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– Señor, qué cosas.

– También en Internet hay varias páginas con opiniones y comentarios de gente que ha venido a visitar la iglesia. Las estuve mirando ayer, para enterarme de cómo había que hacer para verla.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué dicen?

– Dan información, y cuentan sus impresiones. En general, salen muy satisfechos. Y ahora ya entiendo por qué.

– Claro, me imagino que lo del Internet será como todo. Se puede usar para hacer el mal y se puede usar para hacer el bien.

– Desde luego.

Por un segundo me siento un poco violenta, cuando comprendo que no todos los usos que yo hago de la Red serían para la hermana virtuosos, precisamente. Pero si Cristo admitió entre los suyos a la Magdalena, me permito confiar en que no le moleste mi visita.

– ¿Y sabe usted si está enterrada aquí la fundadora? Quiero decir, la primera priora, Teresa Valle.

– Que yo sepa está el fundador, Jerónimo de Villanueva. Precisamente esta iglesia es su mausoleo. Pero ella, no lo sé. Los archivos se perdieron cuando la guerra. Entraron los rojos, sacaron a todas las monjas y se quedaron con el convento. Dicen que todos los libros y todos los papeles estaban por ahí, tirados por la plaza.

– Qué pena.

– ¿Es usted profesora?

– Historiadora. Estoy trabajando sobre la historia del convento en los primeros años. El proceso de la Inquisición y todo eso.

– Tenga usted cuidado, que hay muchas leyendas.

– Lo sé. Por eso hay que mirar los archivos. Lástima que se perdieran los de aquí. Lo que sí se conserva, por lo menos, es el pliego de descargos de Teresa. Está en la Biblioteca Nacional. Así que tenemos su versión. Por suerte, puede defenderse ella misma.

– No sabía. Y dónde está enterrada, tampoco puedo decirle.

– Imagino que aquí, en alguna parte.

– Puede ser.

Durante un momento, mientras la monja va apagando las luces, me quedo mirando el altar, y la llama roja del sagrario. Lo primero que me pidió el Inquisidor fue que rezara allí y que le diera las gracias a Teresa en su nombre. De nada me sirvió advertirle que hacía tanto que no rezaba que no recordaba ni una sola oración. Me dijo que lo hiciera con mis palabras, lo que me saliera. Mientras veo a la monja ir y venir apagando luces, improviso algo. Doy las gracias y le mando a Teresa mi afecto, además del de mi amigo. Y ya que estoy delante de Dios, por primera vez en tanto tiempo, le pido que lo ayude a curarse. En cuanto a mí, dudo qué pedir. ¿Qué es lo que yo quiero? Ni siquiera lo sé, como no sé si hay alguien escuchándome tras esa llama roja. Si estás ahí, digo al fin, dame tiempo, hasta que me llegue eso que nunca termina de llegarme. Eso que yo necesito, que sabré no perder y me ayudará a dejar de temblar.

Cuando me reúno con ella en el zaguán, la monjita me ofrece un folleto sobre la iglesia y una estampa del Cristo.

– Los vendemos. Si le interesan, el folleto cuesta cuatro euros y la estampa cincuenta céntimos.

– Me los quedo.

Me entrega el folleto y la estampa y yo le pongo en la mano el donativo que el Inquisidor me encargó dar a las monjas de San Plácido. Multiplica holgadamente los cuatro euros con cincuenta.

– Pero, esto es mucho…

– Es un donativo. Por su amabilidad. Y para que sigan teniendo esta iglesia tan cuidada. Muchas gracias por todo.

– Es usted extranjera, ¿verdad?

– Sí. De Escocia.

– Espere.

Desaparece en el convento y regresa al cabo de unos instantes con una medallita plateada. Me la ofrece.

– Tenga, una medalla de san Benito, nuestro fundador. Dicen que es muy milagroso. Para que se la lleve con usted a Escocia.

– Lo haré. Gracias.

