Ya sabes que no puedo dejar de preguntarte qué frase fue ésa. Y qué es lo que prueba, para ti.
Lo sé. Y no voy a decírtelo todavía. Pero te lo diré.
Eres incorregible. Cómo te gusta escurrirte, ¿eh?
No, no me gusta. Y no me escurro. Lo pospongo al momento en que puedas entenderlo mejor. Tampoco creas que sé muy bien todavía lo que voy a contarte. Esto no entraba en mis planes.
La vida es eso, lo que no entra en tus planes. ¿Quién lo dijo?
John Lennon. Eso o algo parecido. Pero lo suyo era hacer canciones, no sé yo si lo contrataría como filósofo.
Siempre tan escéptico… Está bien, Inquisidor. Me hago cargo de tus dificultades. Y no creas que no sé valorar que te tomes la molestia de tratar de sobreponerte a ellas por mí.
Si me la tomo, es porque no es del todo una molestia. Empezaré por lo más fácil, de todos modos. Una de las cosas que querías saber es por qué elegí contar la historia de un caso de la Inquisición, y a través del inquisidor. Como para casi todo, hay razones generales y particulares, y las primeras son las que cuesta menos explicar. Sobre todo cuando quien te escucha es una buena conocedora de la materia.
Ex buena conocedora. Me queda sólo un vago recuerdo de lo que un dia supe. Así que no des nada por sobreentendido.
No seas modesta. He podido comprobar que sabes de la Inquisición lo bastante como para estar a salvo de los tópicos al uso, sobre todo entre los anglosajones. A mí siempre me pareció fascinante el Santo Oficio por muchos motivos, pero sobre todo por uno. ¿Lo adivinas?
Sorpréndeme.
Por el fin con que se fundó: preservar la pureza de la fe. O dicho con las palabras de entonces: combatir la herética pravedad. *Esa etérea misión lo convertíaen un tribunal de lo más extravagante. En muchos casos, no se trataba tanto de juzgar lo que los acusados habían hecho como la creencia que los movía. Y salvo reincidencia o delitos excepcionales, para escapar a la hoguera bastaba con retractarse; eso sí, en tiempo y forma. En los primeros años de la Inquisición en España, el inquisidor llegaba a los pueblos donde se tenía noticia de que había arraigado la herejía y daba un plazo para que aquellos que la hubieran alimentado se presentaran para abjurar de ella. El que así lo hacía, recibía las amonestaciones correspondientes y quedaba libre. El que no habiendo acudido era descubierto después, estaba perdido.
Un sistema de investigación bastante perverso, ¿no crees?
Sin duda. Y un buen método para imponer el terror y el control de las conciencias. Pero tal vez tuviera otro propósito en la mente del que lo ingenió: quizá creyó honradamente que así daba una oportunidad al pecador arrepentido, conforme al espíritu del Evangelio. El caso es que la Inquisición española, cuando uno estudia su historia, es una paradoja continua. Trataba de defender las esencias de la fe y para ello desarrolló un procedimiento enrevesado y farragoso; podía resultar de una crueldad atroz con quien simplemente creía de corazón algo que se consideraba contrario al dogma, y sin embargo no dejaba de ofrecer el perdón al hereje más pernicioso si se doblegaba a tiempo.
Eso es lo que viene a decir el inquisidor de tu novela, ¿no? Que él no castiga a nadie, tan sólo busca hacerle ver su error y darle una oportunidad de enmendarse para salvar su alma. Aunque en sus labios parece un alarde de cinismo.
Sí. El mismo cinismo que ahora encontramos en la idea de la relajación al brazo secular, *aquello de entregar los condenados a la autoridad civil para que se encargara de ejecutarlos. La Inquisición no se manchaba las manos. Dejaba el trabajo sucio a la justicia del rey. Pero los inquisidores tan sólo eran coherentes con las leyes que regulaban su actividad. En España, fueron los reyes, los inolvidables Isabel y Fernando, quienes pidieron al Papa la bula para organizar el Santo Oficio como una institución bajo su autoridad. Para ellos, extirpar la herejía era una razón de estado. Por eso el Consejo de la Suprema Inquisición era uno más de los consejos reales, un órgano de la administración al servicio del monarca. Era lógico que sus verdugos se encargaran de liquidar a los herejes que según los inquisidores no podían dejar de ser nocivos para la salud espiritual del reino.
Pero el ejecutor material aquí es lo de menos. Lo que cuenta es quién señalaba a la víctima. Y de poco les valió ante la Historia ese truco para eludir la responsabilidad. Al final, la Inquisición ha quedado como ejemplo de tribunal inhumano.
Bueno, todo hay que juzgarlo en el contexto. Es verdad que el secretismo del procedimiento o el sistema de denuncia anónima reducían al mínimo las garantías del acusado, que se encontraba de pronto procesado y en prisión sin saber por qué ni por culpa de quién. Por no recordar lo que para muchos es la mayor infamia de la Inquisición: el uso de la tortura. Pero también hay que decir que las condiciones de vida en las cárceles secretas de la Inquisición eran bastante mejores que en las prisiones del rey, e infinitamente mejores que en las galeras, donde las posibilidades de supervivencia eran mínimas. Y en cuanto a la tortura, la justicia civil de la época también se servía de ella, sólo que sin sujetarse a la escrupulosa reglamentación que a la hora de dar tormento debían tener en cuenta los inquisidores. En el Directorium de Eymeric hay varios artículos dedicados al asunto: todos son restrictivos, justamente para evitar la arbitrariedad a la hora de aplicar el castigo físico, y más bien ordenan usarlo con moderación.
Poco consuelo debía de ser ése, para el torturado.
En fin, claro que estamos hablando de un sistema siniestro, pero también de una Europa siniestra. Y no deja de ser curioso que quienes más alimentaron la visión terrorífica de la Inquisición española fueran los herederos de quienes inventaron la Inquisición y la usaron frenéticamente, en tiempos en que en España apenas existía. De aquellos que decretaron expulsiones y persecuciones de judíos mucho antes de 1492, y que sirvieron de modelo e inspiración a la judeofobia española. O de aquellos que, después de romper con el Papa, propiciaron matanzas masivas en nombre de su nueva religión, sin garantía ni juicio alguno, masacrando ciudades enteras y aceptando la muerte de inocentes sobre la premisa de que, si eran justos, les estaban haciendo el favor de enviarlos anticipadamente a presencia de Dios…
Vale, ya lo he entendido. Por si sirve de algo, es cierto que soy formalmente súbdita de cierta reina, pero yo soy agnóstica, y mi familia se divide a partes iguales entre protestantes y católicos. Supongo que has oído hablar de María Estuardo…
Reina de Escocia…
Y católica. La verdad, me deja asombrada esta defensa tuya del Santo Oficio. Denota un sentimiento patriótico que no te sospechaba. Y, como supongo que no ignoras, en este punto estás bastante cerca de lo que dice Menéndez Pelayo, que hasta aquí habría jurado que no era tu pensador de referencia…
Capto tu sarcasmo, Theresa. Pero las cosas son como son, beneficien a quien beneficien y las diga quien las diga. Y al revés: lo que no es, no es, por muy simpático que pueda resultarnos el que lo sostenga.
Lo que es, lo que no es… Muy seguro estás, respecto de hechos que ocurrieron hace siglos. ¿No te has parado a pensar que todo aquello que no has vivido lo sabes de segunda mano, en el mejor de los casos? ¿No te preguntas nunca hasta qué punto quien te lo cuenta no quiso convencerte (o convencerse) de algo que no necesariamente es compatible con la realidad?