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Releía la conversación y me hervía la sangre. A su primera parte no le encontraba mucho más sentido que la exhibición de conocimientos, algo que me parecía impertinente, a aquellas alturas (aunque vista desde aquí, me da la impresión de que me estaba diciendo, a su modo indirecto y oblicuo, más de lo que en ese momento yo era capaz de leer). En cuanto a la despedida, me ponía furiosa, simplemente. Es curioso que ni por un momento contemplé entonces que pudiera haberle surgido de veras algún problema que le impidiera seguir escribiendo. Ahora que lo recuerdo, mientras él sigue sin dar señales de vida, me inclino a creer que sí, y me torturo pensando que el problema pudo ser de una naturaleza determinada, que en aquel momento de ofuscación no imaginé y que tampoco luego, cuando acepté sus excusas, se me pasó por la cabeza. Me doy cuenta de que le disculpé sin creerle del todo, o mejor dicho sin creer que esa noche hubiera tenido más dificultad que su resistencia a ponerme al corriente de aquellas intimidades que había empezado a revelarme y que de pronto, supuse, le hicieron sentir incómodo. A esa misma incomodidad, y a sus dudas sobre si mantener o no nuestra relación, achaqué también, entonces y luego (y acaso volví a ser injusta y torpe al hacerlo), su silencio de los días siguientes.

Los días siguientes… Según mis archivos, fueron exactamente veintiocho. La irritación del primer instante se convirtió en ira, luego en rabia, y después en algo que pretendía ser desprecio pero que escondía una buena dosis de frustración. Porque había sido tan idiota como para contarle mis secretos. Porque lo había hecho en balde. Porque me había quedado con las ganas de saber más.

Por su parte, debió de representarse con no poca aproximación los sucesivos estados de ánimo por los que yo iba pasando. Al menos, fue lo bastante perspicaz como para calcular que no era una buena idea volver a conectarse sin más y tratar de reanudar así nuestra truncada conversación. Encontró otro modo de hacerlo.

El día 24 de agosto de 2007 recibí un correo electrónico. Era suyo. Era largo. Cuando terminé de leerlo, quedé desarmada.

29 de noviembre

Una confesión

Mi querida Theresa: *

En su día convinimos decirnos sólo verdad. Por eso tengo que empezar pidiéndote que aceptes que no te explique la índole precisa del contratiempo que me llevó a interrumpir de forma tan descortés nuestra última conversación, y que durante estas semanas me ha impedido reanudarla. No es algo que desee contarte, creo que ni siquiera debo hacerlo, y siento de tal modo este impedimento que con cualquier cosa que pudiera decirte, por vaga que fuera, correría el riesgo de sugerir lo que no es, llevándote a interpretar algo distinto de lo que realmente ocurrió. Y eso, mentirte, es lo último que me permitiría, contigo que has sido, me consta, veraz e íntegra conmigo. Así que me limito a pedirte perdón, sin poder darte excusa alguna.

Dicho lo anterior, tal vez estés tan enfadada que no te apetezca seguir leyendo. Pero de todos modos yo tengo que escribir esto, que no sé muy bien cómo calificar. Es, o pretende ser, una confesión, aunque no vaya a entrar en los pormenores que normalmente asociamos a esa palabra. También quiere ser una prueba: no me gustaría que pensaras, porque no es así, que me he dedicado a jugar contigo. Hace tiempo que perdí interés por los juegos, al menos por los de cierto tipo, y por eso me resultaría muy desagradable pasar ante ti por jugador. Me importa mucho demostrarte que no lo soy. Por último, intento dar cumplimiento a aquello a lo que me comprometí, porque no quiero que quede en ti la sensación de que algo me hizo cambiar de idea. He incumplido compromisos en el pasado, y esa experiencia, unida a una larga meditación posterior, me ha enseñado una lección que procuro aplicar a rajatabla: no te comprometas nunca a la ligera, pero una vez que lo hagas, revienta o rómpete antes de fallar. Porque lo peor de las deudas insatisfechas no es el menoscabo que uno pueda sufrir en la consideración del acreedor: del acreedor uno puede protegerse, apartarse, incluso borrarlo de la mente. La consecuencia más dañina de nuestros incumplimientos es que nos van empujando, de un modo tan imperceptible como inexorable, hacia el borde de nuestro propio abismo interior. No se trata de que los demás no se fíen de uno, sino de acabar no fiándose de uno mismo: llegados a ese punto, no hay manera de impedir el desastre. Tardé mucho en aceptar que debía comprometerme a algo contigo. Pero cuando lo hice, fue con el convencimiento de que tenía sentido y lo podía cumplir. Y ese convencimiento, por eso estoy aquí ahora, no me ha abandonado.

Así que hago esto para ti, pero lo hago también por mí. Y no te engaño, me siento raro, porque en el fondo no sé quién eres, porque nunca nos hemos mirado a los ojos ni estoy seguro de que me conviniera conocerte. De hecho, creo que en este momento estoy decidiendo, por si había alguna remota posibilidad, que nunca te conoceré. Eso es lo que me permite hacer contigo lo que no hago con nadie. Hablar directamente de mí.

Busqué una historia ajena porque no tengo la naturalidad que tú tienes para hablar de mis propias cosas. Un día me dijiste que eso quería decir que me avergonzaba de lo que había sido o había hecho y no te lo negué. Es una de las razones que me mueven a ser reservado con lo que a mí se refiere y a preferir ocuparme de las andanzas de otros. Pero no la única. Quizá tampoco la principal. Podríamos discutir qué sentido tiene contar una historia: mal mirado no es más que gastar o perder el tiempo, limitado, que podemos destinara vivir. Pero el hecho es que las contamos, y dejamos que nos las cuenten, una y otra vez, y ya que este acto parece resultarnos ineludible, debemos encontrar la manera de hacerlo provechoso. Como consumidores de historias, escoger aquellas que nos enriquezcan, por estimulantes, por emocionantes, por iluminadoras. Como narradores, contar aquellas que podamos enriquecer, y con las que podamos enriquecer a los demás y a nosotros mismos. Por eso, justamente, me abstengo de contar mi historia.

Si tiene algún sentido contarla, extremo que antes habría que resolver, creo que no soy yo quien debe hacerlo. Disto mucho de ser el narrador que le aportaría esa consistencia que a una historia cabe exigirle: me sobrepasa, no termino de entenderla, y cada vez que la recuerdo la degrado un poco. Podría intentarlo, si algún día estuviera fuera de mí. Entretanto, renuncio: que me cuente otro, cualquiera de los que han tenido noticia de mi paso por la Tierra. Tú misma, si te apetece. Lo harías bien, seguro. Una buena historia no tiene por qué ser completa ni exacta. Basta con que sea verdadera, y con que el que la cuenta tenga la capacidad de ponerle alma.

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* Aunque esta vez la autora del blog no pide perdón al lector por no traducirlo, el texto que sigue está en castellano en el original. (N. del e./t.)