Sigo creyendo, no puedo ocultártelo, que hay pérdidas que no merecí. Fueron demasiado grandes y se me impusieron con artes que nunca podré considerar legítimas. Pero respecto de la mayoría acabé aceptando que no sólo merecía, sino que necesitaba sufrirlas, aunque en ese momento yo mismo no fuera consciente de ello. Desde entonces, sobre todo en mis relaciones con otras personas, parto de esta premisa: tenemos lo que merecemos tener, y perdemos lo que merecemos perder. Porque sólo merecemos tener lo que necesitamos, y cuando necesitamos algo sabemos cuidarlo y no lo perdemos. Y merecemos perder lo que no necesitamos, y cuando no necesitamos algo no sabemos cuidarlo y dejamos de tenerlo. No sólo resulta lógico, sino que admitirlo así sirve para estar en paz con uno mismo, responsabilizarse de la propia vida y no convertirse en uno de esos pelmas que van por ahí cargando en la cuenta de los demás sus propios fracasos.
Me sobrepuse a mis culpas, acepté mis quebrantos. Dejé de ser mi víctima y mi torturador. Los arrojé, a los dos, lejos de mí. Así me puse en pie. Y regresé. Pero como Teresa después de su absolución, ya no era el mismo. Me había convertido en alguien más desconfiado, quizá más malicioso, seguramente más triste. Desde luego, no puedo decir que hubiera recobrado la felicidad. La moraleja de mi historia no es que al final siempre sale el sol, se marchan las nubes y uno vive y baila de nuevo bajo un hermoso cielo azul. Lo que mi pequeño drama personal me enseñó fue, creo, algo mucho más útil. que se puede vivir, y también bailar, bajo la lluvia y bajo el frío, sin paraguas, sin impermeable y hasta sin zapatos, siempre que uno sepa encontrar dentro de sí la resolución de salir adelante. Y que por eso no hay que rezar para que no se vaya el buen tiempo, que nunca dura eternamente, sino para no convertirnos en cómplices de la adversidad, que siempre, antes o después, nos acaba alcanzando. La vida puede ser amarga, puede ser injusta, puede empeorar hasta lo indecible, y aun así somos capaces de vivirla y de sacarle partido, tanto como ni siquiera podemos imaginar. Por eso tenemos para con ella y para con nosotros mismos la obligación de alzar la cabeza y seguir, siempre. De ser fuertes y no rendirnos, pase lo que pase. En eso se resume todo, y lo que a eso se oponga, a la basura.
Es posible que ante el Dios de lo alto se salven los bondadosos; y es una bella idea, además. Pero aquí abajo los que se salvan son quienes tienen la voluntad de no dejarse vencer. Nuestros actos no se pesan en la balanza de lo que es justo o es injusto, en el sentido moral que a esos conceptos solemos atribuirles; es decir, lo que está mal o está bien. Un viejo filósofo griego, Trasímaco, sostenía (si hemos de creer a Platón) que lo justo es aquello que conviene al más fuerte. Por decir eso (o porque el chivato de Platón le colgó la frase) lo han despellejado sin piedad a lo largo de los siglos. Pero aquel buen hombre no hizo otra cosa que sintetizar, en muy pocas palabras, la ley que rige el funcionamiento de la única justicia de la que podemos decir algo con conocimiento de causa, que es la que imparten los hombres.
Por eso tenemos que ser fuertes, para que la justicia humana, que es la que nos hacen los demás y nos hacemos nosotros mismos, resuelva a favor y no en contra de nuestra conveniencia. A mí no me salvó mi bondad ni mi sentido de la justicia, en la acepción moral del término; más bien creo que lo que pueda tener de bueno y de justo, en un momento determinado, estuvo a punto de acabar conmigo. Lo que me permitió sobrevivir fue que estaba hecho de una pasta más dura que el puñal que quisieron clavarme.
