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Hubo un tiempo en que decidí morir. No quiero decir que simplemente lo planeara, como tanta gente hace por aburrimiento o capricho, y sin mayores consecuencias. Lo que digo es que yo lo logré. Estuve muerto durante varios meses, tan muerto que nada hice, nada sentí, nada me sucedió. Me acuerdo de lo que hubo en aquel tiempo como si no hubiera tenido de todo ello sino la percepción indiferente de un espíritu que desde ultratumba contemplara los afanes de los vivos, tan ajenos a su naturaleza como imposibles de compartir. Nada me alegraba y nada me ofendía. Estaba fuera del mundo, y ni siquiera llegaba a plantearme la necesidad de preguntarme si eso era bueno o malo. Amanecían los días, la gente iba y venía ante mis ojos, llegaba la noche, la gente se refugiaba en sus casas. Yo los observaba, en realidad no se me escapaba ningún detalle, y hasta alcanzaba a imaginar lo que hacían cuando no podía verlos; pero carecía de opinión sobre sus acciones. Ni siquiera me sentía obligado a protestar cuando alguno de ellos no se daba cuenta de que yo estaba muerto y trataba de perjudicarme. Si me era posible sin mucho esfuerzo, lo esquivaba. Si no, le dejaba hacer. Me sorprendía que ninguno notara que sus insultos, sus vejaciones y sus golpes eran vanos, que no se puede dañar más a quien ha sufrido el daño absoluto y definitivo. Pero así era.

Es difícil dejar de estar muerto. Mucho más difícil que nacer, de hecho. En lo que aún no existe, hay una pulsión por existir. En lo que ha dejado de existir, la inercia es de sentido contrario, va hacia la nada y en ella se sumerge y se regodea. Un cadáver no está menos lleno de energía que un embrión; pero mientras que la de éste puja trémula por construir, la del otro bulle furiosa por consumar la desintegración de su edificio.

Algo detuvo la desintegración de mi cadáver y me devolvió a la vida. Por eso estoy aquí, escribiendo esto. Y lo digo en un doble sentido. Porque gracias a haber dejado de estar muerto puedo escribir, y porque haber regresado de la nada me impone la obligación de decirlo y contarlo. Diré y contaré aquí qué me mató y qué me revivió, pero no lo haré en seguida ni directamente. Para mostrarlo mejor, contaré algo que no me ocurrió a mí. No sé si puedo afirmar que encontré la historia y me pareció a propósito para ilustrar la mía. Más bien creo que fue esta historia la que me encontró a mí, para darme la posibilidad de expresar a través de ella mi propia experiencia de un modo menos burdo y trivial. Dicho esto, tampoco quisiera resultar demasiado solemne. Todo lo que leáis aquí está extraído del sufrimiento, mío y de otros. Pero quien no quiera asumir tanta responsabilidad puede leerlo, sin más, como una novela.

Así se presentaba el Inquisidor. Y su blog, en efecto, aunque a su extraño modo, venía a ser como una novela. Cuando yo lo encontré, llevaba escritos tres capítulos. Los leí del tirón, pero permítaseme que aquí los dosifique, para mantener el interés (espero que no se me juzgue demasiado mal por recurrir a este truco, con el que la historiadora se rebaja a folletinista). Mañana colgaré el primero.

14 de noviembre

Cuaderno del Inquisidor (1)

Soy un pecador. Dilapidé en el camino los dones que recibí y mi alma está sumida en la inmundicia y la zozobra. Y sin embargo, Señor, aún puedo ser emisario de Tu gracia y contribuir a que Tu luz triunfe sobre la oscuridad. Por eso, aunque sepa que no hay redención posible para mis faltas, no desperdicio mis horas lloriqueando por ahí. Mis dedos, temblorosos de culpa y de miedo, siguen siendo capaces de servir a la suprema tarea: escribir Tu palabra tersa e imperecedera sobre la sucia y movediza página del mundo. Aunque yo sea un poeta viejo y corrompido, todavía se me concede añadir versos al poema más sublime. Y a ese afán entrego mis días.

