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Perdona. No era mi intención. Al menos, no mi intención consciente.

¿Entonces?

Lo que trataba de explicarte era lo que me llamaba la atención de la Inquisición española. Por encima de todo, sus contradicciones. Eso es lo que hace para mí atractiva la figura del inquisidor.

Podría decirte que sentirse atraído por la figura del inquisidor es un síntoma preocupante. Pero ya sabes que lo he compartido hasta el extremo de empezar una tesis doctoral.

Lo sé. Y por eso aquí sí voy a dar mucho por sobreentendido. Los dos hemos leído a Caro Baroja. El perfil del inquisidor español, si te fijas, es un reflejo de esas contradicciones de la institución a la que sirve. Por eso se trata de gente de origen más bien humilde, juristas de formación que buscan en el oficio eclesiástico la oportunidad que por falta de influencias no tienen en los tribunales civiles. Ellos son los mejores servidores de una maquinaria en la que la finura teológica importa mucho menos que la eficacia para neutralizar a los disidentes. La Inquisición los hace poderosos, y ellos aportan a la Inquisición la frialdad y el rigor que necesita para aplastar a los descarriados.

Por un momento, me suenas como uno de esos historiadores protestantes empeñados en denigrarlos…

Por un momento sólo… Porque esos hombres también llevan al Santo Oficio la necesidad de reunir pruebas, sujetarse a un procedimiento, fundamentar las sentencias. Es lo que durante años les inculcaron en la universidad. No pueden ser abiertamente arbitrarios.

Bueno, siempre cabe falsificar las actas de los interrogatorios, como dice Teresa que hacia el inquisidor Serrano.

Claro. Allí donde hay jueces, hay prevaricación. Pero no puede ser que todos fueran prevaricadores. La prueba es que hubo muchas condenas, pero también bastantes absoluciones. Y muchos a quienes, probado el delito, se les dio la oportunidad de rectificar. Fíjate que aquellos jueces eran al mismo tiempo ministros de una religión que predica el perdón de los pecados. No podían ser héroes, porque la función que habían elegido desempeñarse lo impedía, pero tampoco les resultaba nada fácil comportarse como perfectos canallas. En ese momento final y solitario del hombre ante su conciencia, aún quedaba en ellos un resquicio para la piedad. Para que después de todo prevaleciera su fe.

Amén…

Casi puedo escuchar la risita burlona, Theresa. Pero tú eres inteligente, y has investigado, y lo sabes como yo. Sabes que reducir a los seres humanos a un estereotipo es una simpleza. Sabes que aquellos hombres, aunque estuvieran al servicio de un engendro nefasto, no eran demonios, sino individuos capaces del bien y del mal, como cualquiera. Y si tienes en cuenta que muchos de ellos tenían más alma de funcionarios que de iluminados, imagina cómo afrontarían la disyuntiva de mandar o no a la hoguera a alguien. Seguro que no siempre era tan automático como supone su leyenda negra. Piensa en nuestra Teresa, o en el imprudente fray Francisco. Vivieron para contarlo.

Si. Pese a la encarnizada acusación…

Eso los hace interesantes, a los inquisidores. No podían ser de una pieza. Casi nadie lo es, pero de ellos nos han dado siempre otra imagen. Por eso me pareció estimulante meterme dentro de uno.

Perdóname, pero mientras te leo no puedo evitar pensar en el Diego Serrano de tu novela. Un tipo bastante implacable. Y un poco sádico, si se me permite opinar.

Pero tiene sus principios. No se permite cualquier cosa. Reconoce sus bajos impulsos, que brotan de su alma de pecador, y siguiéndolos apura sus atribuciones al límite, pero nunca va más allá de ellas.

Entiendo. Creo.

Eso es lo que distingue a los inquisidores de tantos otros exterminadores que registra la Historia. Su obsesión por el derecho, por cumplir las normas, por elaborar un discurso que justificase por qué había que acabar con alguien en nombre de Jesucristo, el mismo que murió en la cruz para redimir a todos los hombres. Nada menos.

Pues sí. Ésa es la mayor contradicción de todas. Para que vuestro Papa haya terminado pidiendo perdón por el asunto…

Aunque estoy bautizado, no lo considero mi Papa.

¿Y eso? ¿Apostataste?

No. No me angustia que me computen como católico. De hecho, dejando aparte la manía de inmiscuirse en los avatares de la entrepierna, es la religión a la que me siento más cercano. Pero rechazo someterme a cualquier forma de autoridad de la que pueda librarme.

Eso es soberbia, ¿no?

No, eso es seguir uno de los dos instintos naturales del hombre.