He salido de nuevo a la mañana soleada de Madrid con una sensación difícil de describir. De pronto pienso en lo que le he dicho a la monja: que soy historiadora y que estaba trabajando. Después de todo, no he faltado a la verdad. Mejor o peor, he levantado esta historia que es a la vez la del Inquisidor, la de Teresa y la mía. Aquí está, aunque no sepa muy bien para qué sirve. Pero es un esfuerzo contra el olvido. Ese que ya ha empezado a devorar este convento, donde ya nadie sabe el lugar en que reposa la mujer que lo fundó y donde dentro de nada, al paso que van, ni siquiera habrá monjas. El olvido que nos amenaza a todos y al que todos nos damos antes o después, por necesidad, por cansancio o por miedo.

Luego he caminado entre la gente, por estas calles donde abundan los yonquis, los borrachos y las prostitutas: los vecinos que el tiempo, unido a la desidia de los responsables municipales, les ha acabado deparando a las monjitas. Esta ciudad me resulta a la vez áspera y cálida. Pienso que ayer estaba en el gélido Berlín, tan distinto, y que dormiré en mi isla esta noche. Los lugares se suceden pero yo sigo aquí, varada a la orilla de mi melancolía.

Ahora estoy en un cibercafé, con mi pequeña maleta apoyada en la pared. De uno de sus departamentos sobresale el libro de Kierkegaard que me regaló el Inquisidor. He leído en el avión el discurso que él me dijo: O lo uno o lo otro. Acaba con un sueño en el que el autor está frente a todos los dioses, que le permiten formular un deseo, sólo uno. Y él les dice: Sólo escojo una cosa, tener la risa de mi parte. A lo que el Olimpo en pleno estalla en una carcajada. De ello deduce que le han concedido el deseo, y aprecia el buen gusto de los dioses, pues habría sido impropio responder con seriedad. «Séate concedido».

Tengo en la mano la medallita plateada que me ha dado la monja. Según ella, el santo al que representa es muy milagroso. Y no debe de faltarle razón. Sé del milagro que hizo con Teresa, y del que hizo con el Inquisidor. Por qué no va a echarme una mano a mí.

Desde el ordenador, Johnny Cash canta con voz casi agónica:

In myyy life, I love you mooore…

También yo, estoy segura, voy a oír algún día la risa de los dioses.

Murcia -Getafe-Berlín-Mollina-Cazorla-Viladecans

19 de octubre de 2006 – 16 de octubre de 2008

Lorenzo Silva

Lorenzo Manuel Silva Amador nació el 7 de junio de 1966 en un edificio hoy demolido del antiguo hospital militar Gómez Ulla, en el barrio de Carabanchel de Madrid. Ha vivido un buen trozo de su vida (entre 1971 y 1985) no demasiado lejos de allí, en Cuatro Vientos. El resto lo ha pasado en Getafe, en tres etapas: 1966-1971, 1985-1993 y desde fines de 1994 hasta la fecha. Haber regresado dos veces empieza a persuadirle de que éste es su lugar en el mundo, aunque por otra parte necesita la proximidad de su Madrid natal y por eso su casa actual dista unos diez kilómetros del parque del Retiro.

Estudió Derecho en la Universidad Complutense y ha venido ejerciendo ininterrumpidamente como abogado desde 1992, tras pasar un año como auditor de cuentas y otros dos como asesor fiscal en una firma multinacional.

Sin embargo, su camino siempre fue otro. Desde que iniciara su dedicación a la literatura, allá por 1980, ha escrito relatos, algunos artículos y ensayos literarios, varios libros de poesía, una obra dramática (de muy ingenua factura), un libro de viajes y diecisiete novelas. De todo ello, tras abandonar en plena adolescencia la poesía y el género dramático, ha publicado hasta la fecha diversos relatos, unos cuantos artículos, el ensayo sobre literatura de viajes Viajes escritos y escritos viajeros (2000), el libro de viajes Del Rif al Yebala. Viaje al sueño y la pesadilla de Marruecos (2001), el álbum infantil ilustrado Laura y el corazón de las cosas (2002) y algunas novelas.

Su obra ha sido traducida al ruso, francés, alemán, italiano, griego, catalán y portugués.

Como guionista de cine, ha escrito junto a Manuel Martín Cuenca la adaptación a la gran pantalla de la novela La flaqueza del bolchevique.

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