Yo me creí capaz deponerle alma a la historia de Teresa Valle. El alma, la verdad y la coherencia que no podía ponerle a mi propia historia. Creí tener la distancia suficiente para comprenderla y para hacerla comprender, y a la vez una afinidad con los personajes que me permitía darles cuerpo y hacérselos sentir al lector. Por eso empecé a escribirla. Luego me entraron dudas, y por eso la interrumpí. Pero sé que mi frustrada y estrambótica empresa novelesca no es lo que ahora te interesa. No voy a hablarte de ella, sino de lo que de ella me sirve para acercarte a esa historia mía que, sin contarla, tengo que encontrar en esta carta el modo de contarte.
Me preguntaste si yo era el inquisidor. Te respondí que sí y no. Que era el inquisidor, pero también sus dos víctimas. Con eso, sin decírtelo, te lo dije todo. En ellos tres, detalles aparte, está resumida mi historia entera: la sustancia contradictoria de lo que he sido y por tanto soy. Sobre este asunto de la identidad he desarrollado una teoría que a lo mejor te hace recelar de mi salud mental, del mismo modo que un día, según me dijiste, llegaste a dudar de la tuya. Confidencia por confidencia, te la cuento. A lo largo de la vida, es inevitable, todos sufrimos cambios y accidentes. Con el tiempo vamos acumulando así personas que hemos sido, y luego hemos dejado de ser. Al llegar a cierta edad, somos tanto el que en ese momento vive como una colección más o menos larga de muertos. Pero los muertos, contra lo que suele creerse, no se están quietos, y además son rencorosos: desearían ver al que está vivo incorporado a su lúgubre compañía. El resultado es que siempre estamos, en cierta forma, sosteniendo un pulso contra todos nuestros yos muertos. Podemos seguir adelante mientras nuestro yo vivo sea más fuerte que todos ellos. El día que ellos pueden más, la partida se acaba. Por eso, en la vida, conviene no dejar de ser demasiadas veces. Para no reforzar más de la cuenta las filas del enemigo.
Yo no he sido muy prudente, a este respecto. No sólo cargo con unos cuantos muertos, sino que algunos de ellos son rivales de cuidado. Puedo hacer sin embargo una lectura optimista: si logro mantenerlos a raya es que mi yo actual es fuerte también. Por eso me empeño en conservarlo, porque me permite enfrentarme a mi pasado y salir airoso, y porque temo que si él cae no seré capaz de levantar un nuevo yo que pueda plantarle cara a ese batallón de muertos del que él habrá pasado a formar parte.
Y ahora vuelvo a nuestros tres personajes. Ahora puedo decirte quiénes son y qué significan. El implacable inquisidor es uno de mis yos muertos. El flaco confesor, otro. Y en cuanto a la irreductible Teresa… Quiero creer que a estas alturas ya lo habrás adivinado. Seguro que sí.
Teresa es mi yo actual.
Cuando me contaste tu historia, me la presentaste como un drama en tres actos. Me pareció una buena forma de hacerlo, y creo que también puedo aplicar a la mía la misma fórmula. A veces nos esforzamos inútilmente en complicar las cosas y en tratar de ser originales, cuando la mejor solución es tan simple como consabida. Desde hace siglos, la trinidad ha servido al hombre para describir el mecanismo de su propio razonar, para explicar el despliegue del ser en el tiempo y hasta para acercarse a la comprensión de Dios. No es extraño que sirva, además, para darle forma a un relato. Por otro lado, coincide que yo tengo aquí tres personajes. A cada uno de ellos viene a corresponderle el protagonismo de un acto de mi drama.
