, viví muchos ciberpolvos bastante mejores que una buena parte de los que en la realidad no virtual había tenido la dudosa fortuna de protagonizar.
No comentaré nada.
No seas mojigato. A veces pareces un Inquisidor de verdad.
No soy mojigato. Sólo me abstengo de comentar. ¿O se esperaba que hiciera alguna observación al respecto?
No, hoy no.
Me alegro. Habría lamentado defraudar tus expectativas.
No estoy del todo segura de eso, pero en fin, a lo que íbamos. Ya no me queda mucho del tercer y último acto, como ya habrás imaginado. El hotel en que trabajaba pertenecía a una cadena que también tenía un establecimiento en Glasgow. Mi jefe, un hombre singularmente amable al que además había dado razones para apreciarme como trabajadora, pensó que me gustaría regresar a Escocia y me dijo que había un puesto allí y que podía gestionarme el traslado. No había contemplado nunca esa posibilidad, tampoco me atraía especialmente, pero nada me retenía en Londres. Le dije que sí y me mudé a Glasgow, donde la fortuna quiso que sólo viviera tres meses. Allí conocí al que hoy es mi marido. Llamémosle el Apaciguador.
Entenderé que a partir de aquí no me des más detalles. No quiero saber nada que no sea de mi incumbencia, y tampoco quiero tener la sensación de que traicionas conmigo la intimidad conyugal.