Hemos hablado mucho sobre Teresa Valle, en los últimos días. Es gracioso que siempre me ha dado la impresión de que te sentías obligada a defenderla contra lo que interpretabas que eran ataques hacia ella por mi parte. En el fondo, no sé si lo sabes (y espero que no te moleste que te lo diga, porque lo hago con cariño), eres una moralista. Cuando yo sugería que nuestra priora no era inocente, o que no decía siempre la verdad ante sus jueces, o que trasladaba sus culpas a aquellos demonios imaginarios y al confesor, o que se había aprovechado de la protección de sus amigos poderosos para salvarse, o que hacía gala de una memoria y una desmemoria selectivas, tu lectura era que todo aquello la desacreditaba, y tu simpatía por ella te abocaba a rebatirme. No te dabas cuenta de que mi simpatía por ella es mayor que la tuya, porque me lleva a estar de su lado no sólo en aquello que resulta irreprochable desde el punto de vista moral, sino también en todas esas circunstancias y acciones que a ti, después de todo, no dejan de resultarte censurables. Para mí, Teresa estaba en su derecho de recordar sólo lo que le interesara, de mentir para negar aquello que la comprometía, de cargar a los demonios y al confesor y a quien pasara por allí todo lo que pudiera y de aprovechar para su causa cualquier recurso espurio, ya fueran sus amistades, sus influencias, o el interés de quienes la iban a juzgar. Es más, era su obligación. Porque ante todo debía preservarse, frente a quienes se habían arrogado la odiosa potestad de destruirla. Aunque no fuera inocente, lo que tampoco, dicho sea de paso, la desacredita ante mí. Nadie es inocente, y sólo los imbéciles y los canallas pretenden serlo. La humanidad es incompatible con la inocencia, y pese a ello, todos los humanos merecemos vivir. La culpa no nos hace inferiores: es la que da testimonio de nuestra condición. Por eso no debemos dejar que nos aplasten con ella, y tampoco rehuirla. Se puede ser culpable y salvarse. Lo que nos condena, Theresa, es la debilidad.
Hay algo que hasta aquí no he mencionado, y que sería ingrato por mi parte omitir. Después de mi caída en desgracia, vine a conocer en mis carnes aquello que advirtiera hace siglos Ovidio, y que Cervantes cita en el prólogo a la primera del Quijote: en tanto repartas dicha, contarás muchos amigos; cuando el horizonte se nuble, estarás solo. Miré a mi alrededor y vi que muchos de los que hasta allí me acompañaban habían desaparecido. Sin embargo, no todos se fueron, y aun aparecieron algunos con los que no contaba (lo que daría para otro aforismo, más alentador que el clásico: cuando el horizonte se nuble, discernirás los verdaderos). Con esto quiero decir que no quedé en ningún momento totalmente desprovisto de calor de mis semejantes. Pero mi experiencia es que esa solidaridad con el caído sólo le ayuda a no terminar de despeñarse por el barranco. La tarea de volver a ponerse en pie es siempre solitaria. Y sólo cuando uno mismo encuentra dentro de sí la fuerza que le pertenece y que le es propia, puede aspirar a recuperar el terreno y reintegrarse al combate.
No sé cómo lo hizo Teresa, o cómo le sucedió. Igual que hice con fray Francisco, muchas veces me la imaginé a ella, primero en la cárcel secreta de la Inquisición de Toledo, y luego en su propio convento, encerrada y degradada de su antiguo rango. Mi intuición es que optó por robustecer su carácter a través de la oración y de la virtud, para demostrarse a sí misma que podía curarse de la liviandad y el atolondramiento en que había caído bajo la funesta influencia del confesor. Una vez hecho esto, acometió la purga de su memoria, en la que no tenía sentido mantener el vestigio de unos deslices y unos desvaríos que nunca más se volverían a repetir.
