Выбрать главу

Me dispongo a ordenar que le den tormento. Nada demasiado rebuscado, que son los urdidores de fábulas los que atribuyen al Santo Oficio una variedad caprichosa de artilugios y procedimientos de tortura. Como es costumbre, se usará el simple, fiel y eficaz potro: y es que el sufrimiento recio y persuasivo que produce el estiramiento de los miembros excusa de ingeniar mayores alambicamientos. Un par de medias vueltas al torno ablanda a la mayoría. A la de tres se rinden los fuertes. Y con cuatro se vienen abajo los héroes y los que antes de acostarse en la mesa, movidos por el aliento de Satanás o la vesania, se mostraban más altivos y desafiantes. Qué tonta fanfarronada es plantarle cara a la inexorable voluntad de Dios.

El confesor apenas resiste media vuelta. Es para mí un misterio por qué un hombre que forzosamente ha de conocerse lo bastante como para saber que el valor físico no va a acompañarlo durante un trecho demasiado largo se impone el inútil y penoso trámite de afrontar ese primer tramo de vejación y de dolor. Por qué, apenas se han apretado las ligaduras sobre sus muñecas y tobillos, no dice francamente: «Está bien, quede aquí este negocio, que me avengo a confesar lo que hasta ahora me negaba». El resultado práctico, en términos procesales, vendría a ser el mismo. Y ahorrada quedaría la degradante penalidad corporal. Pero diríase que muchos reos necesitan representar ante sí mismos la comedia de que intentaron sobreponerse al tormento, de que no cedieron sin más a la amenaza de su uso y fueron doblegados en una suerte de lid que, por breve que sea, los acredita como combatientes vencidos y no como cobardes que depusieron las armas. También este hombre, que tanta flaqueza atesora y tan frágil voluntad tiene, se ha exigido sufrir antes de plegarse al desenlace que sabía ineludible. No va a soportar el castigo hasta morir. Ni siquiera va a soportarlo hasta el desvanecimiento. Pide a gritos que se le afloje la tensión de la cuerda y hago seña al alguacil de que atienda su súplica. Relaja la cuerda sólo lo justo, para que alivie la desesperación pero mantenga viva la angustia del procesado.

– Sabéis, fray Francisco, que es muy en contra de mi deseo como hemos llegado con vos a estos extremos -le miento dulcemente-. Vuestros tropiezos habidos en el pasado y los testimonios recogidos respecto del asunto presente hacen prueba semiplena en cuanto al delito que aquí se ventila. Va en demérito de vuestra inteligencia que, constándoos todo ello, os mostréis tan reacio a prestar de una vez y sin más la confesión que zanjaría la instrucción y nos ahorraría a todos estos sinsabores. Comprendo que temáis las consecuencias, pero ésas os van a tocar de todos modos.

He sido sutilmente despiadado al sostener este parlamento. El fraile ya conoció la condena inquisitorial por un extravío de juventud, afín al que ahora lo ha puesto bajo mi férula. De aquélla no salió del todo malparado, porque era la primera vez que se veía sometido a proceso y una confesión y un arrepentimiento expeditivos le pudieron granjear un trato generoso por parte del tribunal. Pero en esta ocasión reincide, y la gravedad del estrago es tan grande que no puede esperar sino un duro escarmiento.

– Tened piedad, por amor de Dios -murmura-. Piedad…

– En eso estamos, fray Francisco. Pedisteis que aflojáramos la cuerda y así lo hemos hecho. Y nadie quiere volver a apretarla, pero ahora me toca a mí preguntar: ¿qué estáis dispuesto a hacer vos a cambio?

– ¿Qué queréis que confiese? -jadea.

Me mira de reojo; en la postura en que está inmovilizado no puede hacerlo de otra manera. Me aparto un par de pasos, para que le cueste más seguirme con la vista. Hago chasquear levemente la lengua y observo:

– No suena muy bien, así como lo decís. Pareciera que se os está pidiendo que admitáis algo que no es. Cuando de lo que en realidad se trata es de algo mucho más sencillo -y aquí endurezco bruscamente la voz-: que asumáis de una buena vez que llenasteis la cabeza de esas monjas de ideas desviadas, en vuestro propio beneficio y por vuestra lamentable propensión a acoger como verdaderas proposiciones falsas y heréticas. Y que todo lo demás, los diablos, los arrebatos y la turbación de esas pobres mujeres, es el fruto de la confusión que con vuestra irresponsabilidad sembrasteis en ellas.

– No sé qué cosa sería lo que les pasaba -replica, con un hilo de voz quejumbrosa-. A mí me parecían arrebatadas, y si no estaban posesas, se las veía tan fuera de su ser que cualquiera así lo habría creído.

Me acerco, para que ahora pueda verme mientras me dirijo a él.

– No me interesa nada de todo eso -le digo, con tono destemplado-. No vamos a perder el tiempo hablando de tonterías de mujeres. Se trata de lo que os toca a vos, de todas esas imaginaciones calenturientas sobre la reforma de la Iglesia, por un lado, y de vuestra repulsiva creencia en que el sexto mandamiento no impide todas esas porquerías que convencisteis a las monjas, unas más inocentes y otras no tanto, para que os hicieran.

– Yo nunca les dije nada de reformar la Iglesia -protesta-. Eso son calumnias de un par de monjas trastornadas, que tengo para mí que ya lo estaban antes de profesar, y que les toca mucha culpa del desastre que en el convento acabó ocurriendo. Os lo juro, tenéis que creerme.

– ¿Y tampoco les predicasteis que debían dejarse acariciar por vos, y ayudaros en el baño, que en nada de eso había pecado, como tampoco en verse desnudos por que tal era la naturaleza de los cuerpos creados por Dios? ¿Acaso vais a negarme ahora la herejía que con ello difundíais?

– Por piedad -repite-. Confieso. Confieso que les dije todas esas cosas. Pero no por creerlas así, sino movido por la vil lascivia, para favorecer la realización de mis deseos impuros. Flaco soy, que no hereje.

Ahora se arrastra, admitiendo la culpa que más le conviene e implorando perdón. Ahora que ya no tiene la ventaja de la astucia sobre ese rebaño de crédulas del que se ha aprovechado durante años, ahora que todo su juego ha quedado al descubierto y que le toca pagar, quiere reintegrarse al redil como si nada hubiera sucedido. Pero hay unas cuantas cosas que ignora. Por ejemplo, que quien le escucha conoce bien los entresijos de su carácter, porque acoge en su propio interior una podredumbre semejante a la suya. La diferencia es que yo no soy tan descuidado, y ya me ocuparé de tomar todas las precauciones para no verme nunca como se ve él, afanándose sin tino y a destiempo en disimular su falta y en tratar de dar lástima.

Ignora también el fraile que se equivoca pidiéndome indulgencia para sus deslices, porque yo, que comparto su naturaleza, me mortifico y me castigo a diario por ella. No voy a compadecer en él justamente lo que desprecio en mí, la tara que me convierte en mi más encarnizado enemigo y represor. Antes bien, me indispone sobremanera hacia él la sensación de que sus actos y sus gestos me proporcionan un espejo en el que ver los míos propios. Soy así, detesto ser así y no deseo recordarlo más de la cuenta.

– Fray Francisco, así no -le advierto-. Por razones que no vienen al caso, os costará persuadirme de que vuestros errores carecen de importancia. Os sé pecador, como lo somos todos, pero además os sé infectado por el miasma de la herejía, que distingue a aquellos pecadores que tienen la soberbia de querer enmendarle la plana al mismo Dios y revocar sus leyes para no tener que aceptar la inferioridad de su condición.