Soy inquisidor del Santo Oficio. Vivo en Toledo, España, y corre el año del Señor de mil seiscientos veintitantos, pero no busquéis entre mis palabras ninguna que lo denote de manera inequívoca, ni os asombre leer alguna que entonces no fuera de uso corriente. Vosotros y yo sabemos que lo que soy no lo soy de verdad, porque esto es un cuento, y como de los cuentos importa sobre todo el fondo y el sentido, si os parece no vamos a perder demasiado tiempo con zarandajas filológicas. Tampoco esperéis que me entretenga en describiros lugares y vestimentas o me prodigue en anécdotas que proporcionen un sabor de época: si es eso lo que os interesa, buscad un libro de Historia o una de esas novelas que alevosamente la desvalijan y empeñosamente la remedan. Por mi parte, prefiero ir al grano. Ya os he dicho quién soy y dónde estoy. Ahora me toca explicar en qué ando metido.

Tengo ante mía una mujer. En los últimos días he interrogado a varias. Todas están aterrorizadas, muchas se muestran incoherentes y algunas me resultan francamente exasperantes. Para mí que casi todas ellas están locas, y eso me plantea un inconveniente enojoso: si por un lado la demencia, sumada a la intimidación, favorece que digan lo que creen la verdad, por otro su estado de delirio fuerza a temer que su deposición sea pródiga en tan sentidos como inservibles disparates. He tenido que expurgar las fantasías y las alucinaciones de unas y otras para establecer aquellos hechos en los que sus testimonios concuerdan, y de ese ejercicio empieza a desprenderse ya una interpretación preliminar: los delitos a los que me enfrento son vulgares, aunque extraordinarios sean el lugar, la manera y la intensidad de su comisión. A otros podrán impresionar las patrañas de demonios que estas infelices han arrojado como cortina de humo para enmascarar su atolondrado comportamiento. Pero no es quien esta causa instruye proclive a achacar a pintorescos diablos subalternos lo que incumbe al Diablo mayor, que siempre tiene entreabierta la puerta trasera de toda alma humana.

Y no me mueve a esta actitud ningún reparo teológico, porque contrariamente a lo que suelen imaginar de mi oficio los profanos, soy más jurista que teólogo: jurídica es mi formación, y la recta aplicación de las normas a la calificación de las conductas y al impulso del procedimiento mi preocupación principal. Bien me consta que no estoy mucho más cerca del conocimiento de Dios que quienes se sientan ante mí, así que las sutilezas del dogma las dejo prudentemente a los doctores en él expertos. Yo sólo busco almas humanas desviadas, dentro de los supuestos a los que se extiende mi jurisdicción; cuando las encuentro, trato de convencerlas para que se arrepientan y aparten de sus errores. Si no lo logro, las cedo a quien las purificará contra su voluntad. En suma: mi trabajo es demasiado serio para prestar más atención de la cuenta a las paparruchas diabólicas que cualquier mentecato (o mentecata) pueda sacarse del recalentado magín.

Por eso me sorprende que esta mujer, tan distinta de las otras en su temple y carácter, trate de endosarme también semejantes dislates. No es tan insensata como para no reparar en que todas esas posesiones y todos esos demonios de ridículos nombres no son sino el fruto de la debilidad nerviosa y la enajenación de quienes sufrían las primeras y decían hablar con los segundos. Su insistencia en atribuir la descomposición habida en su comunidad a la acción de tales espíritus malignos resulta de una ingenuidad demasiado esforzada, y su pretensión de haberse visto ella misma arrebatada en sus actos por uno de los demonios, rayana en la temeridad, por inverosímil. La prisión, al cabo de los días, la ha desgastado en lo físico, y así lo delata el semblante demacrado y el porte algo más abatido; pero en lo tocante al ánimo sigue entera, afirmando con claridad y negando con determinación, en especial cuando se la confronta con lo que según ella son calumnias de quienes hasta hace poco le debían obediencia y respeto.