Primer acto. Fray Francisco. Ya he podido comprobar que de los tres es el personaje que menos parece interesarte. No me sorprende, y supongo que para cualquiera que tenga conocimiento del proceso es el que despierta menos simpatías. Se trata de un hombre en el fondo débil, que se aprovecha del ascendiente que por su condición de confesor tiene sobre las monjas para manipularlas y para satisfacer, nunca sabremos hasta qué punto, su vanidad y sus más primarios instintos. Mientras puede prevalerse de su autoridad, y de la impunidad que le proporciona, se conduce con una osadía que llega a ser temeraria: en sus confianzas físicas y verbales con las monjas, en su continua violación de la clausura, y hasta en las doctrinas heréticas que se permite compartir con la priora, y por las que ya sufrió una vez un escarmiento que debería haberle vuelto más cauto. Pero cuando la maquinaria inquisitorial se le viene encima, se desmorona y admite su incapacidad para resistirse a la tentación, es decir, para gobernarse a sí mismo. Con ello trata, cobardemente, de evitarse un mal mayor. Todo su atrevimiento, toda su heterodoxia, toda su elocuencia, se desvanecen. Se retracta de todo, acepta ser un miserable rijoso y se humilla ante el tribunal. Y la Inquisición le perdona la vida, pero lo aplasta como a una cucaracha.
Yo lo entiendo bien, a fray Francisco. Porque también yo he sido débil y he utilizado la ventaja de una posición para alcanzar mis propios fines, y porque luego, cuando mi comportamiento quedó en evidencia, no supe justificarlo ante otros ni ante mí mismo y no encontré otra salida que rendirme y declararme culpable. Pero debajo de todo eso hay algo más, algo que nos aporta la clave para interpretar las imprudencias del confesor y que también tiene que ver con mi propio caso. Al darse cuenta de que tenía a su merced a aquella treintena de muchachas desprevenidas, fray Francisco debió de experimentar una especie de euforia. No hay que descartar que, dejándose arrastrar por ella, acabara convenciéndose de que no había pecado alguno en su proceder. Dios le había dado la oportunidad de llevar a la práctica, con aquellas mujeres sometidas a su voluntad y en un entorno providencialmente resguardado del mundo exterior, las creencias por las que en otro tiempo había sido condenado. ¿Acaso no tenía ahí un indicio de que esas creencias gozaban del beneplácito divino? Lo que sospecho es que, a partir de cierto momento, fray Francisco llegó a sentirse autorizado a no respetar los límites que la intransigente doctrina de la Iglesia le marcaba. Desde ahí, muy bien pudo ir más allá, hasta creerse llamado a protagonizar, junto a sus hipnotizadas monjas, la reforma de la Iglesia misma.
También yo, mi querida Theresa, llegué a creer que se me permitía lo que para otros, en su visión estrecha y convencional de la vida, estaba prohibido. Cuando infringí las reglas no lo hice con una sensación de torpeza, sino pensando que en mis actos había una suerte de legitimidad, de necesidad incluso. No te diré que no me estorbara la conciencia, o que no cayera en la cuenta de que estaba saltándome unas normas a las que yo mismo me había atenido hasta entonces, pero mi delito me producía una embriaguez tan irresistible, y me hacía sentir dentro de mí una fuerza tan poderosa, que no admitía ninguna posibilidad de contención. Desoír aquella llamada podía ser mi deber ante otros; pero también implicaba traicionarme a mí mismo. Así fue como crucé la raya. Sin titubear. Con entusiasmo.
En algún momento pasó por mi cabeza la idea de que mi infringimiento era una prueba de valor, de singularidad, incluso de grandeza. El mundo está lleno de corderos mansos que obedecen por miedo o por falta de ocasiones y de imaginación para salirse del redil. Yo ya nunca sería como ellos, había tenido el coraje de saltar la valla y arriesgarme a las consecuencias. Pero mi arrogancia duró tanto, o tan poco, como mi impunidad. Cuando me vi expuesto a esas consecuencias, se vino abajo. Como fray Francisco, en vez de sostener ante el tribunal mi herejía, renegué de ella, me sometía la ortodoxia y pedí perdón. No tuve la fortaleza para permanecer impenitente, y esa claudicación echó por tierra todas mis pretensiones anteriores. Los valientes, los singulares, los grandes, no se humillan ante el inquisidor. Se mantienen firmes y se ganan la hoguera. Y con ella el respeto.