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Angie Ninderera corrió a buscar su revólver y sus movimientos atrajeron la atención del animal, que se dispuso a atacar de nuevo. Con las pezuñas de las patas delanteras rascó la playa, bajó la cabeza y echó a correr en dirección a Angie, cuya corpulencia presentaba un blanco perfecto.

Cuando el fin de Angie parecía inevitable, el hermano Fernando se interpuso entre ella y el jabalí, agitando un trozo de lona en el aire. La bestia se detuvo en seco, dio media vuelta y se lanzó contra él, pero en el instante del choque el misionero escamoteó el cuerpo con un pase de danza. El jabalí tomó distancia, furioso, y volvió a la carga, enredándose de nuevo en la lona, sin tocar al hombre. Entretanto Angie había empuñado su revólver, pero no se atrevió a disparar porque el animal daba vueltas en torno al hermano Fernando, tan cerca que se confundían.

El grupo comprendió que presenciaba la más original corrida de toros. El misionero usaba la lona como capa, provocaba al animal y lo azuzaba con gritos de «¡Ole, toro!». Lo engañaba, se le ponía por delante, lo enloquecía. Al poco rato lo tenía agotado, a punto de desmoronarse, babeando y con las patas temblorosas. Entonces el hombre le volvió la espalda y, con la suprema arrogancia de un torero, se alejó varios pasos arrastrando la capa, mientras el jabalí hacía esfuerzos por mantenerse sobre sus patas. Angie aprovechó ese instante para matarlo de dos tiros en la cabeza. Un coro de aplausos y rechiflas saludó la atrevida proeza del hermano Fernando.

– ¡Vaya qué gustazo me he dado! ¡No toreaba desde hacía treinta y cinco años! -exclamó.

Sonrió por primera vez desde que lo conocían y les contó que el sueño de su juventud fue seguir los pasos de su padre, un famoso torero, pero Dios tenía otros planes para éclass="underline" unas fiebres tremendas lo dejaron casi ciego y no pudo seguir toreando. Se preguntaba qué haría con su vida cuando se enteró, a través del párroco de su pueblo, de que la Iglesia estaba reclutando misioneros para África. Acudió al llamado sólo por la desesperación de no poder torear, pero pronto descubrió que tenía vocación. Para ser misionero se requerían las mismas virtudes que para torear: valor, resistencia y fe para enfrentar dificultades.

– Lidiar toros es fácil. Servir a Cristo es bastante más complicado -concluyó el hermano Fernando.

– A juzgar por la demostración que nos ha dado, parece que no se requieren buenos ojos para ninguna de las dos cosas -dijo Angie, emocionada porque él le había salvado la vida.

– Ahora tendremos carne para varios días. Hay que cocinarla para que dure un poco más -dijo el hermano Fernando.

– ¿Fotografiaste la corrida? -preguntó Kate a Joel González.

El hombre debió admitir que en la excitación del momento había olvidado por completo su obligación.

– ¡Yo la tengo! -dijo Alexander, blandiendo la minúscula cámara automática que siempre llevaba consigo.

El único que pudo quitar el cuero y arrancar las vísceras del jabalí resultó ser el hermano Fernando, porque en su pueblo había visto muchas veces faenar cerdos. Se quitó la camisa y puso manos a la obra. No contaba con cuchillos apropiados, de manera que la tarea resultó lenta y sucia. Mientras él trabajaba, Alexander y Joel González, armados de palos, espantaban a los buitres que volaban en círculos sobre sus cabezas. Al cabo de una hora la carne que podían aprovechar estuvo lista. Echaron al río los restos, para evitar moscas y animales carnívoros, que sin duda llegarían atraídos por el olor de la sangre. El misionero desprendió los colmillos del cerdo salvaje con el cuchillo y, después de limpiarlos con arena, se los dio a Alexander y a Nadia.

– Para que se los lleven de recuerdo a Estados Unidos -dijo.

– Si es que salimos con vida de aquí -agregó Angie.

