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Si era eso, tenía una forma muy particular de demostrarlo. O cuando menos, un raro sentido de lo que era abrirle tu alma a otro. Ante los que me conocen, paso por una persona cerebral. Algo que siempre te dicen como si fuera reprobable, y que tal vez lo sea. Si uno no es capaz de dejar de analizar a partir de un cierto momento, la vida se vuelve fastidiosa, o directamente insufrible. Pero al lado del Inquisidor, yo era tan cerebral como el Pato Lucas. En aquel relato de su vida, si es que lo era, me costaba encontrar algún desliz sentimental. Párrafo a párrafo, parecía escrito con bisturí.

Y sin embargo… Volví a leer un par de veces su confesión y entre líneas localicé, aquí y allá, indicios de que no sólo no había intentado eludir el compromiso que había contraído conmigo, sino que a su modo había hecho por mojarse para darme respuesta. Si uno apartaba toda la hojarasca, quedaban tres o cuatro revelaciones que habría sido injusto calificar de intrascendentes. Aquel hombre había faltado de alguna forma a su deber. Del que respondía ante otros, pero también ante sí mismo. Había sufrido un severo castigo por ello y durante un tiempo había quedado anulado. Luego había conseguido rehacerse, trabajosamente. Y lo que ahora era, en buena medida, se lo debía a su hundimiento y a su resurrección.

No sabía qué había hecho, ni qué le habían hecho, exactamente. Pero si había de creerle, lo que sí sabía, ahora, era lo que a raíz de aquellos acontecimientos había sucedido dentro de él. Y eso me permitía al fin darle un sentido, por cierto insospechado, a su proyecto de escribir la historia de Teresa y el Inquisidor. Me decepcionaba no conocer los detalles que había detrás, inevitablemente. Pero ¿podía decir que no había correspondido a mis confidencias? ¿Había llegado yo, con todos los detalles que le había suministrado, a desnudarme tanto como él en aquella críptica confesión?

Lo que en cualquier caso decidí fue perdonarle su espantada de tres semanas atrás. Aunque no pudiera o no quisiera darme una excusa. En las últimas líneas de su mensaje había tenido la malévola habilidad de ponerme en la disyuntiva de perdonarle o quedar mal. Se había pasado tres semanas sin dar señales de vida, y su forma de reaparecer me había dejado sumida en un mar de dudas. Pero, pese a todo, me seguía importando lo que pensara de mí.

Volvió a entrar en línea dos días después de enviarme el mensaje. Se conectó y aguardó, prudente. Hablé yo primero.

Hola de nuevo, Inquisidor. ¿O debo decir… Teresa?

Mejor Inquisidor, que ya me he hecho a ello. Además, lo otro sería demasiado raro. ¿No te parece?

No sé. Desde que trato contigo ya no sé lo que es raro.

Bueno, no toda la rareza la pongo yo.

Pero sí la mayor parte.

Tampoco es tan malo, ¿no crees? ¿No te cansas a veces de que todo sea igual y te lo cuenten siempre de la misma forma?

Tiene la ventaja de que suelo entenderlo.

Me imagino que eso es una forma de regañarme por mi confesión.

Te equivocas. No voy a regañarte por tu confesión. Debo reconocer que me has impresionado. No me la esperaba.

Ah, creí que te quejabas por la forma de contarte mis desventuras. A lo mejor esperabas otra cosa. Algo más… inteligible.

No. Ya me voy haciendo a tu estilo. Y hasta creo que empiezo a descifrarlo. Lo que tal vez debería preocuparme.

Tal vez.

Por lo que sí voy a regañarte es por otra cosa.

No será lo que imagino…

No. Lo que imaginas te lo perdono. Aceptaré que eres así, y lo que cuenta para mí es que te has disculpado y sobre todo que has tratado de arreglarlo. Tú sabrás qué te pasó esa noche.

Gracias, Theresa, es muy comprensivo por tu parte.

Lo que no te perdono es que me hayas hecho leer un testamento de veinte páginas para al final del rollo dejarme con la intriga que más me reconcomía.

Vaya, lo siento, pero ya te dije que no habría detalles…

Quién habla de detalles, ahora. Tengo la tonta costumbre de guardar y releer nuestras conversaciones. Y repasando la última he recordado que me debes algo.

Sé que esto no va a mejorar precisamente mi imagen ante ti. Pero creo que debo preguntarte a qué te refieres.

Me dijiste que había algo que yo te había dicho que te decidió a confiar en mí. Te pregunté qué era. Y me respondiste que me lo contarías más adelante, cuando yo pudiera entenderlo mejor. ¿Tengo que interpretar que todavía no puedo?

Tienes razón. Te lo debo. Perdona. Se me pasó. Hace muchos días de aquella conversación.

No irás a salirme ahora con que no te acuerdas de lo que dije… Si quieres te envío el archivo con la charla completa.

No había pensado que podías estar guardándolas.

¿Te preocupa? ¿Te molesta? Si es así, las borro.

No, qué más da. Yo no las guardo, pero tampoco necesito que me la envíes. Me apunté la frase en un bloc. Lo tengo aquí.

Me corroe la curiosidad.

¿No has intentado adivinarla? Ya que puedes releer todo el texto…

Lo he intentado, sí. Pero tengo que admitir, aunque me resulta francamente humillante, que no lo he conseguido. Le he dado veinte vueltas y no tengo ni la más remota idea. No me parece que dijera nada tan perturbador.

Y sin embargo, lo hiciste. Al menos lo fue para mí. Ésta es tu frase, si no la copié mal: No me preocupa dar más de lo que recibo. No suelo llevar la cuenta de esas cosas.

¿?

Eso… ¿Tanto te impresionó?

No sé si es ésa la palabra. Más bien diría que diste en el clavo.

¿Qué clavo?

Se trata de otra de mis teorías. De esas que a lo mejor no resultan muy cuerdas, además de no ser nada científicas.

¿Como la de los muertos que llevamos con nosotros?

Más o menos.

Es un poco macabra. Pero también bastante gráfica. Es de lo que me resultó más claro de tu confesión, después de todo.

Entonces, ¿quieres oír esta otra?

Dispara.

Va de clases de personas. Nada menos.

Cuidado. Terreno pantanoso. A ver dónde me clasificas a mí, que si no me gusta, me enfadaré.

No tiene por qué disgustarte. Tú misma te clasificaste ya. Además es muy sencilla, y tampoco diría que hay categorías peores y mejores. De hecho hay sólo dos, y cada una tiene su cara y su cruz.

Así te curas en salud cuando la cuentas, ¿no?

No. Es la conclusión a la que he llegado, nada más. Las personas, según mi teoría, se dividen en dos grandes grupos. Un primer grupo vienen a formarlo los que podemos llamar los contables.

¿Los contables?

Creo que es la palabra que mejor los describe. Son esas personas que siempre llevan la cuenta de todo, tanto en sus actos como en los de los demás. Para ellos todo tiene su contrapartida, y sin ella, carece de sentido. Les gusta que cada peso tenga su contrapeso. Que todo cuadre.