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A un lado del río surgió como por encantamiento la franja despejada de una playa.

– La pista es muy angosta y corta, Angie -le advirtió Kate.

– Sólo necesito doscientos metros, pero creo que no los tenemos -replicó Angie.

Dio una vuelta a baja altura para medir la playa al ojo y buscar el mejor ángulo para la maniobra.

– No será la primera vez que aterrizo en menos de doscientos metros. ¡Sujétense, muchachos, que vamos a galopar! -anunció con otro de sus típicos gritos de guerra.

Hasta ese momento Angie Ninderera había pilotado muy relajada, con una lata de cerveza entre las rodillas y su cigarro en la mano. Ahora su actitud cambió. Apagó el cigarro contra el cenicero pegado con cinta adhesiva en el piso, acomodó su corpulenta humanidad en el asiento, se aferró a dos manos del volante y se dispuso a tomar posición, sin dejar de maldecir y aullar como comanche, llamando a la buena suerte que, según ella, nunca le fallaba, porque para eso llevaba su fetiche colgado al cuello. Kate Cold coreó a Angie, gritando hasta desgañitarse, porque no se le ocurrió otra forma de desahogar los nervios. Nadia Santos cerró los ojos y pensó en su padre. Alexander Cold abrió bien los suyos, invocando a su amigo, el lama Tensing, cuya prodigiosa fuerza mental podría serles de gran ayuda en esos momentos, pero Tensing estaba muy lejos. El hermano Fernando se puso a rezar en voz alta en español, acompañado por Joel González. Al final de la breve playa se elevaba, como una muralla china, la vegetación impenetrable de la selva. Tenían sólo una oportunidad de aterrizar; si fallaban, no había pista suficiente para volver a elevarse y se estrellarían contra los árboles.

El Súper Halcón descendió bruscamente y las primeras ramas de los árboles le rozaron el vientre. Apenas se encontró sobre el improvisado aeródromo, Angie buscó el suelo, rogando para que fuera firme y no estuviera sembrado de rocas. El avión cayó dando bandazos, como un pajarraco herido, mientras en su interior reinaba el caos: los bultos saltaban de un lado a otro, los pasajeros se azotaban contra el techo, rodaba la cerveza y bailaban los tambores de gasolina. Angie, con las manos agarrotadas sobre los instrumentos de control, aplicó los frenos a fondo, tratando de estabilizar el aparato para evitar que se quebraran las alas. Los motores rugían, desesperados, y un fuerte olor a goma quemada invadía la cabina. El aparato temblaba en su intento de detenerse, recorriendo los últimos metros de pista en una nube de arena y humo.

– ¡Los árboles! -gritó Kate cuando estuvieron casi encima de ellos.

Angie no contestó a la gratuita observación de su clienta: ella también los veía. Sintió esa mezcla de terror absoluto y de fascinación que la invadía cuando se jugaba la vida, una súbita descarga de adrenalina que le hacía hormiguear la piel y aceleraba su corazón. Ese miedo feliz era lo mejor de su trabajo. Sus músculos se tensaron en el esfuerzo brutal de dominar la máquina; luchaba cuerpo a cuerpo con el avión, como un vaquero sobre un toro bravo. De pronto, cuando los árboles estaban a dos metros de distancia y los pasajeros creyeron que había llegado su último instante, el Súper Halcón se fue hacia delante, dio una sacudida tremenda y enterró el pico en el suelo.

– ¡Maldición! -exclamó Angie.

– No hable así, mujer -dijo el hermano Fernando con voz temblorosa desde el fondo de la cabina, donde pataleaba enterrado bajo las cámaras fotográficas-. ¿No ve que Dios proveyó una pista de aterrizaje?

– ¡Dígale que me mande también un mecánico, porque tenemos problemas! -bramó de vuelta Angie.

– No nos pongamos histéricos. Antes que nada debemos examinar los daños -ordenó Kate Cold preparándose para bajar, mientras los demás se arrastraban a gatas hacia la portezuela. El primero en saltar afuera fue el pobre Borobá, quien rara vez había estado más asustado en su vida. Alexander vio que Nadia tenía la cara cubierta de sangre.