En mi caso, el camino fue más sinuoso. Un día me di cuenta de algo: el tiempo iba pasando y yo no sólo seguía allí, sino que poco a poco recobraba las fuerzas. Mi ánimo, en apariencia, no había variado: mantenía mi desistimiento y mi desinterés por todo, y afrontaba mecánicamente las tareas, para mí sin sentido, en que se consumían mis días. Pero aquello con lo que contaba desde el momento en que había arrojado la toalla, irme extinguiendo poco a poco en aquella existencia sin objeto, o perder de pronto ante cualquier contratiempo el precario equilibrio en que la sostenía, no terminaba de suceder. En la más absoluta indigencia, sin la más mínima perspectiva, no sólo resistía, sino que cada vez me costaba menos resistir. Entonces fue cuando lo comprendí todo. Yo no era, o no sólo, aquel fraile frágil e inconsistente. Y el inquisidor que había decretado mi aniquilación, sumándose a quienes me habían condenado por mis actos, tampoco era un juez tan inapelable como había creído hasta allí. Dentro de mí, había algo que me había pasado inadvertido y que de pronto quedaba al descubierto: un mástil firme que no sabía doblarse ante la tormenta, y que la tormenta no lograba partir. Un fuste que desmentía el veredicto que me había sido impuesto, y que desafiaba la autoridad de quien había decidido desarbolarme.
Cuando reparé en ello, recobré el orgullo suficiente para alzar la vista y echar una ojeada a mi alrededor. Todo había adquirido una luz distinta. Repasé la historia de mi caída y encontré en ella circunstancias que antes, empeñado en la autoflagelación, había pasado por alto. Miré a la cara de quienes me acusaban y vi cómo sus ojos esquivaban los míos. No eran más, ni mejores que yo. Comprendí por qué me había hundido en aquella sima deplorable: porque cuando esos otros me habían negado el perdón, yo había acatado su condena, considerándome inferior a ellos. Pero nada me obligaba a someterme a su venganza. Al entregarse a ella, eran ellos quienes proclamaban su incompetencia para juzgarme, que me autorizaba a recusarlos y a dictar, por mí y ante mí, mi propia absolución. Y con ella, mi puesta en libertad y mi regreso al mundo del que había sido expulsado.
Y eso fue lo que hice. Me sacudí al fraile penitente y me encaré con el inquisidor, dispuesto a echarlo a patadas. Naturalmente, lo que no pude, ni pretendí, fue negar la realidad. No sustituí el recuerdo de mis errores por una historia dulcificada en la que mi actuación fuera modélica. Pero tampoco dejé que el alegato del fiscal estableciera la verdad a la que la posteridad, y sobre todo en lo que a mí me tocaba, hubiera de atenerse. Lo eché abajo en todo lo que pude: no sólo en aquello que era falso, sino también en aquello que afirmaba sin pruebas o que podía poner en duda, con fundamento o sin él. Otros muchos reproches, que en su día había dado por válidos, los rechacé sin más. No estaba dispuesto a consentir que se me afeara lo que yo no juzgaba ilícito. Y no tuve mayores escrúpulos en procurarme cualquier ventaja que me permitiera mejorar mi situación; lo único que me prohibí fue perjudicar a otros para conseguirlo.
Del mismo modo que no podía borrar todas mis culpas, tampoco podía negar la magnitud de la pérdida que había sufrido, a la que se sumaba un agravio que ahora se mostraba a mis ojos con una nitidez hasta entonces desconocida, y que no podía dejar de resultarme especialmente doloroso. Porque al recapitular la historia comprobaba que no era el único que había violado las reglas, ni siquiera el que las había violado más gravemente, y sin embargo, sobre nadie había caído el peso del castigo como había caído sobre mí. Y todo, porque yo había resultado ser el más desprotegido.
Pero comprendí que lo último que debía hacer era entonar una queja del tipo «no me lo merezco, qué injusticia han cometido conmigo y qué infortunado soy». La pérdida, como la culpa, nos atormenta cuando no somos capaces de aceptarla como algo natural, justificado, incluso necesario. La defensa contra la culpa no es querer ser inocente a todo trance, sino admitir los errores cometidos y a partir de ahí procurarse el perdón, el ajeno si es posible y si no, y en todo caso, el propio. La defensa contra la pérdida no es empeñarse en demostrar que no la merecemos. Todo lo contrario.