¿Cuál?

El instinto de libertad. Que para mí pesa más que el otro.

¿Y el otro es?

El de conservación.

Ah… (Pausa para reflexionar.)

No creo que necesites esa pausa. Estoy seguro de que puedes entenderlo sin mucho esfuerzo. Tú no eres diferente de mí.

Ahora que lo dices, es verdad. Cuando alguna vez me he visto en el dilema de tener que escoger entre uno y otro, no he optado por la conservación, precisamente.

Pues eso. Ahí tienes otro motivo para identificarme con el personaje del inquisidor y convertirlo en el narrador de mi cuento.

Perdona, ahora que llegas a lo que me interesa, no sé si te sigo.

El inquisidor es aquel que vive para buscar el mal que no puede ser perdonado. El que lo nombra y lo señala, cuando lo encuentra. El que destina a su infeliz portador a la destrucción por el fuego.

Deja que lo interprete, si soy capaz.

Disculpa si no me explico bien. Ahora me toca entrar en esas razones particulares que decía antes y me resulta mucho más difícil. Aquí dejo de contar la historia de otros para empezara contar la mía.

No importa. Puedo tratar de deducir lo que has escrito entre líneas. Como decías en tu blog, se trata de contar tu historia a través de la historia de otros. Y, si no me equivoco, lo que me estás queriendo decir es que de los tres personajes, el que te representa, y por eso te identificas con él, es el inquisidor.

Sí y no.

Pues a ver, corrígeme.

Me identifico con el inquisidor, ya te lo he dicho, pero…

¿Pero?

Un momento.

¿Sí? ¿Qué pasa?

Dame un momento, por favor.

OK.

Vas a tener que disculparme, Theresa.

¿Por qué?

Me ha surgido un problema.

¿Qué problema?

No te lo puedo decir. No puedo seguir hablando.

Espera, no puedes irte así.

Debo. Lo siento.

No es justo. Voy a pensar mal, al final…

No pienses mal. No tienes por qué.

Ponte en mi lugar.

Lo hago. No era esto lo que tenía previsto, te lo aseguro.

Ya. Y ni siquiera respondes a mi pregunta.

Está bien, la responderé. En mi novela, no soy el inquisidor. No sólo. Soy el inquisidor, y el fraile, y la monja. Soy todos ellos. No te enfades, Theresa. Te lo explicaré algún día, espero. Ahora, adiós.

No te vayas así.

El siguiente mensaje no se entregó al destinatario:

No te vayas así.

28 de noviembre

Theresa en Naxos

Siempre me pareció conmovedor el destino de la pobre Ariadna. Después de traicionar a su padre, y de ayudar a ajusticiar a su medio hermano (eso era, en definitiva, el Minotauro), termina abandonada en Naxos por el inconstante Teseo, al que en mala hora le prestó su hilo para salir del laberinto. Ella representa, como pocas, a la mujer defraudada por la ingratitud del hombre. También a mí, alguna vez, me ha tocado sentirme como Ariadna en Naxos.

Por ejemplo, aquella madrugada, cuando el Inquisidor desapareció de pronto, dejándome con la palabra en la boca (o en la yema de los dedos). No podía dar crédito. No podía entender que su forma de corresponder a mi confianza fuera ésa: marearme con una alambicada disertación histórica (que nadie le había pedido) y esfumarse con una mala excusa en cuanto la conversación empezaba a cobrar algún sentido de confidencia por su parte. Releía sus últimas frases y para mí tenían un lamentable aire de dejà vu: instantáneamente me retrotraían a alguna otra situación en la que alguien me había escrito palabras casi idénticas a través del chat. Aquellos otros corresponsales casi nunca me importaban mucho, y esa tosca manera de escabullirse, y de hacer evidente de paso que en algo, si no en todo, no decían la verdad, no me provocaba, tratándose de ellos, más reacción que una sonrisa condescendiente y su inmediato archivo en las regiones más recónditas de mi disco duro. Pero, tratándose del Inquisidor, la decepción me resultaba tan inesperada como descorazonadora. Venía mezclada, además, con un sentimiento de humillación, por haber creído en algún momento que en nuestra relación, por peculiar que fuera, ambos aceptábamos el compromiso de conducirnos con sinceridad y un mínimo de respeto. No esperaba que desnudara su alma ante mí. Es más, aceptaba como propio de su carácter el afán de mantener un lado oculto. Pero me había permitido creer que no me engañaría ni trataría de confundirme. Y eso era lo que había hecho, incumpliendo su promesa y zafándose de mí de aquella manera tan poco inteligente y tan desprovista de elegancia.