– ¡Águila! -exclamó, tratando de librarla de la confusión de bultos, cámaras y asientos desprendidos del suelo.

Cuando por fin estuvieron afuera y pudieron evaluar la situación, resultó que ninguno estaba herido; lo de Nadia era una hemorragia nasal. El avión, en cambio, había sufrido daños.

– Tal como temía, se dobló la hélice -dijo Angie.

– ¿Es grave? -preguntó Alexander.

– En circunstancias normales no es grave. Si consigo otra hélice, yo misma la puedo cambiar, pero aquí estamos fritos. ¿De dónde voy a sacar una de repuesto?

Antes que el hermano Fernando alcanzara a abrir la boca, Angie lo enfrentó con los brazos en jarra.

– ¡Y no me diga que su Dios proveerá, si no quiere que me enoje de verdad!

El misionero guardó prudente silencio.

– ¿Dónde estamos exactamente? -preguntó Kate.

– No tengo la menor idea -admitió Angie.

El hermano Fernando consultó su mapa y concluyó que seguramente no estaban muy lejos de Ngoubé, la aldea donde sus compañeros habían establecido la misión.

– Estamos rodeados de jungla tropical y pantanos, no hay forma de salir de aquí sin un bote -dijo Angie.

– Entonces hagamos fuego. Una taza de té y un trago de vodka no nos caerían mal -propuso Kate.

4 Incomunicados en la jungla

Al caer la noche los expedicionarios decidieron acampar cerca de los árboles, donde estarían mejor protegidos.

– ¿Hay pitones por estos lados? -preguntó Joel González, pensando en el abrazo casi fatal de una anaconda en el Amazonas.

– Las pitones no son problema, porque se ven de lejos y se pueden matar a tiros. Peores son la víbora de Gabón y la cobra del bosque. El veneno mata en cuestión de minutos -dijo Angie.

– ¿Tenemos antídoto?

– Para ésas no hay antídoto. Me preocupan más los cocodrilos, esos bichos comen de todo… -comentó Angie.

– Pero se quedan en el río, ¿no? -preguntó Alexander.

– También son feroces en tierra. Cuando los animales salen de noche a beber, los cogen y los arrastran hasta el fondo del río. No es una muerte agradable -explicó Angie.

La mujer disponía de un revólver y un rifle, aunque nunca había tenido ocasión de dispararlos. En vista de que deberían hacer turnos para vigilar por la noche, les explicó a los demás cómo usarlos. Dieron unos cuantos tiros y comprobaron que las armas estaban en buen estado, pero ninguno de ellos fue capaz de acertar al blanco a pocos metros de distancia. El hermano Fernando se negó a participar, porque según dijo, las armas de fuego las carga el diablo. Su experiencia en la guerra de Ruanda lo había dejado escaldado.

– Esta es mi protección, un escapulario -dijo, mostrando un trozo de tela que llevaba colgado de un cordel al cuello.

– ¿Qué? -preguntó Kate, quien nunca había oído esa palabra.

– Es un objeto santo, está bendito por el Papa -aclaró Joel González, mostrando uno similar en su pecho.

Para Kate, formada en la sobriedad de la Iglesia protestante, el culto católico resultaba tan pintoresco como las ceremonias religiosas de los pueblos africanos.

– Yo también tengo un amuleto, pero no creo que me salve de las fauces de un cocodrilo -dijo Angie mostrando una bolsita de cuero.

– ¡No compare su fetiche de brujería con un escapulario! -replicó el hermano Fernando, ofendido.

– ¿Cuál es la diferencia? -preguntó Alexander, muy interesado.

– Uno representa el poder de Cristo y el otro es una superstición pagana.

– Las creencias propias se llaman religión, las de los demás se llaman superstición -comentó Kate.

Repetía esa frase delante de su nieto en cuanta oportunidad se le presentaba, para machacarle respeto por otras culturas. Otros de sus dichos favoritos eran: «Lo nuestro es idioma, lo que hablan los demás son dialectos», y «Lo que hacen los blancos es arte y lo que hacen otras razas es artesanía». Alexander había tratado de explicar estos dichos de su abuela en la clase de ciencias sociales, pero nadie captó la ironía.