Fue poco después de llegar a este convencimiento cuando me encontré con la historia de Teresa, fray Francisco y el inquisidor. Ahora creo que puedes entender por qué me interesó hasta el punto de investigarla, conseguir el manuscrito e ingeniar una novela que la contase. Y por qué elegí que el narrador fuera el inquisidor y comenzara en el momento en que cree haberlos doblegado a ambos, a Teresa y al fraile. Si la hubiera terminado, habría llegado a un momento muy distinto: cuando la priora logra su absolución, y el inquisidor ha de contemplar impotente cómo se le escurre la presa. Porque pudo triturar al confesor, que se somete a su poder, pero no a esa mujer que a pesar de la ignominia que le ha echado encima se niega a derrumbarse. Que tiene la desfachatez, incluso, de acusarlo de falsario y de prevaricador, sin que el tribunal al que presenta su alegato, y que la absuelve, considere necesario defender el buen nombre de su representante. Y ése habría sido el final de mi libro: el triunfo de Teresa, la derrota de los otros dos. No se trataba, como interpretabas en el comentario que dejaste en el blog, de un relato expiatorio. Sino de un ajuste de cuentas.
Hay, eso sí, un límite que no he traspasado. Como tú, no he querido convertirme en un cínico. Sigo creyendo que en la vida uno debe comportarse, siempre que esté en su mano (y mala señal será si no lo está con frecuencia), con arreglo a lo que considera que es moralmente justo. Y creo, también, que de eso, al menos en la mayoría de las personas, se nutre la fortaleza que llegado el caso podemos demostrar frente a la desgracia o frente a la incomprensión ajena. La fortaleza de Teresa Valle se asienta sobre el hecho de que en el fondo su alma es noble y generosa. Y sea cual sea su culpa, por eso es capaz de superarla y a la postre librarse de ella. Y al revés, tanto la debilidad del fraile, como el fracaso final del inquisidor, tienen que ver con sus respectivas ruindades, que desvirtúan sus dotes y sus recursos.
Pero tampoco, aunque los convierta en los perdedores de mi historia, dejo de identificarme con ellos y entender su actitud. No puedo ensañarme con el pobre fraile acorralado, ni tampoco negarle al inquisidor que tenía motivos para proceder como procedió, de acuerdo con el encargo que había recibido y con lo que en aquel convento se encontró cuando empezó a hurgar. Por eso, no me atormento más de la cuenta a propósito de aquellas reacciones que en su día tuve, y que me recuerdan la endeblez de fray Francisco, frente a sí mismo y frente a sus acusadores. Ni me permito odiar a aquellos que me hicieron objeto de su odio. No creo que los llevase a ello una naturaleza perversa, sino la necesidad de encontrar un culpable para sus males. Una reacción humana, que tampoco soy quién para juzgar. Me limito a negarles el derecho de imponerme su visión y cobrarse mi cabeza.
Esto es lo que puedo contarte. Quizá te defrauda. Quizá lo encuentras demasiado inconcreto, y crees que debería decirte quién o qué está detrás de cada metáfora. Créeme si te digo que en lo que te he contado hay algo mucho más importante. Aunque como sé que eres porfiada, igual que nuestra Teresa, casi puedo imaginarme tu réplica mental, al leer esto: qué sentido tiene entonces ocultar lo accesorio. Pero lo tiene, te lo aseguro.
En fin, si esta confesión no cubre tus expectativas, o consideras que no corresponde a lo que tú me contaste, te pido que me perdones. Como te pido que me perdones, otra vez, por haber desaparecido así. Y si no lo haces, pues ya sabes… Me perdonaré yo mismo. Pero no creo que haga falta. Tú tampoco ignoras que perdonar es el acto que nos hace más grandes. Y al revés. Que pocas cosas resultan más mezquinas que perpetuar un mal, como es la culpa de un semejante, cuando uno tiene en su mano borrarlo.
Tu Inquisidor
1 de diciembre
Creo que nunca antes, hasta donde alcanzaba mi memoria, había leído algo que me dejara tan desconcertada. Lo que no podía decir, desde luego, era que mi misterioso interlocutor no se hubiera tomado ninguna molestia para intentar satisfacerme. Por lo pronto, había destinado unas cuantas horas de su vida a escribir aquello, que no debía de haberle resultado nada fácil. Mientras avanzaba entre sus frases, pensaba una y otra vez cuánto menos le habría costado llamar a las cosas por su nombre, sin más, en vez de empeñarse en esconderlas bajo aquella espesa cortina de alusiones simbólicas. Por vergonzosa que fuera su conducta, por degradantes que fueran las consecuencias que le había traído, dudaba que tuviera sentido la tarea que se había echado a las espaldas. A fin de cuentas yo no era nadie, ignoraba su nombre y hasta el país donde vivía. No tenía gran cosa que temer, aunque me contara el crimen más espantoso o exhibiera ante mí la más sórdida depravación. A menos que yo hubiera empezado a importarle. ¿Era eso, quizá?