Gran parte de la noche cayeron breves chubascos, que dificultaban mantener encendido el fuego. Lo defendieron protegiéndolo con una lona, pero se apagaba a menudo y al fin se resignaron a dejarlo morir. Durante el turno de Angie sucedió el único incidente, que después ella describió como «una escapada milagrosa». Un cocodrilo, defraudado porque no pudo atrapar una presa en la orilla del río, se atrevió a acercarse al tenue resplandor de las brasas y de la lámpara de petróleo. Angie, agazapada bajo un trozo de plástico para no mojarse, no lo oyó. Se dio cuenta de su presencia cuando lo tuvo tan cerca que pudo ver sus fauces abiertas a menos de un metro de sus piernas. En una fracción de segundo pasó por su mente la premonición de Ma Bangesé, la adivina del mercado, creyó que había llegado su última hora y no tuvo presencia de ánimo para usar el fusil que descansaba a su lado. El instinto y el susto la hicieron retroceder a saltos y lanzar unos alaridos pavorosos, que despertaron a sus amigos. El cocodrilo vaciló unos segundos y enseguida atacó de nuevo. Angie echó a correr, tropezó y se cayó, rodando hacia un lado para escabullirse del animal.

El primero en acudir a los gritos de Angie fue Alexander, quien acababa de salir de su saco de dormir, porque tocaba su turno de vigilancia. Sin pensar en lo que hacía, tomó lo primero que encontró a mano y asestó un garrotazo con todas sus fuerzas en el hocico a la bestia. El muchacho chillaba más que Angie y repartía golpes y patadas a ciegas, la mitad de los cuales no caían sobre el cocodrilo. De inmediato los demás acudieron a socorrerlo y Angie, recuperada de la sorpresa, comenzó a disparar su arma sin apuntar. Un par de balas dieron en el blanco pero no penetraron en las gruesas escamas del saurio. Por fin el alboroto y los golpes de Alexander lo hicieron desistir de su cena y partió indignado dando coletazos en dirección al río.

– ¡Era un cocodrilo! -exclamó Alexander, tartamudeante y tembloroso, sin poder creer que había batallado con uno de esos monstruos.

– Ven para darte un beso, hijo, me salvaste la vida -lo llamó ella, estrujándolo en su amplio pecho.

Alexander sintió que le crujían las costillas y lo sofocaba una mezcla de olor a miedo y a perfume de gardenias, mientras Angie lo cubría de sonoros besos, riéndose y llorando de nervios.

Joel González se acercó a examinar el arma que había empleado Alexander.

– ¡Es mi cámara! -exclamó.

Lo era. El estuche de cuero negro estaba destrozado, pero la pesada máquina alemana había resistido el rudo encuentro con el cocodrilo sin aparente daño.

– Perdona, Joel. La próxima vez usaré la mía -dijo Alexander señalando su pequeña cámara de bolsillo.

Por la mañana dejó de llover y aprovecharon para lavar la ropa, con un fuerte jabón de creolina que Angie llevaba en su equipaje, y ponerla a secar al sol. Desayunaron carne asada, galletas y té. Estaban planeando la forma de construir una balsa, tal como Alexander había sugerido el primer día, para flotar río abajo hasta la aldea más cercana, cuando surgieron dos canoas aproximándose por el río. El alivio y la alegría fueron tan explosivos que todos corrieron lanzando alaridos de júbilo, como los náufragos que eran. Al verlos, las canoas se detuvieron a cierta distancia y los tripulantes comenzaron a remar en sentido contrario, alejándose. Iban dos hombres en cada una, vestidos con pantalones cortos y camisetas. Angie les saludó a gritos en inglés y otros idiomas locales que pudo recordar, rogándoles que regresaran, que estaban dispuestos a pagarles si los ayudaban. Los hombres consultaron entre sí y por fin la curiosidad o la codicia los venció y empezaron a remar, acercándose cautelosamente a la orilla. Comprobaron que había una mujer robusta, una extraña abuela, dos adolescentes, un tipo flaco con lentes gruesos y otro hombre que tampoco parecía de temer; formaban un grupo más bien ridículo. Una vez convencidos de que esa gente no presentaba peligro, a pesar de las armas en manos de la dama gorda, saludaron con gestos y desembarcaron.